Gail

Como cada tarde, Gail despertaba de su siesta. No entendía el por qué deseaba tanto recostarse por las tardes, pero lo hacía. Era una especie en extinción, según decía su madre. Gail contenía una extraordinaria belleza. Era tan perfecto, tan hermoso que hombres y mujeres caían rendido a sus pies. Su madre era una dulce y tierna costurera, había tardado mucho en concebir a Gail. Cada noche le pedía a la Luna que le regalara un hijo. Una vez concebido, el niño fue celebrado y alabado. Gail no se esforzaba en obtener las cosas porque todos accedían a dárselas. A él le encantaba escuchar la historia sobre su gestación. Se sentaba en el regazo de su madre y se disponía a oír. Contaba su madre, que su padre era un marinero, que le llevaba muchos obsequios. Ella había quedado prendida de aquel marinero y juntos vivieron un hermoso idilio. Mientras él iba a navegar, ella zurcía y zurcía. Su esposo traía hermosas telas para que ella vistiera hermosos trajes e hiciera lindos trajecitos al bebé. Pasó mucho tiempo para que ella encargara, mientras se dedicó a cortar telas para hacer un muñeco. Escogió para el cuerpo un color verde azulado, un gris sin vida para los ojos y utilizó huesos para mantenerlo firme. Al finalizar su gran obra, ella sacaba a pasear por la comunidad de pescadores a aquel muñeco que había confeccionado, la gente se la quedaba mirando con temor y aprensión. Gail era producto de muchas noches de tejido y zurcido. Los habitantes eran cautivos: sus pieles arrancadas, sus ojos vaciados, sus bocas cortadas y sus huesos habían servido para darle vida aquel engendro del demonio, que en las tardes caía en un letargo, luego de haber bebido la savia de los cadáveres.