Cuando era niño guardaba un secreto que me acompañó durante años.
Había descubierto un hada en el campo de cultivo del tío Anastasio.
Nunca quise comentarlo con nadie para que no se rompiera la magia.

Era hermosa y delicada como una flor, a veces cantaba una suave melodía mientras caminaba entre las espigas. Casi siempre arrancaba una y se llevaba el delicado tallo a los labios. Entonces callaba y al poco rato invariablemente se escuchaba un triste lamento y un sollozo que me llenaba de tristeza.

Mi hada era preciosa, parecida a una de las figuras de porcelana que la abuela guardaba en la vitrina del comedor.

Cuando aparecía, siempre sola desde algún lugar misterioso, hacía el mismo recorrido. Vestía una túnica suelta que se deslizaba por sus hombros y dejaba ver su pecho nevado que a mí me producía extrañas sensaciones.

Hermosa y delicada como una flor observaba todo con la mirada perdida a lo lejos.

Poco a poco sus apariciones se fueron distanciando y nunca me atreví a preguntar si alguien más la había visto.

A veces, cuando dejamos de ser niños, la magia se transforma y toma otros significados.

Así sucedió el día que escuche sin querer el secreto de la hija del tío Anastasio.
Había sido encontrada sin vida en el cobertizo donde vivía alejada del mundo desde que su mente y su razón se habían marchado ofreciendo sosiego a sus problemas.

Esa que yo descubrí, era la esencia de la libertad en su imagen más pura. Sin complejos
sin tapujos, solo se dejaba llevar por sus instintos sin conciencia.

Ahora sería realmente libre como una espiga más.