Hacia el horizonte (relato) segunda parte

in #spanish7 years ago

primera parte

Amparo Linares dejó el cuchillo sobre la tabla de cortar y apartó la vista de los aliños que estaba rebanando. Echó una ojeada por toda la cocina en busca de la caja de cerillas pero no la encontró. Se preguntó cómo había llegado a pensar que iba a preparar el almuerzo sin comprarlas. Dio un golpe de frustración a la superficie de la mesa con la mano antes de llamar a su esposo, Eleazar, casi a gritos. No respondió. Qué irritante resultaba cuando no atendía a sus llamados, sobre todo ahora que sabía que estaba encinta; ese indolente debía por lo menos ayudarla en sus quehaceres para que su embarazo resultara lo más sano posible.
—¡Amor! —gritó la mujer, más irritada.
No hubo respuesta. La casa no era grande. Estaban a cinco kilómetros de la residencia más cercana; el silencio que reinaba allí era rara vez interrumpido. Las únicas dos cosas que podía estar haciendo su marido que lo mantuvieran ausente era ver la televisión o leer el periódico, pero no se oía en lo más mínimo la voz del locutor que narraba el juego de béisbol en el canal seis ni la de la periodista del noticiario, así que sólo quedaba lo segundo. Aunque dudaba que fuese así, era lo más lógico. Con mucha indignación, decidió ir a buscarlo. Se dirigió al pórtico, que era el lugar donde Eleazar leía ese pedazo de papel de mala muerte.
—¿Cuándo piensas dejar de comprar esa…? —iba diciendo Amparo mientras caminaba con paso decidido a través de la sala de estar, pero, una vez que llegó a su destino, se interrumpió al darse cuenta de lo solitario que estaba.
Era la primera vez que se veía en esa situación, ya que nunca, en todo el tiempo que llevaban juntos, su esposo se había ausentado de manera repentina, ni cerca de lo imprevisto. Siempre decía algo como «Ya vengo, lindura», cuando no quería admitir que iba a jugar Bolas Criollas, o «Voy a visitar al vecino». Y luego de tres años de casados, no había cambiado su rutinaria forma de actuar, solamente hasta ese día. ¿Cuál era la causa? Algunas ideas descabelladas empezaron a rondar su mente, imaginando que todo se debía a los últimos hechos que tuvieron que soportar como pareja.


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Sacudió la cabeza para dispersar aquellos malos pensamientos. Tenía que estar en alguna parte. Sin embargo, una vez que revisó todos los rincones de la casa, ya no pudo contener la preocupación. Empezó a respirar con dificultad. En el garaje se encontraba la vieja camioneta blanca que siempre los había transportado, ahora llena de polvo y telarañas puesto que llevaban unos dos meses sin usarla. No había señales en ella de que la hubieran tocado ni había huellas en la arena que indicaran que Eleazar estuvo cerca. ¿Dónde estará?, pensó. Salió al sendero empedrado que conectaba la casa con la carretera; giró sobre sus pies tres veces, escudriñando cada detalle del paisaje en derredor. Al norte, al oeste y al este, toda la llanura estaba cubierta de un pasto alto, verde, mientras que al sur, a la derecha de su humilde morada, se ubicaba una aglomeración de árboles que, aparentemente, se extendía hasta perderse en el horizonte. Podía distinguir por sobre las copas algunas aves emprendiendo el vuelo bajo la cálida luz del sol. Aunque jamás se habían aventurado a visitar ese bosquecillo, otra rara idea la instaba a ir a buscarlo en esa dirección.
Aproximadamente en un radio de cincuenta metros alrededor de la casa, todo el suelo era arena fina, a excepción del sendero, el cual comenzaba en la salida del garaje. De no ser por la arena, Amparo no habría notado las huellas. Un poco más adelante, cerca de la linde del suelo arenoso, había un camino de marcas de botas que se alejaban hacia el sur. La mujer supo que se trataba de las botas de hule de Eleazar y que, obviamente, había sido él quien las usaba al momento de caminar por allí. Su respiración empezó a calmarse mientras se disponía a seguir el rastro, pero pronto volvió a sentirse mal, pues, sin alcanzar aún el pasto, éste no terminaba su trayectoria, como si de un fantasma se tratase. Más bien era como si su marido hubiera desaparecido súbitamente; de hecho, las posibilidades de que alguien dejara unas pisadas sin terminar en esa arena eran mínimas. Incluso si el hombre caminara en reversa sobre sus pasos para que se viera así, ella lograría advertir el patrón doble de la acción, pero, por más que lo intentaba, no se distinguía nada. ¿Cómo era posible? Intentó imaginar diferentes situaciones pero no lo logró.


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—¡Eleazar! —gritó, juntando las manos alrededor de su boca en forma de megáfono.
El ambiente sólo le devolvió el sonido del viento y el cantar lejano de las aves. Sus ojos estaban puestos sobre aquel bosquecillo que no dejaba de picarle la curiosidad. Su respiración empeoró, se mareó, tambaleándose repetidas veces. No habría que enumerar las ocasiones en las que oyó extrañas historias de ese lugar, historias de apariciones, ánimas en pena que vagaban por la llanura. Una vez le contaron acerca de una mujer que se aparecía a orillas de la carretera, pidiendo autostop, vestida toda de blanco… Claro, esa era La Sayona, pero sabía de otras menos famosas que le erizaban los vellos del cuerpo, como la del hombre que caminaba arrastrando unas pesadas cadenas, lamentándose por su trágica muerte, hediondo a putrefacción. Esa historia no pertenecía precisamente a su país, pero alguien que no recordaba le había hablado de ello. De todas formas, aunque no estaba claro de dónde venía la leyenda, no importaba, porque se suponía que las ánimas no hacían desaparecer a la gente; si acaso los hacían sufrir, pero de eso a que se esfumaran, nunca.


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¿En qué estaba pensando? ¿Apariciones? ¿Ánimas en pena? Sufría de delirios. Alguien se había llevado a Eleazar sin que se diera cuenta. El mundo daba vueltas, no podía mantenerse equilibrada. Sus ojos empezaban a ver borroso pero… Algo la hizo reaccionar. Por entre el pasto divisó lo que parecía ser una bota, a unos diez metros de distancia frente a ella. En seguida fue a buscarla, casi corriendo, y se desilusionó cuando descubrió que sólo era una de las más viejas que su esposo tuvo, una que nadie usaría. Por las fechas en que se instalaron en esa casa, se deshizo de ciertas botas azules de suelas surcadas por enormes grietas. Y ahora tenía ésa enfrente. Pero luego cayó en la cuenta de lo extraño del hallazgo. Tiempo atrás, la misma bota fue parte de una fogata encendida por Eleazar para librarse de gran cantidad de basura u objetos que ya no le servían. Debía estar achicharrada; en cambio, esta se encontraba exactamente igual que si no la hubiesen echado al fuego. El sólo verla era ya extraño.
Se arrodilló con sumo cuidado al lado del calzado y lo levantó para examinarlo. Estaba cubierto de polvo; conservaba la vieja grieta, que empezaba en el talón y se extendía hasta la zona donde debían ir los dedos. Mientras le daba vueltas en las manos, quiso ver mejor la hendidura. Un pedazo de papel salió de su interior, amortiguando la caída sobre la hierba. Frunció el ceño, más confundida que antes. Dejó la bota donde la encontró; entonces tomó el papel. Estaba doblado, pero podía notar que tenía escrito algo con una tinta roja que dejaron esparcir demasiado. Con serenidad, lo desdobló y leyó la solitaria palabra: ADIÓS. Entonces se dio cuenta de que no era tinta aquello que usaron, sino sangre, y por razones que ignoraba, supo lo que significaba el mensaje. Esta vez no pudo soportarlo, sintió cómo se le iba la fuerza, sintió cómo su cuerpo se inclinaba hacia atrás, atraído por la gravedad, antes de dar con el pasto. Sus ojos se cerraron; entonces perdió por completo el conocimiento.


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Continuará...

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