Relato: La paz del horror

in #spanish5 years ago

Marina Ponteverde bebió su té caliente en el balcón del palacio presidencial. Delante de ella, alzándose como un bosque inerte, se encontraban los cadáveres de los narcotraficantes y sus familias. 

En apariencia, ella estaba tranquila; el té de manzanilla era un excelente relajante para los nervios. Lo necesitaba para aguantar la emoción que le producía ejecutar a los que consideraba los enemigos de la nación.  

Sin embargo, en su interior había toda una revolución.

Sabía que había cometido un acto imperdonable; estaba consciente que sobre su conciencia caerían las muerte de familias enteras que estaban pereciendo esa misma mañana. Familias de delincuentes reincidentes, narcomenudistas, violadores, ladrones de poca monta, funcionarios y empresarios corruptos; hombres, mujeres, niños, ancianos y jóvenes. Algunos con sus rostros desfigurados con el ácido muriático que los gatilleros les rociaron mientras leían su lista de acusaciones, y otros sufriendo las mismas vejaciones que sus familiares infringieron en su momento a sus víctimas.

No obstante, sabía que no existía otra opción. 

El país estaba podrido desde sus cimientos; los narcotraficantes se aliaron con los empresarios, con los partidos políticos y hasta con potencias extranjeras para saquear las tierras. Incluso convencían a la población de las comunidades de que se unieran a sus filas. El pueblo se quejaba de esa situación con cierta constancia; quejas hipócritas, pues éste colaboraba con la corrupción mediante los sobornos a la policía y la evasión de impuestos. A esto se añaden las burlas por internet de las que fue blanco gracias a su timidez y su inexperiencia en el gobierno, y al hecho de que la ignoraban en la mayoría de los actos oficiales.

Pero todo eso valió la pena para ella. 

Dos años planeando la forma de deshacerse de los enemigos de la nación, de ganarse poco a poco el apoyo de los más pobres, quienes se convirtieron en su escuadrón de gatilleros... Dos años de tolerar y soportar en silencio aquellas humillaciones rindieron sus frutos esa mañana. 

Un ruido la distrajo de sus pensamientos. Afuera de la sala de reunión, un par de voces discutían entre sí; la primera de ellos, la de un hombre, exigía audiencia inmediata con ella. La segunda le insistía en que debía agendar una cita. Por las amenazas de excomunión, Marina dedujo que quien había venido a verla era el padre Rodrigo Tovar, un sacerdote jesuita que oficiaba la misa en la iglesia cercana al palacio presidencial.

Asentando el té en la mesa, se dirigió hacia la puerta y la abrió de par en par. Delante de ella, un hombre de vestiduras rojas y un gorro cardenalicio. 

"¿Deseaba usted verme, padre Tovar?", inquirió Marina con una sonrisa.

El sacerdote, con seriedad, le respondió: "Sí. He venido a verle... ¡A rogarle que detenga esta masacre bestial!"

Marina miró a su secretario; con una seña, le ordenó que se retirara. Estando a solas, Marina dijo:

"Masacre bestial... Sí, un buen titular para la prensa nacional e internacional. Si yo fuera usted, lo vendería".

"¡No se burle, Marina Ponteverde! Usted no sabe lo que está provocando con estas muertes".

"Al contrario, padre. Sé perfectamente lo que estoy haciendo y me enorgullezco de ello hasta la médula de tal modo que me importa poco lo que diga el pueblo y el resto del mundo".

"Esas palabras son propias de un tirano".

"Llámeme entonces como tal, padre, porque yo no retrocederé ni me arrepentiré de mi ley y de mi decisión...".

Se acercó lentamente al sacerdote y, en un tono desafiante, añadió:

"Y si he de imponer una paz del horror para lograr que este hoyo se convierta en un paraíso, pues que así sea".

 "Que Dios se apiade de ti, hija mía, pues tus manos están llenas de sangre ahora".

"Y que Dios se apiade de usted, pues los abusos a las mujeres reciben como castigo la ley purga".

El sacerdote le miró estupefacto; Marina, con media sonrisa, añadió:

"¿Incómodo, verdad? Usted acusándome de ser tirana mientras viola a las niñas y a las mujeres. Sabe, siempre he dicho que los religiosos son las personas más hipócritas del mundo; creen que ser cristiano, musulmán, o budista los hace libres de pecado".

Antes de que el presbítero emitiera palabra alguna, el frío filo de un cuchillo pasó sobre su garganta. El sacerdote, llevándose sus manos hacia la garganta, cae al suelo estrepitosamente y fallece a los pocos segundos. Marina levantó la mirada; su secretario, respirando agitadamente, comenzó a llorar.

Fuente de la imagen: Pexels

 

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