La tarea del testigo (una novela por entregas. Parte 5)

in #spanish6 years ago

Estimada gente de Steemit: en esta ocasión presento el Capítulo 6 de mi novela.
Agradezco a quienes cada dos semanas -día más, día menos- se acercan a estas páginas.
Si quienes llegan por primera vez quieren conocer la historia desde el principio, pueden dirigirse a los siguientes enlaces: Capítulos 1 y 2, Final del Capítulo 2, Capítulos 3 y 4, Capítulo 5.

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Capítulo 6


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       El sanatorio era un espacio célibe. Sabía que se producían juegos amorosos entre los residentes, pero estaban signados por la fugacidad y la precariedad de paseos por el jardín o de un beso robado en un pasillo. Así se lo había explicado su amigo Konrad Reisz. Para él, ni aun estos encuentros fugitivos y, en definitiva cándidos, eran posibles. Su estado de nervios no le hubiera permitido la tensión de un encuentro de esta naturaleza, aun si entre las mujeres hubiese habido alguna que le despertara un poco de pasión. Había vuelto a ser inocente.

       Sólo que no podía recodar ninguna época de inocencia. Desde pequeño se había sentido atraído por las mujeres. Niñas de su edad, al principio, y luego muchachas y mujeres, cuando apenas comenzaba a asistir a la escuela. Si las amigas de su madre lo besaban se debatía en sus brazos para disimular el intenso gozo que sentía.
       Su primer contacto verdadero con una mujer fue con una prostituta, a los diecinueve años. Una experiencia estremecedora.
       En Caracas, estando en la universidad, a medida que su círculo de amigos y conocidos crecía, trató a más mujeres. Hermanas, primas, amigas de sus amigos. Mujeres de las cervecerías que visitaba acompañando a sus compañeros de clases. Mujeres en las tiendas y en las calles, a quienes que no se atrevía a mirar de frente. Se sentía contaminado por sus deseos.
       Las imágenes de las mujeres que cruzaban sus días atormentaban sus noches. En su cuarto de pensión, se pensaba a sí mismo como un anacoreta en el desierto luchando contra la tentación. Las mujeres mostraban sus muslos, sus pechos que olían a perfume y talcos, apresaban su miembro con ardientes manos de hierro. Los eremitas tenían el consuelo de la religión. Él no; se había hecho agnóstico.
      No amaba a ninguna mujer en particular. Amaba la idea de estar enamorado, y cuando pensaba en su amada ideal esta nunca tenía rostro. Las mujeres que llenaban su habitación en la madrugada sí tenían: bocas rojas de labios abultados y ojos negros, penetrantes, muy abiertos. El deseo y el amor eran experiencias separadas. Le parecía extraño que se pudiera amar y desear a la misma mujer. El amor le parecía la experiencia más grande de las que conocía. Nada se le parecía ni nada le superaba. El deseo, en cambio, le generaba dudas sobre su propia condición humana. Era algo que los hombres compartían con los animales, algo necesario para perpetuar la especie y de lo que se avergonzaba como nos avergonzamos de una tara familiar. Que las mujeres también tuvieran deseos sexuales le parecía abominable y no del todo creíble.
       En esa época publicó sus primeros poemas y cuentos. En ellos siempre aparecía una doncella; a veces huía por el bosque perseguida por un forajido o un noble depravado; a veces era una figura espectral que salía de una gruta y atraía a los hombres a un país lívido del que ya no salían.
       Un día se enamoró de una mujer real. Era la hermana de un compañero de clases a quien había ido a visitar para buscar unos libros. La muchacha lo hizo pasar, le señaló una silla y le dijo que esperara. Su compañero vino al poco rato, seguido de la muchacha, que traía una bandeja con una jarra de café y varias tazas. Para su sorpresa, se quedó con ellos. Luego la volvió a ver cuando fue a devolver los libros. Hablaron. Después la encontró en la calle. Ella bromeó con él, preguntándole si acaso la estaba persiguiendo. Él no rió. La invitó al cine, que era un espectáculo novedoso en la ciudad y aún conservaba un aura científica. En la sala oscura, ella tomó su mano. Él no supo qué hacer y, más tarde, en su habitación, se lamentó de todas sus indecisiones y prometió ponerles fin.
       El gobierno cerró la universidad por tiempo indefinido y, desoyendo las recomendaciones de su familia que lo instaban a regresar, buscó trabajo como profesor de latín y griego. Apenas era un poco mayor que sus alumnos.
       No podía dejar de pensar en la hermana de su compañero. No siempre era fácil verla. No eran novios. No eran nada. Los estudios, su excusa para ir a la casa de su compañero, ya no existían con la universidad cerrada. De pronto descubrió que amaba a una mujer y la deseaba al mismo tiempo. Esa revelación lo desconcertó. ¿Podía ser verdadero amor? ¿Podía hacer con esta muchacha lo que había hecho con la de Cumaná, a quien sus amigos habían pagado para que él dejara de ser un niño? ¿Podía –y quería– acostarse desnudo sobre ella y derramar en ella sus fluidos?
       Sabía que era eso lo que quería.
       Se preguntaba por qué era diferente tocar la piel de una mujer que la suya. Las pieles no eran nada. Más o menos elásticas, más o menos sudadas. Tocar su propia cara, sus brazos, su pecho, no tenía significado alguno para él; la sola posibilidad de cumplir estos mismos gestos sobre el cuerpo de la hermana de su antiguo compañero de clases representaba un abismo, un vértigo en el que se sumía durante horas. Desgastaba sus horas de sueño tratando de analizar sus sentimientos.


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       Meses después se enteró de la boda de la muchacha. La había visto una semana antes y, en ese momento, a pesar de que se había propuesto hablarle de sus sentimientos, fue incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Se despreció a sí mismo por su cobardía y a ella por no darse cuenta de lo que él sentía. Tenía ganas de gritar. Salió del paso recurriendo a la civilización, a los buenos modales, a la cortesía.
       Pasaron los años. La universidad fue reabierta. Rindió todos los exámenes, uno tras otro, y aprobó con notas sobresalientes. Obtuvo el título de abogado. Continuó publicando cuentos y poemas en revistas de duración efímera.
       Las mujeres se habían convertido en un problema sin solución. Iba a los prostíbulos contraído de vergüenza, cuando ya no podía sofocar más sus deseos. Detestaba el ambiente de lasciva camaradería entre los hombres que se reunían allí. Odiaba tener que escoger una mujer como un antiguo señor escogería una esclava. Cada vez más, sus deseos eran fuente de desdicha y aislamiento. Se enamoraba de beldades inalcanzables, mujeres que apenas si notaban su existencia. Sus amigos artistas tenían amantes que provenían de las barriadas populares, muchachas que hacían de dependientes en las tiendas, de costureras, de lavanderas, cuando no tenían oficios más dudosos. Él no tenía nada que decirles. No sabía cómo dirigirse a ellas. Era demasiado serio y se refugiaba en las burlas, en el sarcasmo.
       Una de estas muchachas, querida de un pintor, lo llevó hasta su cama. Sucedió así: habían estado bebiendo. Un pequeño grupo que se fue dispersando en la noche. De pronto, sólo estaban el pintor, su querida y él. El pintor estaba muy borracho y tuvo que ayudarlo a llegar hasta su casa, soportando su peso y arrastrándolo por las calles vacías. El interior de la casa estaba oscuro y olía a pinturas y solventes. Arrojó al pintor sobre un sofá, en la sala. Estaba dormido. Antes de que se diera cuenta, la mujer estaba en sus brazos, besándolo. Conoció por primera vez la presencia de una lengua que hurgaba en su boca y la presión de un cuerpo que buscaba el suyo y no se entregaba dócilmente en espera de que él la sometiera. Mientras lo llevaba a la habitación, la mujer murmuraba que le gustaban sus ojos azules y su cuerpo pequeño y delgado. Él nunca había pensado que pudiera gustar a una mujer, no de verdad, como gustan los hombres de las mujeres.
       Se marchó una hora más tarde, porque la muchacha temía que el pintor despertara.
       Semanas más tarde, cuando volvió a verla, ella parecía haber olvidado todo. Se comportaba como siempre, riendo y charlando y estando a la mano para lo que su amante quisiera. Esperó que lo invitara otra vez a su cama, pero esto no sucedió.
      Esta experiencia marcó un cambio profundo en su modo de ver las cosas. Sus amigos se referían a las mujeres como santas –sus madres y hermanas– o viciosas. Él mismo lo había pensado así, aunque tal vez con otras palabras. Ahora descubría una suerte de pureza insospechada en el sexo que lo reconciliaba con sus deseos y con los deseos femeninos. Si era un animal, pensaba, era un animal legítimo. ¿Quién o qué había hecho de él un hipócrita, un pusilánime? No tenía idea.
       Pero esto que pensaba y sentía, esta nueva compresión de su vida, no cambiaba el hecho de que seguía siendo solitario y tímido, huraño la más de las veces, con repentinos arranques de cólera seguidos por devastadores arrepentimientos, dedicado más al estudio y a la escritura que a fraternizar con sus semejantes, hombres o mujeres. Creía estar imposibilitado para la existencia común y corriente; su destino era el del enfermo, el del anormal.

       Cada tres días, en la mañana, asistía la consulta con su médico. Estaba en el sanatorio para tratarse el insomnio y sus consecuencias, así que le parecía especialmente adecuado asistir a la consulta después de una noche en vela. Por naturaleza desconfiaba de los médicos. Uno de ellos había dicho a su amigo Konrad Reisz que el aire de las montañas estimulaba el insomnio, mientras que a él lo habían mandado a las montañas a curarse el mismo mal. En el fondo estas cosas lo divertían, y lo divertirían más si el cansancio no embotara sus sentidos y su ánimo. No alcanzaba a desprenderse de los fantasmas del sueño en el curso de la vigilia. El doctor Zeller estaba convencido de que unas semanas de tranquilidad, de paseos por el bosque y de moderadas caminatas lo volverían a la normalidad. El Cónsul tomaba con escepticismo estas recomendaciones, pero, al parecer, no había nada más que hacer. Los exámenes a los que se había sometido en Hamburgo y luego al llegar a Merano confirmaban que nada marchaba mal con su organismo. Era un postrado de salud envidiable. A veces el doctor Zeller le preguntaba por sus sueños con una falta de interés manifiesta, como si cumpliera un requisito exigido por algún manual de tratamiento de enfermos nerviosos. El Cónsul le contaba lo menos posible, limitándose a encogerse de hombres y recitar una lista de vagas imágenes. Sus sueños eran un asunto privado, pensaba, tal vez con cierta incongruencia, ya que el resto de su persona también lo era y sin embargo no había tenido demasiados escrúpulos en dejarse examinar y manipular por médicos y enfermeras.
       El resto del día leía –libros en español, francés y alemán, algunos de estos últimos prestados por su reciente amigo, se amontonaban sobre su mesa de noche–, escribía cartas, daba cortos paseos por el jardín, conversaba con Reisz sobre Goethe, que también había estado en Merano; sobre Heine, a quien ambos admiraban más por su vida que por sus poemas, y sobre Kafka (a quien el Cónsul no había leído); también mantenían largas charlas sobre Caracas y Praga, sobre sus respectivos gobiernos y pueblos, sobre los otros huéspedes.
      –Hoy es sábado –le dijo a Konrad Reisz–. No he olvidado lo que me contó del enigmático tío del enigmático Cesare. ¿Cree que tendremos que esperar mucho para verlo aparecer?
       Hacía frío y el jardín estaba vacío a excepción de Cesare, sentado bajo el sol. El Cónsul y Reisz lo observaban desde la veranda.
       –Su preocupación es infundada –dijo Reisz sacando un reloj del bolsillo de su chaqueta y mirándolo–. Es puntual como un reloj suizo, si es verdad lo que afirman de los relojes suizos. En pocos minutos lo tendremos entre nosotros.
       En ese momento un hombre se acercaba por el camino que llevaba desde la reja de entrada al jardín y a la fachada principal del sanatorio. Aún estaba demasiado lejos para advertir los detalles de su persona o de su vestuario, pero al Cónsul le produjo una impresión extraña: era demasiado baja y cuadrada, con ropas negras o muy oscuras; sus largos brazos se balanceaba con exageración al desplazarse; un gran sombrero de copa, anticuado y grotesco, parecía elevarse desde sus hombros, como si la figura que se acercaba careciera de cabeza.
      Por supuesto, pensó el Cónsul, la distancia acentúa lo que pueda haber de extraño en su aspecto, cuando esté cerca de nosotros ya no lo parecerá tanto. Advirtió que Reisz lo miraba, atisbando su reacción con una sonrisa divertida. Se diría que había estimulado su curiosidad esperando este momento.
       El hombre pasaba ahora cerca de ellos y el Cónsul pudo mirarlo con más atención. En efecto, sus ropas eran negras, su sombrero anticuado y se podría decir que carecía de cuello. La impresión de una figura cuadrada también era acertada: tenía pecho de barril y un abdomen que hacía juego con él. Sobre la larga nariz llevaba unas gafas redondas de montura metálica. Los cabellos, blancos y largos, sobresalían del sombrero y caían en desorden sobre los hombros.
       El hombre pasó frente a ellos, movió la cabeza y saludó con voz sonora y agradable. El Cónsul y Reisz le devolvieron el saludo. Lo vieron dirigirse a donde descansaba su sobrino, inclinarse sobre él diciéndole unas palabras que no escucharon y erguir de nuevo su escasa estatura. Cesare abrió los ojos y se incorporó con movimientos lentos y elásticos, como un atleta que prepara su cuerpo pensó el Cónsul. Tío y sobrino comenzaron a pasear por el jardín tomados del brazo. Ambos vestidos de negro, a la distancia parecían formar una sola figura dispareja, con un lado alto y delgado y el otro bajo y grueso.
       –Bien, ya lo ha visto usted.
       –¿A qué se dedica? Me recuerda a un actor; claro que ya me había advertido sobre el carácter histriónico, pero aun así me sorprende. Se diría un actor que interpretara el papel de malvado, o tal vez un malvado que simulara ser sólo un actor.
       –Es un doctor o profesor de algo, no sabría precisar de qué. De ambas formas he oído que se refieren a él, sin que nadie haya explicado jamás a qué se debe el título. Tal vez no sea una cosa ni la otra, sino un honesto comerciante que usa ropa anticuada y exhibe modales obsequiosos.
       –Me gustaría saber más de él.
–Pregúntele al doctor Zeller. Siempre está dispuesto a charlar un rato con sus pacientes.


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       –Ah, el pobre Cesare y su tío. No hay duda de que es uno de los casos más singulares que tenemos el honor de alojar –dijo el doctor Zeller dos días después, cuando el Cónsul, extremando las precauciones para no parecer impertinente, inquirió sobre ellos–. Un caso extremo y fascinante de catatonia. Su tío lo trajo hace ya seis meses y hemos realizado algunos progresos, nada concluyente. El doctor Kircher es un gran psicólogo; aunque no he leído sus libros, la verdad. Según me contó él mismo, perteneció al grupo de estudiosos alrededor de Carl Jung en Zurich y Alemania. ¿Ha leído Las personalidades psicológicas? ¿No? Debo admitir que yo tampoco, no es mi especialidad. Soy médico, no psicólogo. Claro, Jung también es médico. Lo que quiero decir es que mi enfoque de las enfermedades nerviosas es diferente. Como sea, el doctor Kircher desarrolló sus propias teorías y se separó de Jung. No me pida que le explique en qué consisten esas teorías; nunca hemos hablado en detalle de eso. Entiendo, por lo que él mismo me ha contado, que Kircher tuvo una clínica cerca de Berlín, pero las cosas no marcharon bien y se vino a Italia, donde la familia tenía numerosas raíces. Aquí encontró a Cesare, hijo de una hermana, en el lastimoso estado en que usted lo ve. Pero qué digo, en peor estado, mucho peor. Lo trató un tiempo, hizo progresos. Al final comprendió que Cesare necesitaba más cuidados que los que podía ofrecerle él mismo y su agotada hermana, y decidió traerlo al sanatorio hace seis meses. Una decisión oportuna y acertada, si me permite decirlo.
       El Cónsul convino en que así era, no osaría ponerlo en duda, él mismo podía dar fe de la dedicación, paciencia y sabiduría de los médicos y enfermeras del sanatorio, por más que sus insomnios no hubieran desaparecido ni mucho menos, al contrario, parecían recrudecer desde que se encontraba en las montañas.
       –Una fase de adaptación, sin duda. No debe usted preocuparse por eso, ya verá cómo en unos días más estará durmiendo como un niño.
       –Volvamos al doctor Kircher, si no tiene inconveniente.
       –Ninguno, pero no sé qué más puedo decirle. Vive en la pensión Ottoburg, en la ciudad, y se acerca cada sábado. A veces viene a mitad de la semana y pide ver a su sobrino, aunque esto sucede rara vez. Entre ellos existe una relación que se diría filial, algo conmovedor y que no suele verse entre familiares de este tipo de pacientes.
       –Los enfermos mentales.
       –Eso. Al contrario, lo más común es que la gente se aparte de sus parientes, no por el miedo al contagio, que en este caso es imposible, sino por algo más difícil de definir, una especie de horror metafísico. ¿Tal vez ven en sus parientes enfermos lo que ellos mismos pudieran llegar a ser: algo menos que humanos e inmersos en un dolor indecible?
       –Resulta un poco inquietante, ¿no le parece a usted?
       El doctor Zeller rió con ganas, mientras jugaba con su estetoscopio.
       –¿Quién, el profesor? Podría decirse eso, sí, si uno es una persona impresionable. Pienso que es un hombre que ha vivido demasiado tiempo en el mundo de las ideas, de las abstracciones teóricas. No se preocupa de sí mismo, ni de su aspecto ni de lo que piensan los demás –el doctor Zeller miró su reflejo en los paneles de vidrio de un estante donde se guardaban medicamentos y pareció compararla, para su satisfacción personal, con la imagen fantasmal de Kircher–. No es algo que deba causar sorpresa. Se dice que muchos pensadores de la antigüedad, y otros no tan lejanos, mostraban similares excentricidades en el vestir o en el comportamiento. Algo inherente al genio. Llamativo, pero sin consecuencias.

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GRACIAS POR SU VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN.

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Excelente...al fin la continuación! Actualizo mi comentario cuando acabe su lectura jeje. Saludos desde México colega!

Gracias, @alonsomath. Espero tu comentario. Saludos.

Como te decía, @rjguerra, excelente iniciativa la idea de traer La tarea del testigo por aquí, sobre todo para los que no han tenido la dicha de leerla; para los que ya lo hicimos, siempre será un placer releerla. Un abrazo fuerte

Y siempre es grata tu visita y tu lectura, @nancybriti. Abrazos.

Que buena lectura, se puede disfrutar casi por separado de los capítulos anteriores. Por allí me estaré pasando. Saludos @rjguerra :)

Gracias por tu lectura, @darius86. Saludos.

Muchas gracias @rjguerra, grata lectura. Saludos

Me alegra que te haya gustado, @tresminotauros. Saludos.

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