Historias de la puta cárcel. Capítulo diez

torkot (65)in #spanish • 7 years ago

“Historias de la puta cárcel” pretende ser un relato de ficción con diferentes historias breves e interconectadas entre sí, que reflejan la vida de variopintos personajes en un Centro Penitenciario de España y las circunstancias delictivas que les ha llevado a su ingreso en prisión.

Gran parte de los personajes, lugares, situaciones y casos son reales, aunque maquillados con algunos elementos inventados y añadidos para dar mayor consistencia y uniformidad a los diferentes relatos, así como para mantener de la mejor manera posible la privacidad de las personas implicadas.

Capítulo diez

La rutina diaria en el módulo de enfermería de un Centro Penitenciario es frenética. Ya desde primera hora de la mañana, el ir y venir de personas es constante; pequeños grupos de drogodependientes que asisten a tomar su dosis diaria de metadona son los primeros en llegar (la metadona es un sustitutivo de la heroína que se emplea para eliminar los síntomas que causa la adicción y cuya dosis se va regulando para ir eliminando poco a poco la dependencia).

Una vez terminada la administración de metadona comienzan las analíticas de sangre y orina así como la realización de placas de rayos x o electrocardiogramas; a media mañana tienen lugar las consultas de especialistas diversos como el caso de dentistas, oculistas o psiquiatras. Y en medio de todo ese ajetreo, hay que atender las consultas de urgencia y las curas, además de gestionar salidas a hospitales y centros de salud.

Los médicos y auxiliares sanitarios deben turnarse ya que también deben pasar consulta ordinaria en cada módulo, además de repartir la medicación diaria que muchos presos necesitan. Por otro lado en la enfermería existe una planta con habitaciones para aquellos presos que necesitan estar ingresados debido a las enfermedades que padecen y precisan de un seguimiento especial; desde pacientes con enfermedades graves como cáncer o sida, a pacientes con neumonía o tuberculosis, pasando por anemias, alergias o fracturas óseas.

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A Manuel le costaba adaptarse a ese ritmo intenso de trabajo; sus tareas eran sencillas pero muy diversas y a menudo recibía varios encargos a la vez. Sin embargo, poco a poco y con la ayuda del resto de ordenanzas que allí prestaba servicio, fue adquiriendo una destreza notable hasta que con el paso de los meses, se convirtió en una pieza indispensable.

Entre las personas residentes en la enfermería, Manuel fue conociendo personajes muy pintorescos: Jimmy era un minusválido incapacitado de una pierna que tenía muy mal carácter y cuando se enfadaba la emprendía a muletazos contra todo y contra todos; Sergio era un transexual enfermo de sida que recibía tratamiento con retrovirales pero que a pesar de su enfermedad no perdía ocasión de intentar cortejar a cualquiera que se cruzara en su camino; Felipe era otro caso muy peculiar ya que apenas podía moverse debido a su obesidad que le producía una insuficiencia cardiovascular crónica; Felipe se pasaba casi todo el día sentado en una silla en el patio, quejándose abiertamente de su situación y culpando de sus males a unos médicos ineptos y un sistema sanitario ineficaz.

Pero el caso más impactante que había por aquella época en el módulo de enfermería era el de Jacinto, un señor de 65 años muy mal llevados, demasiado envejecido para su edad, que caminaba encorvado y tenía el aspecto de un pobre viejecito decrépito; padecía una enfermedad renal y necesitaba tratamiento y supervisión diaria. Aparentemente Jacinto daba pena; todo el mundo se preguntaba cómo era posible que a su edad estuviera preso y que delito habría cometido. Pero lo más curioso es que también su esposa de 58 años y sus dos hijos de 21 y 19 años se encontraban presos.

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La realidad es que se trataba de una de las historias que más impacto y sensibilidad había tenido en la opinión pública en los últimos años dentro de los sucesos acaecidos en la isla. Los hechos se remontaban varios años atrás. En una humilde casita terrera que Jacinto había levantado con sus propias manos vivía la familia integrada por el matrimonio y sus tres hijos, dos de ellos varones y una hija que era la menor.

La vivienda carecía de las necesidades básicas, sin agua corriente y con la luz obtenida mediante un empalme realizado de forma ilegal en una farola cercana; vivían hacinados disponiendo de apenas una habitación para todos sin apenas ningún tipo de intimidad; únicamente las labores de labranza, algo de caza furtiva y pequeños hurtos y robos protagonizados por los hijos varones proporcionaban su sustento.

Ni Jacinto ni su mujer tenían estudios, por lo que no sabían leer ni escribir; sus dos hijos mayores abandonaron la escuela a muy temprana edad para ayudar al padre en las tareas diarias; tan solo la pequeña asistía regularmente a clase.

Según la investigación judicial, el padre y los dos hermanos abusaron y violaron a la niña desde que esta tenía 9 años y hasta que cumplió los 16. Lo hechos ocurrían a diario y los diferentes varones se turnaban según les apetecía, obligando a la niña a satisfacer sus necesidades, todo ello sin que a la madre le importase lo más mínimo. Fue a raíz de una denuncia practicada por la directora del colegio cuando los hechos salieron a la luz. Nadie, ni vecinos, ni familiares sospechaban que tal atrocidad pudiera estar aconteciendo entre aquellas cuatro paredes.

Para ellos se trataba de algo normal que formaba parte de su forma de pensar y entender la vida; la conducta retraída de la niña en la escuela, sin apenas amigas y con un bajísimo rendimiento escolar, hizo sospechar a su maestra y tutora que al final consiguió arrancar la confesión de la menor.

Continuará.

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