Recuerdo esa mañana, el día que el pueblo cambió para siempre. Era un domingo de quincena. Estaba con mi familia desayunando unos ricos hot cakes con plátano y manzana en el puesto del mercado que estaba cerca de la casa. El lugar estaba lleno; algunos almorzaban caldos de mondongo, tortas de jamón y queso o de carne asada con su refresco bien frío. El ambiente era alegre y familiar, un ambiente que duró poco cuando don Máximo, el dueño de la tlapalería que estaba a unos metros del mercado, llegó corriendo hacia el puesto en donde estábamos y le pidió a doña Lety que encendiera la televisión.

Todos los comensales observamos la pantalla mientras que don Máximo comentaba que la presidenta se había reunido con los principales líderes del narcotráfico. Aquello era un hecho sin precedentes en la historia de la nación; nunca antes se había visto a un gobernante negociar con tan peligrosos delincuentes, al menos no de manera tan abierta.

En esos momentos vimos que la presidenta y los narcotraficantes estaban sentados en una mesa larga; junto a nuestra gobernante, un secretario estaba leyendo una lista de asuntos a hablar en la mesa de diálogo. La presidenta estaba sonriente en todo momento, quizás orgullosa de su triunfo en reunir a los grandes narcotraficantes bajo un mismo techo.

Al terminar la lectura, un conocido narcotraficante pidió la palabra; la presidenta se lo concedió sin apuro. El hombre pronunció entonces un discurso halagador sobre lo que se espera conseguir en aquella mesa; mientras escuchaba el discurso, un individuo entró a la sala y se acercó a la presidenta. Lo que sea que le haya susurrado en el oído hizo sonreír aún más a la mujer.

Habiendo esperado a que se terminara el discurso, la presidenta se levantó y les dijo que, antes de iniciar el diálogo, era necesario que todos se dirigieran al palco presidencial. "El pueblo quiere ver que realmente hay voluntad por parte de ustedes en preservar la paz social", les dijo mientras que, con una seña, les pedía que la siguieran.

Lo siguiente que se vio en la pantalla aún se refleja en mi memoria: Unos camiones blindados habían penetrado la plaza principal, la cual estaba rodeada de muchísimas personas. De esos camiones bajaron unos soldados portando armas de alto poder seguidos de mujeres y niños. Los rostros de los narcotraficantes fue de completa estupefacción y sorpresa.

La presidenta, aún con esa sonrisa en los labios, les dijo: "Muchas vidas se perdieron por causa de ustedes y de ellos; vidas que pudieron haber servido al país con su entrenamiento. Un desperdicio...". De inmediato señaló a una mujer, quien abrazaba a su hijo de 15 años; el soldado que estaba detrás de ellos sacó de inmediato el arma y disparó primero en la cabeza de la mujer y después del muchacho. 

Un narcotraficante, justamente el que dio el discurso, gritó de dolor y terror; la presidenta añadió: "Como dije, es un desperdicio. Lástima que no puedo decir lo mismo de sus ejércitos y sus familias".

El sonido de armas preparándose se escuchó; el camarógrafo se volvió, grabando a un grupo de soldados con metralletas. Luego volvió hacia la presidenta, quien, con la mirada dirigiéndose hacia las familias de los narcotraficantes, anunció: "Desde hoy, todo ladrón, distribuidor de droga, violador, asesino... Todo criminal se someterá a la Ley Purga. Esta ley ya fue aprobada y entra ahora mismo en vigor. Sobre qué trata la ley lo verán ahora mismo..."

Lo que sucedió después sembró en todos el horror.

Los narcotraficantes fueron ejecutados; posteriormente sus cuerpos fueron lanzados del balcón. Ahí, un grupo de hombres los desnudaron e insertaron por la zona rectal un palo de madera. Los familiares de los narcotraficantes gritaban de terror  y trataron de impedir que los soldados profanen los cuerpos de sus fallecidos; sin embargo, fueron cayendo uno a uno con un disparo en la cabeza. Los que escaparon de lo primero fueron recibidos por una estaca en sus estómagos.

La muchedumbre, estupefacta ante lo que estaba pasando, rogaban a los soldados que pararan aquella masacre. Algunos trataron de ayudar a escapar a los supervivientes, pero los soldados les dispararon directamente en la cabeza, obligando a la muchedumbre a permanecer inmóvil.

En menos de dos horas, la plaza pública de la capital se transformó en un bosque de empalados. Mientras tanto, la presidenta anunció que todo criminal será sometido a la Ley Purga junto con sus familias sin excepción. 

Aquella ley dictamina una purga cada inicio de año; durante doce horas a partir de las 5 de la tarde, podrán participar aquellos que deseen limpiar las calles de criminales y de eliminar a sus familias, pues se considerarán a éstas como cómplices de los delitos cometidos. También serán considerados cómplices a aquellos que auxilien a esas familias o al propio delincuente. Los servicios de emergencia cerrarán sus puertas durante ese lapso de tiempo; los trabajadores tendrán que portar una cinta de color azul o una rosa de cualquier color para indicar que no son delincuentes y evitar así muertes lamentables.   

La primera purga inició con la ejecución de los narcotraficantes y sus familias, extendiéndose hacia las cárceles de máxima seguridad. Ese día, miles de familias enteras fueron quemadas vivas en las instalaciones de las prisiones. Los niños recibieron una muerte menos violenta; en sus bebidas echaron un veneno indoloro y asintomático cuyo efecto se empieza a notar al cabo de diez minutos. 

La nación entera entró en pánico; en las redes sociales se convocaron a marchas pacíficas en contra de la Ley Purga. No faltaron aquellos que aprovecharon las marchas para causar desmanes y saquear negocios; sin embargo, ninguno de los saqueadores contó con que al año siguiente su familia perecería de la manera más terrible. Y delante de sus ojos. 

Los principales periódicos internacionales hicieron eco de aquellos hechos y varios líderes mundiales criticaron  a la presidenta por aquella ley tan radical; los países poderosos, en particular, amenazaron con cortar toda relación diplomática si no daba marcha atrás aquella ley barbárica. La presidenta simplemente se encogió de hombros; no le importaba en absoluto aislar al país del resto del mundo. Ese sería el precio a pagar por la paz.  

Al final, todo se convirtió en una ironía: la economía del país se fortaleció gracias a nuevos tratados y al constante apoyo a la producción local. Los países poderosos no pudieron con la tenacidad de la presidenta; de un modo u otro logró someterlos a los intereses de la nación.

La criminalidad se redujo hasta un 60 o 65%; las purgas anuales permitieron reformar poco a poco el sistema de justicia, de modo que los ciudadanos que fueron afectados por la delincuencia no tuvieran miedo de denunciar. 

Todo esto lo voy reflexionando mientras preparo mis armas para salir a la calle mientras que mi esposa y mis hijos, quienes jugaban tranquilamente Monopoly, me deseaban suerte en las ejecuciones de los delincuentes.