Rodion iba en autobús de camino al trabajo. Él estaba feliz porque era principios de agosto y eso significaba que había pocas personas peleando por un puesto en el transporte. Los estudiantes estaban de vacaciones y los que asistían a los centros educativos sólo a calentar pupitres ya se habían rendido de hacer el simulacro de interés.

Sin embargo, ése día un par de niños más o menos de la misma edad jugaban tres asientos detrás de él. Rodion los observó unos pocos segundos hasta que sus ojos se posaron sobre una mujer sentada a la izquierda de ellos. Hizo contacto visual con ella y se volvió hacia el frente. La ansiedad que sintió le hizo bajarse dos paradas antes de la suya con la intención de escapar de esa familia.

Lamentablemente para él, ésa era la parada de ellos, por lo que al verlos avanzar por el pasillo, no pudo retractarse de su decisión. Rodion saltó del último escalón y trató de huir por la calle. Llegó a la oficina y eso le hizo sentir seguridad, una seguridad que le duró el resto de la jornada.

Yendo de regreso a la parada, Rodion se topó con la mujer, quien parecía estar esperándolo. Esta sonreía. Los hoyuelos de sus mejillas eran más profundos, tenía unas arrugas de más y estaba un poco pasada de peso.

—Hola, Rody —saludó ella, con confianza—. Hacía tiempo que no te veía.

—Hola, Cintia —saludó él no muy convencido.

Ella inició una conversación que era un monólogo de qué era lo que había hecho los últimos siete años —es decir, la edad del crio más grande, pensó Rodion en un tono sarcástico que no usaba en voz alta—, lo que había sido después del liceo y a qué se dedicaba entonces. Luego, cuando dejó de hacer el recuento de su vida, cambió el tono de voz para decir:

—¿Y tú? ¿Qué haces?

—Trabajo.

—¿En qué?

—Oficina.

—¿Ah, sí? ¿Y qué tipo de trabajo?

—De oficina —continuó él, sin agregar demasiada información.

Esta era una estrategia. Las respuestas compuestas con pocas palabras, voz monótona y poca expresividad le habían servido en el pasado para quitarse de encima interlocutores indeseados. Unos pocos entendían su proceder y se retiraban al ver la ausencia de interés en la conversación. Cintia siempre fue una mujer de pocas luces, por lo que no captaba las indirectas.

Años antes, Cintia le dedicaba indirectas parecidas a Rodion y a cualquiera que, según ella, fuesen de poco valor. Rodion entendió al poco tiempo que no tenía ninguna oportunidad. Los hombres que sí obtenían su atención eran los que destacaban en deportes, baile y/o conductas machistas/misóginas y que, de paso, tenían plata.

Jocantha también tuvo -y sigue- esa clase de problemas. Muchas veces le habló de las ocasiones en que los tipos por la calle le dirigían frases zalameras y halagos ya trillados y conocidos que le hacían reírse y burlarse de los pretendientes. Ella le había contado que cuando ellos le preguntan el motivo de la risa y les responde con sinceridad, se molestan y se van.

—¿Quieres salir alguna vez?

—No, gracias —respondió Rodion pasando por su lado y yéndose sin despedirse—: yo me saco solo.

Rodion se alejaba a paso normal, resistiendo las ganas de voltearse para ver la cara de decepción de Cintia.

En ese momento de su vida, él sabía que si alguien del pasado volvía y era amigable, lo más seguro era que quisiera algo.

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