La tarea del testigo (una novela por entregas. Parte 3)

in #spanish6 years ago (edited)

Estimados amigos de Steemit: cumpliendo mi cita quincenal, publico la tercera parte de mi novela La tarea del testigo. En esta ocasión presento los capítulos 3 y 4.
Aprovecho para agradecer a quienes han seguido hasta el momento las aventuras de mi personaje.
En los siguientes enlaces podrán acceder a las partes anteriores: 1 y 2


Fuente

Capítulo 3

                                                                                   Merano, 13 de febrero de 1930

      Mi querido Alberto:

      Como podrás ver por el matasellos, ya no me encuentro en Hamburgo, de donde partí dos días después de la extraña aventura que te conté en una carta anterior. Mi estado era lamentable al momento de escribirte, y temo que te haya causado más angustia que alegría recibir mis noticias. No era algo que pudiera contar a cualquiera –por descontado, no a mis adoradas primas ni a mi hermano, ni mucho menos a ninguno de los funcionarios diplomáticos de nuestro gobierno.
      Ahora me encuentro en el sanatorio Stefanie, en Merano, a donde los médicos alemanes me han enviado convencidos de que en el aire helado de los Alpes lograré superar las crisis de insomnio que me derriban y que constituyen, hoy, mi principal mal. Pero ya te contaré cosas de mi estadía aquí en próximas cartas; apenas estoy instalándome y no he tenido tiempo de conocer a nadie.
      La “aventura de Hamburgo” –como he terminado llamando a ese desafortunado incidente por darle un nombre que mitigue parte de su horror– me ha hecho recordar cosas que no tienen ninguna conexión con ella, o si la tienen permanecen tan ocultas a mi conciencia que no logro verlas. Pero por fuerza deben tenerlas, me digo, porque si no, no las recordara. Como puedes ver, mis razonamientos no son un dechado de lógica.
      Como sabes, luego de la muerte de mi padre fui a vivir durante un par de años con su hermano, el presbítero R. M, una eminencia, un sabio, pero también un imbécil que no sabía tratar con un niño ni atender a sus necesidades. Incurría en una severidad estúpida por causas baladíes. Un niño era un adulto pequeño e ignorante al que había que enseñar, sobre todo, latín y griego y algo de buenos modales. El juego y la “pérdida de tiempo” estaban prohibidos. Yo pasaba días y días sin salir a la calle y me asaltaban entonces accesos de desesperación y permanecía horas llorando y riendo al mismo tiempo. Pero no es de eso de lo que quiero hablarte, al menos, no en este momento.
      Durante el segundo año que estuve con mi tío, estalló una de las muchas revueltas que entonces asolaban la patria. Tenía yo, entonces, once años y ya había hecho mío el régimen de mi tío, considerándolo como la única forma posible de vida: largas horas de estudio, ninguna distracción inocente, encierro cotidiano. No es de extrañar que viviera aquella revuelta con alborozo al romper la rutina de mi vida. Las tropas revolucionarias tomaron el control de la ciudad; durante unos días volvió la calma. Luego se anunció un contraataque de las fuerzas del gobierno. Aun en el encierro de la casa parroquial se sentía la excitación de aquellos momentos.
      Semanas después se dio inicio a la batalla. Pude atisbar una pequeña parte de ella desde una habitación en el segundo piso de la vivienda, a través de las rendijas de una ventana cerrada que daba a una plaza de importancia estratégica: en ella se encontraban la casa del telégrafo y el banco. Mi tío me había ordenado quedarme en mi cuarto, situado en la parte posterior de la casa y menos expuesto a los disparos. Por supuesto, y por primera vez, no le hice caso. No puedo decir, sin embargo, que haya visto mucho. Alguien que cruzaba mi punto de visión corriendo y los disparos estallaban a su alrededor. Poco más… Yo era un testigo furtivo y feliz. Pero de pronto un hombre se detuvo en medio de la plaza. No sé por qué lo hizo. ¿Recordó de improviso algo que exigía su inmovilidad aun en ese momento tan comprometido? Desearía tener una respuesta. Lo cierto es que se quedó allí durante unos segundos larguísimos y las balas cesaron como si quieran otorgarle tiempo para que decidiera cuál sería su próximo paso. No llegó a darlo. Los disparos estallaron de nuevo por todas partes y el hombre, a quien hasta el momento veía de perfil, giró sobre sí mismo y quedó frente a mí. Su camisa estaba manchada de sangre en el pecho y el estómago. También en su cara y en los brazos se veían salpicaduras rojas, igual que si alguien hubiera soplado sobre él pintura para gastarle una broma. Algo así pensé, sin entender aún del todo lo que veía. El hombre dobló las rodillas hasta apoyarlas en el suelo, soltó el arma y se dejó caer en el polvo de la plaza. Yo debo haber gritado, y mucho, porque lo siguiente que recuerdo es a mi tío arrastrándome hasta la parte trasera de la casa.


Fuente

      Esa noche tuve pesadillas. Desperté con mis gritos a un viejo sirviente de mi tío, que acudió presuroso a tratar de calmarme. Se sentó en mi cama. Me preguntó qué había soñado. Le dije que el hombre muerto se había detenido en su carrera porque yo lo había llamado. Era culpa mía que el hombre estuviera muerto y ahora venía a reclamármelo. El viejo –negro y de pelo blanco, al servicio de la iglesia aún antes de que mi tío fuera nombrado párroco– me dijo que no, que no era mi culpa, que a veces el miedo paraliza a los hombres. Me acompañó hasta que caí de nuevo en la inconsciencia del sueño. Ya sabemos que la infancia es un tiempo propicio para todo tipo de temores y espantos, pero mi estado de aquellos días era de una sobreexcitación nerviosa que no he vuelto a vivir.
      Durante varios días, cada noche, mientras la ciudad volvía a la calma, el viejo sirviente venía a mi cuarto y me hablaba de cualquier cosa –de las beatas que perseguían a mi tío para que perdonara pecados imaginarios, del estado ruinoso de los santos de la iglesia, de su abuelo, que había sido esclavo–. Yo lo escuchaba con la misma atención y seriedad que ponía en seguir las lecciones de griego de mi tío, aunque con más placer, y al final se me cerraban los ojos. Entraba en el sueño sin temor, porque su voz y su presencia alejaban las pesadillas.
      ¿Qué poder o habilidad tenía este hombre (o las historias que contaba) para mantener apartado el miedo y el horror que para entonces eran mi compañía permanente? Con sinceridad te digo que no lo sé. A pesar de mi atención, apenas seguía lo que me contaba; más importante que sus palabras era el tono empleado, que yo recibía como una canción, un canto sosegado que disolvía el nudo de raíces espinosas que por momentos sentía crecer en mi pecho.
      Ignoro por qué te cuento estas cosas, pero ya me acostumbré a no cuestionar mis impulsos imprudentes. Al final, siempre revelan un sentido.

      Con un fuerte abrazo,

                           J.A.

●●●●●●

                                                                                   Merano, 18 de febrero de 1930

      Mi querido Alberto:

      A menudo sospeché –sin razones válidas– que fuera de nuestra tierra era más fácil encontrar temperamentos o sensibilidades más afines a las nuestras o al menos a la mía; ya sé que en tu caso eres capaz de encontrarte a gusto en cualquier lugar y entre cualquier tipo de personas. Conoces que a mí no me ocurre lo mismo. Me aterran los rugidos de la virtud antropófaga que, por fortuna, no se oyen por aquí. Yo debí nacer en Europa porque soy profundamente corrompido o sea humano.
      Ahora he tenido la oportunidad de comprobar lo que no era sino una idea nacida de la poca paciencia para la estupidez ajena: he conocido a un escritor checo con el que he establecido prontamente lazos, si no de amistad, sí de camaradería; un individuo alto y delgado que sonríe con expresión amable (y lo hace durante todo el tiempo), dice que lo heredó de una tía vieja, quien también ostentaba una permanente sonrisa; pero ninguno de los dos, dice, lo hace a propósito; sólo sonríen por timidez. Se llama Konrad Reisz y también es abogado. Anoto otra coincidencia: no ha ejercido su profesión sino por periodos muy breves.
      Pronto te daré más noticias.

      Con afecto,

                           J.A.

∞∞∞∞∞∞●●●●●∞∞∞∞∞∞

Capítulo 4

  Aunque estaba advertido, el frío de Merano lo había sorprendido como una agresión inesperada. Se dijo que ya se acostumbraría y, en efecto, así sería, al menos hasta cierto punto. Luego de tres o cuatro días, su cuerpo ya no se rebelaba en temblores repentinos, pero continuaba sufriendo mucho una persistente sensación de humedad que estaba más en su cabeza que en el clima. Los primeros días fueron claros, sin nubes. La ventana de su habitación daba a un jardín con flores, y más allá se abría un pequeño bosque cruzado por la carretera que conducía, tras pocos kilómetros, a la ciudad. El cuarto o quinto día había caído una lluvia fina que apenas había empapado la tierra.
  En el comedor ya estaba servido el desayuno, pero el Cónsul aún no había comenzado a comer. Esperaba a su reciente amigo y, mientras tanto, contemplaba a sus compañeros, tratando de imaginar los diferentes motivos de su estadía en el sanatorio. Era increíble que todos estuvieran allí por razones de salud. Parecía un grupo de hombres y mujeres, de media docena de nacionalidades diferentes, en plena temporada de vacaciones. “Como yo mismo”, pensó. Las enfermedades habían sido relegadas a la privacidad de sus habitaciones individuales y a los consultorios que visitaban con regularidad no excesiva. De todos modos, convenía no engañarse: detrás de la apariencia de normalidad aguardaba muchas veces el miedo y la desesperación, cuando no los inclementes dolores, suponía el Cónsul, sin estar en verdad seguro. Lo curioso era que, por otra parte, nadie pretendía mantener en secreto su estado: cada quien hablaba con libertad –al menos la mayoría– de sus dolencias, sin que el pudor o la discreción significaran un obstáculo mayor. Eso lo había podido constatar desde el día de su llegada, cuando a la hora de la cena una mujer joven no demasiado bonita se había dirigido a él preguntándole el motivo de su ingreso al sanatorio e inmediatamente, una vez escuchada su vaga respuesta, pasó a detallarle la afección nerviosa que la aquejaba.
  Cuando comenzaba a impacientarse llegó Reisz, sonriendo de la manera desvaída en que solía hacerlo, con el aspecto de arrastrar su flaco cuerpo, como si pesara demasiado o como si le costara coordinar los movimientos de las diferentes partes. Sin embargo, al mismo tiempo, sus pasos producían la impresión de un avance lleno de gracia y armonía. El Cónsul pensaba que esto no era posible: una de las dos imágenes tenía que ser falsa, aunque él estaba imposibilitado de dilucidarlo. Konrad Reisz tomó asiento frente a él y lo saludó, extendiendo su brazo sobre la mesa.
  –Me alegro de que se encuentre aquí. Pensaba que ya no vendría.
  –Debe disculparme. Me distraje escribiendo una carta. Perdí toda noción del tiempo.
  –No importa, en realidad. Me entretuve mucho observando a nuestros compañeros. A usted, que tiene más tiempo que yo en este lugar, tal vez ya no provoquen curiosidad, pero a mí me resultan fascinantes, sobre todo porque no sé nada de ellos, y pienso que todo es posible.
  El camarero se acercó y tomó sus órdenes.
  Reisz guardó un momento silencio. Luego dijo:
  –Sin embargo, amigo, ninguno de nosotros se considera especialmente llamativo o interesante. Llevamos nuestras dolencias, quizás nuestras peculiaridades, con un espíritu cotidiano, y no como una singularidad. Por otra parte, piense que es usted aquí el único sudamericano. Eso ya lo singulariza. No se extrañe de que usted mismo sea objeto de curiosidad.
  El Cónsul, de buen humor desde la mañana, aceptó que seguramente su amigo tenía razón, pero eso no le impedía imaginar destinos singulares para las personas que le rodeaban y con los que tendría que convivir las próximas semanas.
  –En efecto, así es. Después de todo –aceptó Reisz–, tanto usted como yo nos dedicamos a inventar historias, vidas que quisiéramos más verdaderas o más significativas que las de nuestros contemporáneos.
  –O las de nosotros mismos.
  –Un ejercicio vano, desde luego. Pero dígame, ya que estamos en eso, ¿quién le resulta interesante? ¿Quizás la señorita Diamant, que no ha dejado de mirarlo con sus ojos saltones y verdes?
  El Cónsul miró un tanto azorado a su alrededor.
  –Sí, tiene usted razón –dijo al fin. Hizo una pausa mientras el camarero disponía los platos y copas en la mesa–. Hay alguien que ha llamado mi atención, incluso más que la señorita Diamant, aunque no se encuentra aquí ahora. El día de mi llegada vi en el jardín a un joven vestido de negro, intensamente pálido, si es que la palidez puede ser intensa. Estaba echado en una tumbona bajo los árboles, con los ojos cerrados y las manos a los costados, no como quien descansa, sino como un cadáver que hubiera sido abandonado allí para que las hojas de los árboles lo cubrieran. Confieso que me alarmé. Estaba a unos diez metros de mí, y a esa distancia no podía advertir si respiraba o no, así que me acerqué dando un rodeo, simulando que paseaba y contemplaba los árboles, el juego de las luces y las sombras, la silueta cercana de las montañas. Cuando estuve suficientemente cerca noté que su pecho bajaba y subía con regularidad y sus ojos se movían bajo los párpados. No está muerto, pensé, pero tampoco parece vivo. Y en ese momento abrió los ojos. Yo estaba bastante cerca, mirándolo a la cara, con la misma indiscreción con que miramos un objeto inanimado, acaso el rostro de una pintura, un retrato antiguo. Su mirada pasó sobre mí, pero no me advirtió, o al menos no dio señales de saber que yo estaba allí. De su rostro despierto emanaba un vacío espantoso. Continúa soñando y yo debo ser una figura en su sueño, pensé, y me estremecí. Luego cerró los ojos con tanta lentitud que imaginé un mecanismo muy pequeño y muy preciso que controlaba aquel gesto. Después de eso me retiré.

Fuente

  Reisz levantó la vista. Apenas había tocado su comida.
  –El joven Cesare. Sí, un caso interesante. Puedo contar algunas cosas de él, aunque, en realidad, ninguna demasiado importante o destacada. Habrá notado que la gente habla con bastante desenvoltura de sus enfermedades. Cesare, en cambio, no dice nada. Ni de su enfermedad ni de ninguna otra cosa. Siempre come en su habitación. Acostumbra aparecer entre nosotros a media tarde, los ojos fijos en el suelo, sin mirar a nadie, aunque se diría que tampoco mira al suelo. Podría decir que transita entre los demás huéspedes como un fantasma, pero estaría exagerando en forma terrible. Digamos que es una presencia ausente, si me permite la contradicción. Ocupa el mismo mueble donde usted ya lo vio, hasta que caen las primeras sombras de la noche. Entonces se retira a su habitación y no vuelve a salir hasta la tarde siguiente. Viste siempre de negro, lo que le da un poco el aspecto de un artista de feria. Debe ser algo de familia.
  –¿Conoce a su familia?
  –Sólo a un tío que viene a verlo todos los sábados. Ya tendrá la oportunidad de verlo usted mismo y confirmar mi apreciación acerca del carácter histriónico de la familia. De cierta manera, el tío es más extraño que el sobrino, aunque a él no se le pueda acusar de mutismo. Sonríe mucho y es muy atento; sin embargo, creo que será mejor esperar para que usted mismo lo vea.
  –¿Y de su origen, qué sabe usted?
  –Creo que es italiano, pero no podría jurarlo. El tío se expresa indistintamente en alemán y en italiano, como mucha gente aquí. Y eso es, más o menos, todo lo que puedo decirle. Me temo que en vez de saciar su curiosidad, he abierto su apetito.
  El Cónsul rió. Como por solidaridad, en la mesa de al lado estalló una breve sucesión de carcajadas.
  –En cierta forma es así. En mi país siempre he sido muy reservado. La curiosidad es algo que he aprendido a disimular y, a la larga, dominar. Aquí, en Europa, sin embargo, todo me produce curiosidad, un ansia inmoderada de conocer la vida y los destinos de quienes me rodean, que es una forma pervertida del deseo de comprender.
  –Como el explorador que se encuentra entre salvajes.
  El resto del desayuno, que se prolongó hasta bien entrada la mañana, la pasaron conversando sobre el país del Cónsul, del que Reisz no sabía nada.


Fuente

  Aquella noche, como le sucedía con frecuencia, durmió mal. Al principio el sueño llegó con facilidad, una suave oscilación del mundo donde se iban borrando los recuerdos, las preocupaciones, los pesares acumulados durante una vida y su propio cuerpo. Luego la nada bienhechora.
  Dos horas después salió de ese estado. Un grito y un destello blanco lo arrojaron con violencia al mundo de la vigilia. Durante un instante quiso imaginar que tanto el grito como el deslumbrante estallido blanco venían de alguna parte de su habitación o, incluso, de fuera de ella, pero una larga experiencia con estos fenómenos le hicieron descartar esta posibilidad: sabía que todo provenía de su cerebro, de su mente, de su espíritu; como quisiera considerarlo, siempre provenían de sí mismo. El grito aún perduraba en su memoria. Era una voz de mujer; o mejor, femenina. Un ser femenino que, sin embargo, no era una mujer, porque ninguna mujer podía gritar con tan inhumana intensidad, con tanto dolor y muerte antiguas. ¿Era posible que el grito –y el relámpago– que lo había despertado se originara en un sueño? De ser así, no guardaba ninguna imagen, ninguna huella. El grito surgía nítido, estridente y lejano, ajeno a toda circunstancia, aunque cargado de resonancias malignas. ¿Y el relámpago? ¿Eran dos fenómenos diferentes que coincidían en el tiempo –si es que en el espacio interior de su mente existía el tiempo–, o una misma cosa? Hace mucho ya que se hacía estas preguntas sin encontrar respuestas que lo satisficieran. Lo que sí sabía es que ya no podría dormir en el resto de la noche y las viejas angustias volverían a disputar en su pecho.
  Aún permaneció un rato con las luces apagadas. Luego se levantó, encendió una lámpara, buscó papel y plumas. Pasó el resto de la noche escribiendo cartas a sus primas en Caracas y Cumaná, cartas amorosas y amables, desbordadas de una serenidad que no sentía.


GRACIAS POR SU VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN

Sort:  

Esta novela tuve la suerte de leerla, creo que la obtuve en una entrega que se hizo en la Casa Ramos Sucre. Mantiene el interés a lo largo de toda la trama.
El tema atrapa.
Con estas entregas he vuelto a recordar.
Saludos...

Gracias, @sandracabrera. Siempre contento de tu lectura.

Estoy disfrutando de esta novela. Cada 15 días me verás por aquí comiendo cada capítulo.
Saludos @rjguerra.
Aprovecho la oportunidad para invitarlo a la siguiente dinámica. Espero que sea de provecho.
https://steemit.com/spanish/@atrdigital0607/reesteem-a-tu-contenido-literario-1

Estás invitado a volver las veces que quieras, @atrdigital0607. Muchas gracias por tu lectura.
Ya pasé por tu post. Muy interesante lo que propones.
Saludos.

Gracias @rjguerra. Mi admiración por usted y José Antonio Ramos Sucre.

Al principio pensé que se trataba de una novela epistoalr e iba a preguntar eso, claro, me salté los dos primeros capítulos pero ya será mañana que me ponga al día, me parece estupenda la novela. La leeré. Un fragmento me encantó: "y ya había hecho mío el régimen de mi tío, considerándolo como la única forma posible de vida: largas horas de estudio, ninguna distracción inocente, encierro cotidiano".
Encierro cotidiano, tengo ciertos anhelos hacia ello en este momento. Siempre los tuve creo... Encantado amigo @rjguerra. Te seguiré leyendo. ¡Un saludo!

Muchos saludos, @ficciones; gracias por leer y comentar. La novela es, digamos, semiepistolar.
El encierro cotidiano es también para mí una tentación. De hecho, creo que es muy saludable, siempre que sea una elección y no una imposición, como le sucede a mi personaje.
Gracias otra vez por pasarte por acá.

Desde que leí ese capítulo no hacía más que ver en mi mente al Doktor Caligari y a su sonámbulo. En cuanto a Reisz, ese me recordó a Franz Kafka.

Pues es posible que de él se trate, querida @hljott. No lo afirmo ni lo niego.
Gracias por tu lectura.

Volver a leerla, un placer.

Se agradece tu opinión, @antolinamartell.
Un abrazo.

Excelente relato.

Gracias por leer, @francisaponte25. Espero que la continuación te siga gustando.

Excelente progresión de eventos. Se entrelazan personajes nuevos con los previamente presentados; se hace más complejo el personaje principal y se dejan ver los entretelones del arte de escribir. El escritor como polifacético atormentado, como actor comprometido con el público, queriendo quizás revelar más de sí mismo que de mundos ajenos. Creando sus propias ficciones de sí mismo, que han de ser las ficciones que contarán sus amigos y familiares. Esta visita intimista de un escritor a otro escritor que habla con escritores sobre la maraña de escribir, me resulta sumamente fascinante. ¿Un poder omniciente que pesa y atormenta? Si cree en él, el escritor debe ser, sin duda, quien mejor entiende a Dios.

Coin Marketplace

STEEM 0.29
TRX 0.11
JST 0.033
BTC 63458.69
ETH 3084.37
USDT 1.00
SBD 3.99