Hacia el horizonte (relato) IV parte

in #spanish7 years ago (edited)

I parte, II parte, III parte


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Una suave brisa le acariciaba el rostro. Sentía el pasto moviéndose al son de ésta, causándole una comezón en las zonas de la piel donde le rozaba. Todavía tenía el papel en la mano; lo apretaba como si quisiera escapársele. Abrió los ojos. Al levantarse se dio cuenta de que estaba atardeciendo. Era de esperarse que tuviera que despertarse en el mismo lugar donde se desmayó; nadie los visitaba desde hacía semanas, pues los vecinos eran algo asociales.

Tenía hambre, mucha hambre; su estómago se removía, se quejaba constantemente. Sin volver a mirar el objeto de su desconsuelo, regresó a la casa con calma. Debía estar exagerando; quizá el papel y la bota no tenían nada que ver con su esposo. Tal vez simplemente se trataba de una salida de urgencia, o… Bien, era obvio que se había largado. Convenía pedir ayuda, pero no le confortaba que todo el mundo se enterara de lo ocurrido. Probablemente no tendría más opción que llamar a Rolando Sardiñas, un antiguo amigo de su esposo que se dedicaba a hacer investigaciones privadas. Sus precios eran altos, pero suponía que si se trataba de Eleazar, haría una excepción.

Se preparó unos cuatro emparedados vegetarianos y los devoró con avidez antes de buscar la guía telefónica. Hacía como dos años que no tenía contacto con él; quizá Eleazar sí debió haberlo visto cuando trabajaba en la ciudad. No obstante, desde que los padres de ella fallecieran, el trato con los demás se tornó nulo. Amparo se había sumido en una extraña depresión que desembocó en un desánimo aún más extraño. No quiso hablar con otra persona que no fuera su esposo, y hasta olvidó sus sueños. Se dedicaron entonces a buscar un lugar apartado para vivir, y al final compraron aquella casa, con el dinero de la herencia, el cual era suficiente como para que ninguno de los dos volviera a trabajar si vivían de manera sencilla, sin gastos innecesarios.

Tras sentarse en una butaca, se arrimó a la mesilla donde reposaba el teléfono. Buscó el número que necesitaba, antes de llevarse la bocina a la oreja. El tono sonó varias veces; luego tuvo que volver a marcar. Entonces, mientras se empezaba a llenar de preocupación de nuevo, alguien respondió.


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—Aló. —Era la voz de Rolando. Aunque sonaba ronca, podía reconocerla.

—Hola, Rolando, soy Amparo, ¿me recuerdas? —dijo ella, tratando de simular normalidad. En ese momento no le era muy difícil; sus emociones últimamente estaban impredecibles.

—¡Ah! ¡Hola! Cómo olvidarte. Hace tiempo que no sabía de ti. ¿Cómo estás? ¿Qué has hecho?

—Pues… Eh… La verdad es que no mucho. Desde que me mudé no hago casi nada…

—Cierto, cierto. Eleazar me ha contado algo la otra vez, hace como dos meses.

—¿Se vieron?

—Sí; nos tomamos unas cuantas cervezas. ¿Es que él no te cuenta nada de lo que hace?

—No, la verdad, siempre fue cerrado… Pero… Te llamo para que me hagas un favor. Tiene que ver con él.

—Dime.

—Te voy a contar algo que quiero que mantengas en secreto, por favor.

Se oyó a través del auricular el sonido de metal arrastrándose por una superficie lisa; Rolando debía haberse arrimado una silla. De seguro notaba el tono serio que adoptó su voz.

—Tranquila, no diré nada. ¿Qué es? —respondió él, tras una pausa.

—Mi marido ha desaparecido. Quiero que lo busques.

Otra pausa.

—¿A qué te refieres con desaparecido? ¿Lo secuestraron o algo?

—No lo sé. Se esfumó. No hay rastro de él en mi casa. Te contaré cuando vengas, ¿sí? Tengo unas raras pistas… Bueno, creo que son pistas porque en realidad no estoy segura. Tal vez tú puedas determinar si lo que encontré es relevante.

—¿Es muy urgente? Posiblemente pueda ir mañana.

—¡Que te estoy diciendo que se esfumó! ¡Claro que es urgente! ¡Sólo no quiero que alguien se entere de esto porque estoy esperando un bebé y no quiero presiones…!

Rompió en llanto. No podía controlarse, no podía; más tarde se avergonzaría de haberlo expuesto a sus posteriores balbuceos. Mientras tanto, se desahogaba y nada más. Y volvía al pasado, tratando de evocar las mejores experiencias que tuvo con su marido…, pero no las encontraba. Entonces se dio cuenta de que nunca las hubo, que desde el principio, el único momento en que vivió algo fuera de lo normal con él fue la noche que lo conoció. El resto se resumía en simplezas, cotidianidades. Había terminado casándose con él gracias a sus amigas, quienes la empujaron a ello, y, por supuesto, porque a ella le agradaba hablar mientras que a él escuchar.

Rolando quedó en ir a tomar el autobús a ese estado ya mismo, con lo que consiguió tranquilizarse, de manera que terminaron despidiéndose sonrientes. Luego que oyera el tono que avisaba que se cortaba la comunicación, colgó el teléfono y se acomodó en la butaca, sin dejar de mirar el aparato. Había algo inquietante en todo aquello, algo que le ponía la piel de gallina, pero no sabía qué era. No estaba segura de si guardaba relación con la bota que milagrosamente se había recuperado de las quemaduras de la fogata, la nota escrita con sangre, las huellas en la arena o el hecho de que Eleazar no estuviera. Por un lado, quería creer que nada guardaba relación, pero luego acudía ese otro lado de su mente, ese lado negativo, oscuro, que le decía que todo giraba en torno a lo mismo.

Sintió náuseas, náuseas repentinas. Era serio; el flujo quería salir con presura. Se levantó a toda velocidad, corrió hacia el baño mientras trataba de detenerlo cubriéndose la boca con la mano, y sin embargo se le escapó algo antes de abrir la tapa del inodoro para arrodillarse ante éste. Esa asquerosa sensación, ese repugnante sonido; no podía acostumbrarse a pesar de haberlo hecho tantas veces. Sus ojos se llenaron de lágrimas, como siempre, y terminó con los ductos nasales obstruidos; otra cosa molesta. Una vez que se limpió, se enjuagó y lavó los dientes, regresó a la butaca para seguir pensando en la situación. Entonces volvió a llorar, pero esta vez en silencio.


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A las nueve de la noche, aún sin cenar, recibió a Rolando en su casa, quien llevaba consigo una maleta grande. El hombre era más alto que ella, delgado, de piel bronceada; siempre iba tocado con un sombrero negro y vestía de manera sencilla. En sus ojos parecía ocultarse una historia bastante triste, aunque normalmente estaba sosegado…, pero por supuesto, Amparo era la única que lo notaba. Al resto del mundo no parecía importarle para nada el pasado de aquel personaje.

—¿Qué tal va todo? —fueron sus palabras en cuanto se halló dentro, sentado en un sillón, descansando del largo viaje. Su maleta se quedó tirada a un lado, en el piso.

—Terrible. No he parado de llorar —respondió ella, todavía secándose las lágrimas. Se había sentado en la misma butaca en la que llevaba todas esas horas de soledad.

—Tranquila, lo encontraré; no debe estar muy lejos, si es que lo secuestraron.

—Se fue por su cuenta; estoy segura.

—¿Por qué lo dices?

—Por las pistas. Quiero que las veas. —Se sacó el papel del bolsillo; lo llevaba guardado desde que se levantó del pasto, sólo que no recordaba haberlo metido allí. Se lo dio para que lo revisara.

—¿Qué es esto? —preguntó Rolando, tras examinarlo con detenimiento.

—Lo encontré afuera, dentro de una bota vieja de Eleazar, luego de seguir sus huellas en la arena. Tiene que ser importante.

—¿Por qué lo crees?

—Pues porque la bota donde la encontré se supone que había sido… —Se detuvo. No podía decir la palabra; sería demasiado tonto. Seguro creería que estaba enloqueciendo… Pero, a fin de cuentas, ¿qué podía significar para ella que alguien la tomara por loca? Habiéndolo razonado de esta forma, terminó la frase—:… quemada.

—¿Quemada?

—Sí, hasta derretirse. Pero vengo y la encuentro como nueva. Y sé que es la misma porque es imposible confundirla con otra, por sus marcas.

Rolando no replicó; en cambio, se quedó pensativo. Siguió observando el papel. Amparo llegó a la conclusión de que era probable que lo estuviera juzgando todo con objetividad, sin dejar cabida a la insensatez de la burla. Seguro guardaría sus palabras como un dato curioso que investigar. Transcurrieron unos largos y desesperantes dos minutos antes que hablara.

—Tendrás que contarme a detalle lo que ha ocurrido hoy. También lo que ha pasado durante los meses que llevan aquí… Es más, creo que desde que están juntos. No dejes nada por fuera, porque empiezo a sospechar que es cierto lo que dices: se marchó por su cuenta, pero debe tener una razón. La encontraré, luego a él, y después tú y yo lo convenceremos de que vuelva, suponiendo que mis sospechas son ciertas, porque si lo secuestraron, tendremos que llamar a la policía, con lo cual todos en este lugar se enterarán. No podré hacer nada para impedirlo… ¿Estás de acuerdo con lo que digo?

Rolando siempre sacaba conclusiones rápidas con pocas pistas. La mayoría de las veces acertaba, o llegaba cerca de la verdad, todo gracias a su experiencia como investigador, una experiencia de casi nueve años. Alguna que otra vez estuvo en riesgo de muerte, pero eso no parecía importar; algo más que reprocharle a la gente que le conocía.

—S… sí.

—Empieza a contarme, querida.

La vida que llevaba junto a Eleazar no era muy complicada de contar. Empezó por aquel encuentro durante la noche, explicando cada detalle que pudo recordar, luego pasó a su primera cita, la del día siguiente, cuando él la buscó durante el almuerzo. Le contó cómo sus amigas se sintieron emocionadas por ello y la instaron a que se hiciera su novia. Fue muy fácil entablar amistad, y mucho más fácil ser su novia. Él era todo oídos, muy atento. Amparo no tenía interés en una vida agitada, llena de conflictos, por lo que le encantó bastante gozar de su compañía; intuía que no era necesario conocer su pasado, pues podía verlo en sus ojos: andaba en busca de paz. Sospechaba que su infancia había sido terrible; lo comprendía, y se esforzó al máximo en ser su apoyo.

Cuando terminaron sus estudios, lo llevó a conocer a sus padres, a quienes les cayó bien, y lo recibieron con agrado. En cambio, él no quiso presentarles a los suyos, puesto que afirmaba que no la aceptarían ni en cientos de años. No hubo discusión con respecto a ese tema; la familia de la chica, y ella misma, eran muy comprensivos, o trataban de serlo. Luego vino la universidad; cada quien se fue a estudiar carreras diferentes, prometiendo casarse una vez que hubiesen conseguido trabajo… Y así fue como lo hicieron, pero al momento de celebrar el matrimonio, los únicos invitados fueron los familiares de Amparo. Eleazar se negó rotundamente a invitar a los suyos, y no pudieron convencerlo de lo contrario.

Con respecto a esto, Rolando pidió más detalles de lo normal. Le preguntó si alguna vez pudo ver a uno de los familiares de Eleazar, a lo que ella respondió con un movimiento negativo de cabeza. Entonces el hombre sacó un cuaderno y un lápiz de su maleta, y anotó algo. Al punto le pidió que continuara.


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Se casaron. Fueron a vivir en un apartamento de la ciudad, cerca de los lugares donde trabajaba cada uno. Durante esos primeros meses, recibieron visitas de sus viejos amigos: Irene, Cecilia, Antonieta, Rolando y unos cuantos camaradas que se habían ganado en la universidad. Aparte, los familiares de Amparo frecuentaron mucho por allí, más que nada cuando se celebraban las fiestas que de vez en cuando organizaban. No obstante, ni siquiera se mencionó la existencia de la familia de Eleazar.

—¿Por qué es tan importante la familia de mi esposo? —preguntó Amparo tras ver cómo Rolando anotaba otra cosa en su cuaderno.

—Oh, por favor. ¿Es que no te das cuenta? Es obvio que hay algo extraño en el hecho de que nunca quisiera que los vieras.

—Tal vez, pero es que era porque él tenía muchos problemas con ellos.

—¿Cómo estás tan segura de eso? ¿Te lo dijo?

—Eh…, no.

—Exacto, y tú nunca le preguntaste. Qué gran esposa eres.

Amparo suspiró. No le agradaba mucho cuando el viejo amigo de Eleazar le hablaba con tanta confianza. Se puso de pie y dijo:

—Creo que por ahora está bien. ¿Quieres algo de comer?

—No. Termina. Cuéntame el porqué de que se mudaran aquí. Me llevo muy bien con tus amigas, ¿sabes? Y ellas me han contado que no respondes sus llamadas.

Sus miradas se cruzaron en el transcurso de unos segundos de silencio incómodo. El rostro de ella expresaba disgusto; le aplicó el mismo método con el que lograba doblegar a Eleazar, llena de energía. Sin embargo, Rolando no se inmutó; terminó haciéndola ceder. Entonces su brío se transformó en tristeza y se limitó a observar el piso.

—Mis padres murieron, ¿no lo sabes?

—Sí, pero imaginé que querrías estar con tus amigas más que antes.

—Es que no entiendes. Ellos… ellos eran todo para mí. Siempre me apoyaron, aceptaron a mi esposo y nos ayudaron a salir adelante. ¿Por qué tuvieron que morir por culpa de un idiota borracho…?

Estaba llorando otra vez. Una sucesión de escalofríos le recorrieron el cuerpo, como una manifestación física del dolor, de la angustia que tuvo que soportar los primeros días de aquella pesadilla. Decenas de recuerdos acudieron a su mente, recuerdos que la torturaron, que la hicieron experimentar todo como si acabase de ocurrir; se repetía. Cayó de rodillas, abrazándose a sí misma. Rolando se apresuró a agacharse junto a ella para sostenerla entre sus brazos, no sin sentir remordimiento por ello. Amparo, en cambio, rememoraba el momento en que le trajeron las malas noticias… Era un día de cielo nublado, que amenazaba tormenta; hacía su reunión semanal con sus amigas y estaba muy contenta esa tarde. Más adelante le parecería muy curiosa la manera en que su humor cambió repentinamente luego de recibir a su hermano mayor, quien traía una expresión llena de sufrimiento, un sufrimiento que luego le transmitió.


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Cuando se hubo recuperado, terminó de contarle la historia a Rolando. Le explicó que después del entierro, se sentía tan mal que no quería que nadie viera la horrible apariencia que había adoptado. Tras hacer el papeleo de la herencia, casi obligó a su esposo a que le consiguiera una casa en otro lugar, uno muy lejano, donde pudiera vivir en paz. Nadie se enteró de nada, dejaron el apartamento abandonado y cambiaron de número telefónico. No se los pudo localizar desde entonces, pero no fue todo, puesto que los últimos días ya ni siquiera salían de la casa; ella le pidió que comprara suficientes provisiones para unos meses, pues no quería que la dejara sola un segundo. Y entonces tuvo más razón: empezaron los síntomas y…

—Vaya, ha sido todo un problema —la interrumpió Rolando, tras ayudarla a sentarse en el sillón. Él tomó la butaca para sí.

—¿Ya tienes suficiente?

—Sí, eso creo. Mañana saldré a hacer preguntas a los vecinos…

—No, no lo hagas.

—Tranquila. Fingiré que sólo vengo a visitarlo y no recuerdo su dirección. Soy bueno actuando.

—Pero me vas a dejar sola.

—Llama a tus amigas. Estoy seguro que puedes confiar en ellas… O puedes simplemente ocultarles que tu esposo ha desaparecido.

—Eh…, s… sí, me parece bien.

Tuvieron una cena silenciosa, en la sala de estar, ya que la casa no tenía comedor. Amparo, en su estado normal, le habría formulado infinidad de preguntas, para saber de su vida, de lo que había hecho en los últimos dos años, pero ahora se sentía igual de retraída que si se acabaran de morir sus padres. Siempre que lo recordaba, que recordaba los rostros sin vida de ambos, maldecía por lo bajo al universo, a Dios, o al destino; a quien necesitase maldecir por llevarla a esa situación.

Al terminar, ambos se dieron una ducha, en lo cual se tardaron una hora, puesto que había un solo baño. Luego, ella lo llevó al cuarto de huéspedes, que iba a ser el del bebé, y le indicó en cuál cama debía dormir de las dos que guardaban allí. Antes de dejarlo, mencionó que lo llamaría a las seis y treinta de la mañana. En seguida se dirigió a su dormitorio. Buscó a tientas el interruptor de encendido de la bombilla. Una vez iluminada la habitación, pudo ver su cama matrimonial, vestida con aquella sábana rosa con encaje. A la derecha estaba la peinadora, junto con la cómoda, y a la izquierda, el clóset, todos de una madera oscura que ahora se le antojaba espantosa.


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Caminó despacio. Se acostó boca arriba, de manera que el ventilador del techo quedó justo al nivel de su cara. No sentía calor, no lo encendería. Miró a un lado, hacia la cómoda, y vio sobresalir de la gaveta superior un trozo del vestido que su madre le había regalado hacía ocho meses. Aquel día había sido un momento algo gracioso, ya que su madre cometió el error de traerle en primer lugar un vestido una talla por encima de la suya. Esa misma tarde fue a devolverlo a la tienda y le llevó el que le quedaba a la perfección. Fue una ocasión inolvidable, a pesar de lo simple, pues en su repertorio de buenos recuerdos guardaba cosas más interesantes, donde intervenían sus padres; pero aquel significaba ahora mucho más que las demás.

Continuará...

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