La tarea del testigo. Una novela por entregas. Parte 7

in #spanish6 years ago

Estimados amigos de Steemit: dejo por acá la séptima parte de mi novela La tarea del testigo, ya acercándose a su final.

Para los interesados en las partes anteriores, dejo los siguientes enlaces:
Parte 1
Parte 2
Parte 3
Parte 4
Parte 5
Parte 6

Agradecido por sus lecturas.


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Fuente

      
Encontró a Reisz aún en el comedor, a pesar de que hacía rato que había cenado. Sin esperar demasiado, el Cónsul procedió a relatarle lo que había visto la noche pasada. Reisz expresó sorpresa y también cierta diversión.
      –Confieso que me desconcierta y me intriga –dijo, moviendo la cabeza. Y agregó, con una sonrisa: –Quizás ha descubierto al asesino de Merano.
      –¿A qué se refiere?
      –¿No ha escuchado nada? La verdad es que tiene poco tiempo aquí y esas noticias se suelen ocultar a los recién llegados. Desde hace un par de meses, creo, se han cometido una serie de robos acompañados de asesinatos en la ciudad. Comenzaron un poco antes de yo llegar. Las víctimas son hombres acaudalados que, o bien vivían solos, o estaban solos en el momento del ataque. La policía ha anunciado en varias oportunidades un arresto inminente, y de hecho se han producido en un par de ocasiones, pero siempre los sospechosos se vieron libres al poco tiempo al comprobarse que no tenían nada que ver con los crímenes.
      –¿Y cree que Cesare puede ser el asesino?
–No lo tome en forma tan literal. En realidad no creo nada ni dejo de creer. Lo que me cuenta es –pareció buscar la palabra–… interesante.

      A la mañana siguiente, las dudas del Cónsul se convirtieron en sospechas al enterarse por un comensal, durante el desayuno, que se había cometido un nuevo crimen la noche en que vio al muchacho italiano abandonar el sanatorio. El hombre, mientras untaba su pan de mantequilla y bebía grandes tragos de té, comentaba la noticia sin mucha preocupación, lo que no resultó extraño al Cónsul: lo que sucedía en la ciudad no despertaban gran interés en el sanatorio. Este parecía vivir en su propio tiempo y con sus propias inquietudes. Todos los huéspedes (o pacientes) estaban de paso y, aun los que debían permanecer largos meses en el lugar, desarrollaban una especie de cortés indiferencia por lo que sucedía en el exterior.
      –Esto pone las cosas en otra perspectiva –reconoció Reisz una vez se hubo enterado también de lo sucedido–. Y sin embargo, no podemos afirmar nada. ¿Qué sabemos? Un par de coincidencias, algún hecho misterioso.
      –No podemos hacer otra cosa que salir de las dudas. A pesar de que Cesare no sea el asesino, me sentiré satisfecho si logro explicarme su inverosímil conducta.
      –¿Y qué sugiere?
      –No tengo nada que sugerir, en verdad. Todo esto me produce un sentimiento extraño. No imagino qué derecho nos asiste para realizar averiguaciones. Lo que descubramos puede no tener relación con los crímenes. Pero, por otra parte, tal vez evitemos un nuevo asesinato. Esa sería razón suficiente. Hay otra menos altruista: nos morimos de aburrimiento aquí. Sé que a usted le pasa lo mismo que a mí. Escribe cartas, lee, intenta dormir, piensa en la vida que dejó allá afuera; como si estuviéramos encerrados en una burbuja fuera del tiempo. No digo que averiguar lo que sucede con ese muchacho dará sentido a nuestras vidas, sino que nos ayudará a matar el tiempo.
      –Déjeme pensarlo. Nos reuniremos después de la noche y hablaremos.
      Luego de la comida de la noche, casi todos los huéspedes se retiraron a sus habitaciones. Unos pocos se dirigieron al salón para fumar y charlar, y otro grupo aun menor se instaló en la pequeña sala junto a la recepción, donde había un aparato de radio y se podía escuchar música. Hacía demasiado frío para estar en el jardín. Reisz y el Cónsul ocupaban asientos contiguos. Del otro lado de la estancia, un anciano dormitaba moviendo de vez en cuando la cabeza con sacudidas bruscas. Otro hombre, más joven, les deseó buenas noches y abandonó la sala.
      Hablaban en voz baja.
      –Algo de lo que dijo en la mañana me hizo pensar. Mi vida ha sido monótona, aunque de ninguna manera puedo decir que haya carecido de emociones. Me ha sido dado vivir todas las que un hombre puede vivir, a pesar de que los movimientos exteriores sugieran otra cosa. No le resultará extraña la idea: los mínimos gestos de una existencia común guardan la misma riqueza que otras estremecidas por las hazañas y las aventuras. Durante años me batí contra monstruos y espectros que sólo existían en mi imaginación, o más bien debería decir en mi espíritu, porque la palabra imaginación hace suponer que no eran reales, y puedo dar fe del efecto que esas luchas dejaron en mi vida.
      El Cónsul asintió. Él también conocía esos fantasmas.

      –Algo similar me pasaba con las mujeres cuando era joven. Yo me enamoraba, mi amor era verdadero, pero ellas no lo veían. Y si lo veían, no les interesaba. Sólo yo sabía de la existencia de mi amor –levantó los hombros y sonrió–. Volvamos al asunto. ¿Necesitamos perseguir emociones como un par de niños aburridos una tarde de domingo? ¿Y estamos dispuestos a arriesgar la vida por esa causa?
      En silencio, consideró las preguntas. Ahora lamentaba haber hablado del aburrimiento. A pesar de que, ciertamente, se aburría, no se trataba sólo de eso. Descifrar el misterio podía significar, tal vez, desprenderse de la inquietante parálisis que sentía crecer cada día en su interior. Así lo sentía.
      –No es necesario que me responda –continuó Reisz–. Ya conozco su respuesta. Sólo quería decir que lo acompañaré. Intuyo algo más que una historia de codicia y locura, y aunque no me atrae mirar en las tinieblas, a veces no tenemos más remedio que hacerlo. En estos años he cultivado una actitud que me ha convertido en un inválido, uno de esos que echan a temblar no bien ven una pistola de juguete. Y ahora, ahora de pronto, me siento como si estuviera llamado a librar la gran batalla para redimir al mundo. Es algo muy curioso ¿no? Bien, repetiré mi pregunta: ¿qué sugiere?
       –Que lo sigamos la próxima vez que cruce las puertas.
No sería fácil, precisó el Cónsul, puesto que no sabían cuándo intentaría abandonar otra vez el sanatorio.
      –Si no estoy mal enterado –dijo Reisz–, los ataques se han producido en serie. Dos o tres en el curso de una semana y luego un periodo de calma. Si lo que estamos pensando no es una ridícula fantasía, y en realidad espero que lo sea, esta misma semana ocurrirá otro atentado. Sólo debemos turnarnos para vigilar.
      Esa misma noche dieron inicio a la vigilancia en la pequeña sala con muebles cómodos y viejos que solía usarse para escuchar radio. Desde ella se tenía una visión completa de la entrada y, al mismo tiempo, era muy difícil ser notado si las luces permanecías apagadas. Lo más difícil era aguardar en el silencio y la oscuridad y no dormirse, pero tanto Reisz como el Cónsul era insomnes: contaban con su dolencia para esperar las horas que fuese necesario. Ningún incidente turbó la tranquilidad de esa primera guardia y Reisz, a quien le había tocado velar, se fue a dormir poco antes del amanecer. La tercera noche el Cónsul dormitaba en su habitación, demasiado agitado para poder conciliar bien el sueño, cuando tocaron a su puerta. Era Reisz. Lo que esperaban había sucedido. Se puso los zapatos (se había acostado vestido) y se echó un abrigo sobre los hombros.
      Llegaron al camino antes de que Cesare hubiese transpuesto las puertas. Resiz, oculto detrás de un árbol del jardín, tuvo ocasión de comprobar su extraordinaria habilidad al ascender por la reja de entrada al sanatorio y luego al descender. Antes de que se hubiese alejado demasiado, los perseguidores a su vez llegaron a la entrada y comprobaron, como esperaban, que esta sólo estaba cerrada por un pasador. Se miraron un momento antes de cruzar. Entre ambos circulaban preguntas que no se atrevían a formular pero, sin esperar más, salieron a la carretera que llevaba a la ciudad.
      Era una noche clara. La luna se había levantada hacía poco. Una luna casi llena que iluminaba la carretera de tierra con una especie de fosforescencia, haciendo resaltar los pequeños guijarros diseminados aquí y allá. El bosque a su derecha era negro, y de él venían susurros como voces elementales, anteriores a la aparición del hombre. A la izquierda, primero aisladas y luego más cerca unas de otras, se extendían tierras labradas y alguna que otra granja.
      Cesare caminaba unos veinte metros por delante, sin volver la mirada a los lados, guiado por una determinación que se diría ciega si no pareciera, al mismo tiempo, tan llena de sentido y propósito. Por momentos temían perderlo cuando cruzaba alguna curva, aunque pronto aparecía otra vez ante sus ojos: una figura difusa en sus ropas negras, perceptible bajo el resplandor lunar.


Fuente

      Marcharon durante una hora o más, a un ritmo constante, preocupados siempre por el ruido que pudieran hacer sus pasos y por la posibilidad de que Cesare volteara la cabeza y los viera, aunque no ocurrió nada de eso. Aparecieron las primeras casas y calles empedradas. Ahora sus pasos sonaban más fuertes en las calles vacías. Cruzaron un puente sobre un río poco caudaloso. Luego una plaza con bancos y una pequeña estatua blanca en el centro. Se internaron por calles estrechas durante veinte minutos más. Escucharon dar las tres en el reloj de una iglesia. Al cruzar una esquina, desembocaron en una calle bifurcada en forma de Y. Los faroles eléctricos la iluminaban con precariedad. Las casas se robaban el espacio unas a otras.
      Divisaron a Cesare de pie frente a una casa de tres plantas. Les daba la espalda. De pronto lo vieron apoyarse en las molduras de la fachada y comenzar a trepar. En el último piso había una ventana iluminada y Reisz y el Cónsul no dudaron de que se dirigía a ella.
      –¿Qué hacemos? –dijo el Cónsul.
      –Venga –Reisz se apresuró, seguido de su compañero.
      Corrieron hasta el final de la calle mientras Cesare culminaba su ascensión y, con un impulso final, entraba por la ventana del tercer piso. Golpearon con los puños en la puerta de madera.       Escucharon en el interior la voz asustada de un hombre que preguntaba qué querían y quiénes eran. Ellos siguieron golpeando. La puerta se abrió y el Cónsul pudo ver, en la penumbra del vestíbulo, una figura con bata de dormir, un ojo enrojecido del que el sueño había huido y un gran bigote canoso.
      –Vimos a un hombre que trepaba por la fachada de la casa hasta el tercer piso. Pensamos que podría tratarse de un ladrón.
      –Allí vive el señor Modena –dijo el hombre con cara de espanto. Dio media vuelta y se dirigió a la escalera. El Cónsul y Reisz lo siguieron. Después de la larga caminata, la ascensión resultó penosa para ambos amigos, y lo mismo para el anciano que los precedía, quien, mientras tanto, murmuraba cosas ininteligibles entre dientes y palpaba una gran argolla de metal de la que pendían varias llaves.
      El hombre se detuvo ante una puerta bajo la que sobresalía una línea de luz. Reisz se adelantaba para decirle algo cuando escucharon el estruendo amortiguado de un objeto de vidrio al romperse, seguido por el ruido de madera astillada. Eso bastó para que el hombre se abalanzara sobre la cerradura e introdujera una llave que separó del manojo.


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GRACIAS POR SU VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN.

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Cada vez que te leo, @rjguerra, me quedan las ganas de que no se acabe el placer de la lectura. Espero la siguiente parte. Un abrazo.

Gracias, @alidamaria. Siempre me alegra verte por acá.
Un abrazo.

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