Hacia el horizonte (relato) VI parte

in #spanish7 years ago

I parte, II parte, III parte, IV parte, V parte.


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Ya en casa, Irene y Cecilia las estaban esperando en el pórtico, con cara de preocupación. Antonieta trató de explicarles, pero eso no evitó que ambas dieran sus sermones. Amparo, en cambio, se quedó abstraída, sin escucharlas, mirando hacia el bosquecillo, hacia el horizonte. Por un momento pensó que debía esperar a que amaneciera; no obstante, empezó a creer que si lo hacía así, ya no le quedarían ganas.

—Chicas —interrumpió la conversación—. Acompáñenme al bosque.

—¡¿Qué?! —exclamó Irene.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Cecilia.

—¿Estás segura de eso? —terminó diciendo Antonieta—. ¿Tiene que ver con lo que te dijo la anciana?

Amparo asintió con seguridad. Trataba de transmitirles toda la angustia que la torturaba, con la expectativa de que entendieran. Los ojos sorprendidos de Irene, junto con los desconcertados de Cecilia, no le proporcionaban mayores esperanzas. Estaba preparada para una negativa, a pesar de todo. De todas formas tenía pensado ir. Se escaparía mientras ellas durmieran.

—Necesitamos una linterna, sólo eso. Luego caminaremos por el bosque hasta… un sitio. Hay una pista que debemos encontrar —explicó.

—Está bien, no tienes que decirlo. Pero, ¿no crees que sería mejor esperar a que regrese Rolando? —dijo Irene, recobrando la compostura.

—No. Tiene que ser ya.

—Deja de discutir, Irene —espetó Antonieta en cuanto vio que la mujer iba a abrir la boca—. No es la gran cosa; luego hablamos con Rolando.

—B… Bueno, pero no cuenten conmigo —dijo Cecilia—. ¿Por qué habría de ir al bosque a estas horas? Me dan miedo las serpientes.

—Si quieres, quédate —dijo Antonieta.

Cecilia observó alternativamente a cada una, dubitativa. No alcanzaba a comprender por qué querían aventurarse a hacer algo sin sentido. Amparo acababa de llegar de una salida que no anunció y luego les pedía algo tan raro. Posiblemente, si alguna de las otras también se hubiera negado, no estaría tan irresoluta, puesto que le daba miedo quedarse sola en una casa como aquella. Al momento de aceptar venir a ese sitio, nadie mencionó que estarían complaciendo los caprichos dementes de la trastornada de Amparo, quien había sufrido bastante durante esos meses. Recordaba muy bien lo destrozada que estuvo en el funeral de sus padres.

—Mejor voy con ustedes —concluyó al fin.

—Gracias, Ceci, de verdad —dijo Amparo, abrazándola—. Esto es muy importante para mí.

En el closet del dormitorio había dos linternas que la mujer no usaba desde que las comprara. Estaban como nuevas; las pilas se hallaban guardadas aparte. Nunca, ni ella ni su esposo, tuvieron la necesidad de encenderlas. El servicio eléctrico no se interrumpía para nada por allí. Una vez que las buscó y sus amigas estuvieron listas, con unos buenos zapatos puestos, se encaminaron al bosquecillo. A lo lejos, por encima de éste, se veía una acumulación de nubes que amenazaban lluvia. Las chicas se adentraron entre los árboles.


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La oscuridad era cortada por la luz. Apenas distinguían sus pies, gracias a los pocos fotones que recorrían otras direcciones, fuera del rango de los aparatos. Amparo tenía una de las linternas, caminando un poco más adelante que Irene, mientras que, tras ellas, venía Antonieta con la otra, junto a Cecilia, quien se veía muy temerosa. Era una exploración a ciegas; sólo una sabía lo que buscaban.

La linterna de Amparo apuntaba al frente, mientras que la otra lo hacía de vez en cuando a los lados. Ella sabía bien lo que quería. Pensaba en el horizonte y no dejaba de susurrar el nombre: Ajivani Preta. Se preguntaba qué tan estúpido podía llegar a parecerle a sus amigas aquello, si se los contaba. Veía los atemorizantes tallos de árboles que no reconocía, escuchaba los pasos de sus amigas detrás, y también percibía los sonidos emitidos por los grillos y algún que otro animal. Esperaba que cualquiera de las muchachas dijera algo, preguntara algo, pero guardaban silencio; quizá la autoridad de Antonieta había aumentado esos últimos meses.

Y seguían caminando; el horizonte no se dejaba alcanzar. Ya empezaba a creer que debía volver. Los grillos detuvieron su incesante coro; entonces se permitió relajarse un poco. Aunque, en realidad todo se había quedado en silencio; no conseguía escuchar los pasos de sus amigas. Se giró, apuntando su linterna hacia donde las había escuchado por última vez. Sólo halló oscuridad. De hecho, ahora que se daba cuenta, los árboles tampoco estaban, ni la hierba del suelo; todo era oscuridad. La luz no se reflejaba en otra cosa que en ese piso liso y gris. ¿Era gris? A simple vista lo parecía. Se agachó para tocarlo. Casi se quemó por lo frío que estaba. Soltó un chillido de dolor.


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—¿Dónde estoy? —susurró. Empezó a jadear; debía ser una pesadilla—. ¡Ah! —exclamó.

Alguna vez, cuando niña, había despertado a sus padres en medio de la noche, gritando, pues en sueños un ser desconocido se la quería llevar hacia lo profundo de un precipicio sin fin. Al parecer, se hallaba de vuelta en esa época, la misma pesadilla, tan realista como en aquel verano lejano. Y se sentía observada.

—No estás soñando —dijo una voz tras ella.

Pegó un respingo. Se dio la vuelta lo más rápido que pudo, pues esa voz le resultó muy familiar. Se encontró frente a la silueta de un hombre con túnica, encapuchado; estaba segura que era el mismo que siempre la estuvo atemorizando a través de los oscuros pasillos. No conseguía verle el rostro, pero sí las cadenas que salían por entre los pliegues de su vestimenta, extendiéndose sobre el piso hasta perderse en la oscuridad.

—Ajivani Preta —dijo Amparo.

—Asthi Dharin Preta —corrigió la figura encapuchada—. Se suponía que ese era el nombre que debía haberte dicho la vieja. Ese bastardo no ha cambiado la clave.

—No sé de qué hablas. Pero… ¿Por qué suenas igual que mi esposo?

—Una vez fui esposo de alguien. ¿Cómo te llamas?

—¡Deja de joder, Eleazar! Dime qué está pasando. ¿Por qué estás vestido así? ¿Te volviste loco?

El hombre suspiró. Un halo muy visible salió de debajo de su capucha. Amparo empezaba a sentir el frío, por lo que se frotó el hombro con la mano libre. Al fin lo había encontrado, era su esposo. No importaba lo que fuera todo aquello, o dónde estaba; su angustia podía terminar ya.

—Ahora sí pareces interesada en saber —dijo Eleazar—. Esto tenía que pasar. Hace tiempo que decidí hacerlo. No sé si recuerdas el día que nos conocimos, aquella noche en la biblioteca.

—Cómo olvidarlo. —Amparo empezó a sentirse extraña, podía compararlo a un vacío que se acrecentara en su interior. La turbación se quería apoderar de ella, pero no sabía a qué se debía con exactitud.

—Ya había hecho el trato esa noche, cuando Ajivani Preta me visitó. Luego que te fuiste me vino a decir que lo viste, a pesar de que él se esforzaba en ser invisible —hizo una pausa—. No te sientas mal por esto. Todo fue decisión mía. Ahora pertenezco a su grupo. —De su túnica surgió uno de sus brazos, mostrando la mano de uñas largas, con forma de garras. Se echó atrás la capucha.

Su rostro estaba oscurecido, como si la piel se le estuviera pudriendo, y sus ojos eran negros por completo. Aquellos cabellos no estaban quietos; parecía como si se encontrara bajo el agua. Pero sobre todo, estaban más largos que antes. Para la mujer fue como si se le paralizara el corazón, como si se le helara la sangre.


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—¿Qué…? —balbuceó. No alcanzaba a articular palabra alguna.

Continuará...

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