Relato: Condena eterna

El cardenal Emilio de Góngora y Atienza guardaba presurosamente copas y cadenas de oro y plata. Miguel Artemio, su criado, vigilaba de que nadie se acercara a la puerta. 

El prelado siempre había creído ser intocable; a cambio de generosas cantidades de dinero, los políticos utilizaban su influencia para desviar la atención de la policía cuando se anunciaban investigaciones a los principales líderes religiosos por corrupción, lavado de dinero y pederastia. Así siempre han sido las cosas en Mina Morta, y así creyó que continuarían durante el gobierno de Marina Ponteverde, a cuya campaña contribuyó grandemente.

Sin embargo, nunca pensó que aquella mujer de apariencia ingenua pudiera ser capaz de traicionar a aquellos que la llevaron al poder, mucho menos de lanzar una ley en donde los crímenes eran castigados de la manera más brutal y violenta posible.

En menos de una hora mandó a ejecutar a los principales narcotraficantes del país y a sus familias; de todas partes llegaban noticias de familia torturadas, violadas y descuartizadas vivas, de pueblos enteros incendiados con sus habitantes atrapados en sus casas, y cárceles quemadas con reos rociados en ácido industrial. En cuanto a los sacerdotes, la mitad de los que pertenecían a una vasta red de pederastas fallecieron violados y empalados; sus cadáveres se exhibieron en las afueras de las iglesias y en las plazas públicas. La otra mitad, quienes pertenecían a los rangos más altos, están en proceso de ejecución.

"¿Se va tan pronto, Su Excelencia?" , inquirió una voz masculina.

El prelado se volvió.

 Miguel Artemio yacía en el suelo con un corte en la yugular y a los pies de Manuel Salvaterra, uno de los hombres de confianza de la presidenta de Mina Morta.

El cardenal se echó para atrás mientras los soldados entraban a sus aposentos. 

"La presidenta le manda sus más cordiales saludos y que lamenta no despedirse de usted", dijo Salvaterra con ironía. 

Góngora y Atienza se echó enseguida a los pies de Salvaterra."¡Por piedad, déjeme ir! ¡Soy inocente!", exclamó el prelado, muy aterrado. "¡Yo no tengo nada que ver con las atrocidades que se me imputan!"

"¿No tiene nada que ver?", replicó Salvaterra mientras le mostraba en su celular un video. "¿Me está negando que no es usted quien aparece en este video golpeando y violando a un niño de 5 años?"

El cardenal palideció. Salvaterra añadió: "Dudo mucho que Dios bendiga las puerquezas que usted y su bola de compinches han cometido detrás de los muros de sus parroquias".

"¡Le daré lo que quiera, pero déjeme ir!"

"¿Dejarlo ir? En sus jodidos sueños lo haré. Aprehéndanlo".

Entre gritos y jadeos, el cardenal fue arrastrado hacia las afueras de la mansión cardenalicia. Ahí se encontraba una muchedumbre, la cual se limitaba a observar cómo le amarraban y le desnudaban. De inmediato, entre varios sujetaron al prelado mientras que uno de ellos, sujetando un objeto fálico al rojo vivo con unas pinzas, se acercaba con lentitud; detrás de éste se encontraba otro soldado con un mazo y un palo de madera con punta. Algunas personas entre la muchedumbre se llevaban las manos a la boca cuando vieron cómo penetraban con aquellos objetos la zona rectal del hombre que, entre gritos y lágrimas de dolor, suplicaba misericordia.

Salvaterra, quien observaba impávido cómo la vida del cardenal se apagaba lentamente con cada martillazo, se acercó al moribundo y, con frialdad, le dijo: "Ahora ya sabe qué es lo que siente un niño indefenso cuando un cerdo como usted lo viola". 

El cardenal, llorando, expiró.