Hacia el horizonte (relato) V parte

in #spanish7 years ago

I parte, II parte, III parte, IV parte.


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Caminaba por el sendero empedrado, junto a Eleazar, ambos vestidos de manera formal, con colores oscuros. El calor del sol era absorbido por la tela y sentían que se estaban cocinando. Habían dejado la camioneta a un lado de la carretera, con las maletas cargadas en la parte de atrás. Frente a ellos se hallaba la casa que ocuparían, sencilla, de una sola planta, tan vieja como sus abuelos, llena de un aire ancestral que irradiaba paz y tranquilidad. En el pórtico estaba una anciana con una vestimenta al estilo hippie muy exagerada. Se encontraba sentada en una mecedora, fumando un enorme tabaco. Sus cabellos enredados le llegaban hasta los hombros; parecían mugrientos desde donde estaba la pareja. Al acercarse, notaron que todo se debía a la perspectiva, que en realidad estaban en transición de castaño a blanco.

—¿Cómo están, mis queridos niños ejecutivos? —preguntó la anciana en cuanto se pararon frente a ella, a unos pocos centímetros. No se molestó en estrecharles la mano.

—Hola —saludó Eleazar con una sonrisa—. Creí que ya no estaría aquí. Me dijo que sólo dejaría la llave en la ventana.

—Oh, es que quería verte una vez más, para saber qué tanto habías crecido.

—¿Ya conocías a esta mujer? —le preguntó Amparo a su esposo.

Él pareció incomodarse. Mientras evitaba su mirada, respondió:

—Sí, bueno, la conozco de hace tiempo. Una vez me mencionó, cuando entré a la universidad, que quería vender su casa y… por eso acudí a ella. Es que te vi muy desesperada.

—¿De dónde la conoces?

—De aquí, hija —interrumpió la anciana—. Soy una amiga de sus padres.

—Sí —afirmó Eleazar. Luego se dirigió a la vieja—: Ya danos las llaves y vete.

—¡Eleazar! Eso es muy descortés —le reprendió Amparo.

—No, no, tranquila. Yo entiendo —dijo con calma la anciana. Se puso de pie. Se sacó un aro repleto de llaves del bolsillo, se las dio al hombre y agregó—: Ya me voy. Ahí están algunas llaves que sobran, pero se las dejaré de todas formas. Este lugar es muy bueno para descansar; sólo no se acerquen al bosque de allá —señaló al sur—, porque por ahí se la pasa un ánima en pena.

—¿En serio? —se interesó Amparo.

—Es un tipo que camina arrastrando unas cadenas; siempre se percibe su olor nauseabundo cuando está cerca. Fue asesinado aquí hace cientos de años; lo amarraron y lo sumergieron en un pozo por haber violado a una pobre muchacha…

—Ya, ya —dijo Eleazar—. Lo siento, querida, esta mujer nunca deja de hablar de eso cuando la visitan.

—Simplemente no olviden eso —la anciana le guiñó un ojo a Amparo y se encaminó por el sendero.

—¿No quiere que le llevemos? —preguntó ella, preocupada por la manera en que la vieja parecía estar muy convencida de que lo que decía era verdad, tanto como uno hablaría de la existencia del sol.

—No te preocupes, necesito estas caminatas, o probablemente me oxidaré.

—Ah, bueno, si lo dice así.

La hippie levantó la mano con el tabaco sin mirar atrás, en gesto de despedida, y continuó alejándose. Caminó por la orilla de la carretera. La pareja no dejó de observarla hasta que se vio como un puntito en la lejanía. Fue lo más extraño que vieron durante aquella temporada de soledad.

Un ruido la despertó. Había demasiada gente en la casa, en la sala de estar; Amparo no podría confundirse después de pasar tanto tiempo allí. Se levantó con velocidad. Notó que el sol ya había iluminado todo el dormitorio a través de la ventana que estaba en la pared del fondo, a sus espaldas. Aparte, alguien había apagado la bombilla, obra de uno de ellos. Salió aprisa, a pesar de saber que estaba despeinada, con cara de dormilona.


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Al asomarse, vio algo que de seguro debía ser un sueño. Sus amigas, Irene, Cecilia y Antonieta estaban sentadas sobre una aglomeración de sábanas y almohadas, en el piso, mientras que Rolando les repartía en una bandeja humeantes tazas de té. Qué rayos, le pareció sacado de alguna caricatura japonesa. Se restregó los ojos; luego comprobó que lo que veía era cierto. Entonces carraspeó, llamando la atención de todos, y dijo:

—¿Qué hora es?

—Las diez de la mañana. Estábamos esperándote —dijo Irene. Hacía como seis años que había bajado de peso, y desde entonces se ataviaba con colores llamativos. Ahora estaba tan radiante como Cecilia, quien llevaba puesta ropa sencilla, sonriéndole desde su lugar.

—¿De dónde sacaron todas esas almohadas? —preguntó entonces.

—Las trajimos nosotras —respondió Antonieta, quien irradiaba su acostumbrado aire sombrío. Vestía ropa formal negra, incluyendo la camisa de debajo del saco.

Rolando parecía disfrutar de la escena; seguía de pie, al lado de Antonieta, con la bandeja en las manos. Su sonrisa era leve; no paraba de mirar alternativamente a cada mujer. Era algo extraño, se dijo Amparo.

—¿Por qué no me dejaste que las llamara yo?

—Era tarde. Además, las llamé ayer. Ya te he dicho que nos llevamos bien —respondió él.

—¿Eres…? —La pregunta que estaba a punto de formular no terminó de salir. Juzgó un momento la situación y agregó—: Eres realmente extraño, en serio, no sé por qué.

—Pues no estoy seguro de a qué viene eso. Mucha gente dice lo mismo, es curioso, y yo sigo sin entender.

—Es que lo exhalas, tienes un aura poco común. ¿Cómo es que te hiciste amigo de mis amigas? No creo que tengan algo que compartir.

—Resulta que son mi esposa e hija quienes tienen amistades con ellas —aseveró él—. Y yo estoy en medio.

Irene, Antonieta y Cecilia los observaron todo el rato en calma, dejándoles su espacio. Pero luego de lo dicho reinó el silencio; entonces parecieron estar comunicándose mejor que con palabras. Sopló una brisa suave que se coló por la puerta de enfrente; las sábanas ondearon. Se podría decir que aquel momento debía quedar en la lista de los inolvidables, la lista mental de Amparo.

—Voy a cepillarme los dientes y a arreglarme —dijo ella al fin antes de darse la vuelta, perdiéndose tras la puerta del baño.

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Sobre el lavabo colgaba un espejo. Se tardó unos cinco minutos frente a él, luego de terminar con el cepillo de dientes, sólo para mirarse, observar su aspecto a la vez que pensaba en el sueño, tan vívido como si fuera real. Y es que era real, se trataba de un recuerdo; tal cual sucedió en el pasado, lo había reproducido su mente. La anciana a la que le compraron la casa, cuyo nombre nunca conoció, era quien le había mencionado la historia del hombre que arrastraba las cadenas, el ánima en pena. Empezaba a causarle miedo la idea de que al final, sus pensamientos más locos se hicieran realidad. Entonces, en un fugaz momento de lucidez, supo que la anciana era a quien debía ver, la anciana era quien le daría la respuesta a sus dudas.

Notó que había palidecido durante la última semana. Se veía como una loca del manicomio, sobre todo gracias a su despeinada cabellera. Tenía que arreglar ese problema antes de mencionarle a Rolando lo de la anciana. Salió de allí y fue a su dormitorio, sin dejar de escuchar el murmullo de las voces de sus amigas. Trató de desenredarse el cabello con un peine, pero no lo logró. Después de luchar un rato más, decidió ducharse, tomando una toalla del closet. Se demoró una media hora en ello, más otros veinte minutos en secarse, vestirse, arreglarse y hacerse una larga coleta con muchas tiras elásticas. Entonces, salió de nuevo a la sala de estar. Descubrió que ya Rolando se había marchado. Sus amigas platicaban sin él desde hacía treinta minutos.

Será cuando vuelva, pensó. Se sentó al lado de Cecilia para cerrar el círculo de amigas, sumándose a la conversación.

—¿Desde cuándo saben dónde vivo? ¿Rolando las fue a buscar? —preguntó una vez avanzada la charla.

—No. Siempre hemos sabido —respondió Antonieta—. Tu esposo nos pidió ayuda cuando le obligaste a buscar una casa apartada. Lo acompañamos durante varios días. Sin embargo, no nos dio el número telefónico de la casa.

—¿De veras? Vaya que son…

—¿Entrometidas? —completó Cecilia.

—¡No! Quería decir…

—¿Fastidiosas?

—¡Cecilia!

Su amiga se echó a reír y le dio una palmadita en el hombro. Un gesto de afecto que valoró mucho, a pesar de sentirse indignada.

—Oh, Amparito, realmente entendemos que esto te esté afectando. No te detengas por la idea de la cortesía —dijo Irene, sonriendo—. Por algo somos mejores amigas; ya debieras tener más confianza. ¡Exprésate! ¡Saca esas palabrotas que claman por la libertad!

Amparo se sonrojó. Entonces no pudo contenerse y rio con ellas, sintiendo muy en el fondo que le estaba faltando al respeto a sus padres muertos y a su esposo desaparecido; sin embargo, extrañaba la risa, extrañaba a sus amigas y, por más raro que pareciera, extrañaba el instituto, donde había disfrutado el calor de la simpatía de aquel grupito.

Tras unos minutos hablando, se pasaron a la cocina, para hacerse un buen almuerzo. Optaron por una receta sencilla, puesto que la mayoría de las provisiones que había eran alimentos no perecederos. Mientras se embarcaban en otras charlas, de diferentes temas, Amparo iba pensando la manera de hacer la pregunta que ahora la estaba molestando, aparte de las demás, porque tenía muchas dudas acerca de la situación.

Decidió a continuación, simplemente interrumpir el flujo y reflujo de risas y chistes.

—¿Rolando les dijo por qué lo llamé? —inquirió.


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Antonieta dejó de cortar los vegetales que preparaba para la ensalada mixta; Cecilia se detuvo en lo que iba a verter una pequeña cucharada de sal al arroz que se cocía en el caldero, sobre la hornilla, e Irene dejó de atender las lentejas. La pregunta era la adecuada, según pudo comprobar; entonces significaba que ellas ya sabían que Eleazar había desaparecido. Luego de un momento en el que todo pareció estar en pausa, continuaron con las actividades, antes que la más seria de todas, la más oscura, por así decirlo, explicara en tono casi inexpresivo:

—Rolando sólo nos dijo que necesitabas compañía mientras él iba a tratar de persuadir a tu esposo. Dijo que te había dejado por una especie de discusión.

—No es necesario que nos lo expliques; no somos tan entrometidas —dijo Cecilia, al ver que su amiga iba a objetar—. Estamos conscientes de que no es nuestro problema. Sólo vinimos a hacerte compañía, a ayudarte a soportarlo.

No lo podía creer. Ellas parecían haber sido enviadas para darle una amistad inquebrantable, que trascendiera lo mortal. Nunca llegó a presenciar una actitud parecida, que alguien, aparte de sus padres, hubiese hecho algo así por ella antes de conocerlas. Recordaba que su niñez fue muy solitaria, que hasta hablaba con sus muñecas de porcelana como si fuesen personas… Ya empezaba a verlas borrosas, o eran las lágrimas que brotaban de sus ojos. Se acercó a Cecilia y la abrazó. Las otras dos dejaron lo que hacían y se unieron al compartir de cariños.

—Gracias —dijo Amparo—. De verdad no sabría qué hacer sin ustedes.

Almorzaron en la sala de estar. Dado que no se estaba previsto que llegaran visitas, los únicos muebles, además de la mesa donde descansaba el televisor y el teléfono, eran el sillón y la butaca. Para Amparo era una vergüenza el sólo saberlo, por lo que se disculpó, y, para su sorpresa, ellas no le dieron importancia. Luego de haber dejado el instituto, no se sentían tan obligadas a exigirles mucho a sus conocidos, tanto en modales como en decoración de sus hogares. Las cosas no estaban muy bien últimamente como para dárselas de burguesas.

Pasaron dos días. No hubo señal del retorno de Rolando. A pesar de los momentos que vivió en ese tiempo, la preocupación empezó a crecer en ella de manera exponencial, mientras que por otro lado no aguantaba la curiosidad por volver a ver a la anciana que les vendió la casa. El hecho de que se presentara en su sueño le parecía una señal. Lo que no sabía era cómo la iba a encontrar y de qué manera podría ir a verla sin que sus amigas la estuvieran siguiendo. Bien, podía pedirles que la acompañaran, pero sentía que lo mejor era que no lo hicieran; sin embargo, se preocuparían mucho si salía sola. Tuvo que planificar algo que resultara perfecto, o que por lo menos no diera muchos problemas.


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La segunda noche que Rolando estuvo ausente, se acercó a Antonieta desde atrás. Se encargaba de lavar los platos, ollas y todo lo que había quedado luego de la cena. Esa noche usaba una bata fucsia con flores rojas bordadas. No era normal esa chica, cada día estaba más oscura, distanciada. Al tocarle el hombro, no reaccionó con brusquedad. En silencio, se quitó la espuma que cubría sus manos y se dio la vuelta. El cabello le caía sobre su frente, de manera que casi tapaba sus ojos.

—¿Qué sucede? —dijo. La voz sonó normal, como si esa persona que hablaba no fuera ella.

—¿Conociste a la mujer que vivía aquí?

—Sí… ¿Por qué? ¿Qué quieres saber?

—Dime más. ¿Cómo se llama? ¿Dónde vive ahora?

—Se llama Sofía Lozano y vive como a dos casas. ¿Por qué preguntas?

—Un momento. ¿Se mudó a dos casas de aquí? ¿Por qué?

—Es dueña de al menos cinco residencias de este llano inmenso… Pero, respóndeme. ¿Cuál es tu motivo?

—Tengo que hablar algo importante con ella. Tiene que ver con mi marido. Y quiero pedirte que me acompañes ahora mismo, sin que se enteren las muchachas.

Antonieta se quedó en silencio por un breve momento. Estaba serena pero de seguro en su cabeza pasaban muchas cosas. Había sido una buena elección acudir a ella.

—Ponte algo y salgamos —dijo.

—¿Vas en bata? —preguntó Amparo.

—Sólo necesito unos zapatos y un pantalón para que no me piquen los mosquitos. Irene y Cecilia están en el cuarto de huéspedes, así que préstame algo. Ve con cuidado; te espero en el porche.

—Bien.

Amparo cargaba puesto un pijama y las sandalias de cuero de Eleazar. Lo único que tuvo que hacer fue ponerse sus zapatos deportivos, tomar un pantalón más otros zapatos del closet y salir; todo lo llevó a cabo sin provocar casi ruido. No obstante, su corazón palpitó desenfrenado durante el trayecto. Antonieta tomó los pantalones y los zapatos y, con la mayor ligereza posible, se los puso. Luego dijo:

—Tardaremos por lo menos treinta minutos en llegar a su casa, y treinta más en volver. Con el tiempo que gastes hablando calculo que estaremos de regreso en aproximadamente hora y veinte.

Empezó a caminar por el sendero empedrado. Amparo, quien nunca imaginó oírla hablar así, la siguió hasta que llegaron a la carretera, sin poder decir algo todavía. Una vez que se encauzaron hacia su destino, se le ocurrió qué preguntarle. Ya le picaba demasiado la curiosidad por saber lo que le ocurría a su amiga.

—¿Has estado haciendo cosas raras últimamente? —le preguntó.

—¿Cosas…? No entiendo. ¿A qué te refieres? —dijo Antonieta.

—Es que estás muy extraña. ¿Cómo has estado con tu novio?

—Amparo, yo nunca he tenido novio.

En la oscuridad no le podía ver la cara, pero estaba segura de que estaba seria e inexpresiva; tal vez fruncía el ceño.

—¿Y qué hay del hombre con el que fuiste a mi apartamento? Estaban muy cariñosos ese día, aparte de que no nos lo presentaste.

—Ese era mi hermano; y creí que ya se conocían.

—Oh.

—¿Qué?

—Nada. Sigamos en silencio.

Su intuición le dijo algo, no supo qué, pero no era bueno. A veces había cosas que era mejor no saber; siempre fue consciente de ello. Por eso nunca le preguntó a su esposo cuál era la razón por la que no le permitía ver a sus padres ni a nadie de su familia. Algunos problemas familiares llegaban a extremos bastante vergonzosos, o eso se imaginaba pues nunca tuvo complicaciones en la suya, aparte de aquel tío suyo que siempre se emborrachaba en las fiestas y formaba sendos alborotos. Así que en conclusión, lo mejor era callarse, seguir su objetivo.

Tras quince minutos de sofocante oscuridad, con el toque de la fría brisa nocturna, pasaron la primera casa, iluminada con un solo bombillo, en el pórtico. Se veía algo tenebrosa, pues su estilo era incluso más antiguo que la casa que dejaron atrás. Más adelante, podían ver la que iban a visitar. En aquella llanura todo parecía estar cerca; sin embargo, sabían que se tardarían bastante en llegar. Incluso más que con la primera, pues los cálculos de Antonieta estaban basados en una caminata rápida, pero Amparo era muy lenta. Tenía sus razones; su bebé necesitaba desarrollarse bien.


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Durante el último trayecto, hubo un instante en el que volvió a sentirse observada. Ese extraño miedo nocturno que había adquirido en algún momento de su niñez, el cual no recordaba. Era tan espeluznante, y precisamente eligió como compañía a la misteriosa Antonieta.

La oscuridad de la noche, siempre amenazante, fue distracción suficiente para no darse cuenta de que ya estaban llegando. Desde lejos logró divisar a la anciana, sentada en su silla mecedora, fumando, exactamente igual que aquel día que la vio por primera vez. La residencia que ocupaba ahora era una choza, prácticamente, hecha con madera de forma rudimentaria.

—Hola, Antonieta. Hola, mi querida Amparo. Tiempo sin verlas —saludó Sofía en voz alta.

Amparo se adelantó y le atravesó la mano a su amiga para que se detuviera.

—Déjame hablar con ella. Lo que quiero decirle no debes oírlo —dijo.

Antonieta no protestó; parecía sumida en sus pensamientos. Se quedó parada en el mismo sitio donde la atajó. Amparo, por su parte, recorrió el corto sendero desde la carretera hasta el pórtico, deteniéndose a un metro de Sofía y su humeante tabaco. Luego dijo:

—Vengo a hablar de mi marido.

—Lo sé. —Sofía no parecía sorprendida. Lo esperaba; en sus ojos carnosos se reflejaba una astucia y juicio pertinaz.

—¿Sabe dónde está?

—No.

—Al menos me puede decir dónde cree que está, ¿no?

—Podría, pero no me creerías.

—Dígalo y ya.

La mano arrugada de la anciana, la cual sostenía el tabaco, se apartó un momento de su cara para sacudir algunas cenizas que sobraban. Se la volvió a acercar, sorbió una bocanada de humo y lo exhaló con calma. Miró a Amparo a los ojos, bajo la luz opaca de la bombilla, antes de decir:

—Fue al bosque.

—¿Está hablando en serio?

—Sí.

—Mmm…, ¿sólo tengo que ir allí?

—No exactamente. Tienes que atravesar el espacio, diciendo el conjuro.

—¿Qué?

—Debes decir repetidas veces el nombre de la cosa esa.

—¿Qué cosa?

—La cosa que se lo llevó, el que arrastra las cadenas. Te lo mencioné el día que nos conocimos; creí que habías captado el mensaje.


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—¿Me está diciendo que un fantasma se llevó a Eleazar?

—No. Él no es un fantasma.

—Entonces ¿qué es?

—Es la encarnación del mal. Al menos eso me dijo tu esposo.

—No entiendo.

—No debes entenderlo. ¿Quieres recuperarlo?

—¡Sí! Por eso vine. Usted me guiñó el ojo; siempre supo que esto iba a pasar.

—Bien, sólo camina hacia el bosque, como si buscaras el horizonte, o sea, debes pensar en ello, en que quieres alcanzar el horizonte. Y debes decir su nombre sin parar.

—¿Cuál nombre?

—Ajivani Preta.

Sopló el viento, más fuerte que antes. Sintió miedo, no supo por qué; posiblemente influía el hecho de que había luna nueva, por lo cual la oscuridad reinaba sobre la llanura, además de que le revelaran aquello de esa forma. Se creyó en un deja vu, como si hubiese escuchado ese nombre en alguna otra parte. Las palabras de una vieja hippie con un tabaco, la idea de que a su esposo se lo hubiera llevado algo que no podía comprender, le empezaba a parecer tan evidente como el niño que crecía dentro de sí. Ése era el desasosiego que la embargaba. ¿Podía ser cierto? Bueno, si había una oportunidad de volver a ver a Eleazar, no pensaba desaprovecharla.

Se dio la vuelta sin despedirse y se encaminó hacia su amiga, quien parecía muy tranquila a pesar de todo. Claro, si no había escuchado nada. En su mente, en cambio, seguía resonando el nombre.

—¿Qué pasó? —preguntó Antonieta, notando que su rostro estaba pálido.

—Nada, volvamos. Esa mujer no es normal —fue lo único que pudo articular antes de tomarla del brazo y obligarla a caminar tan rápido como ella.

Continuará...

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