La tarea del testigo (una novela por entregas. Parte 4)

in #spanish6 years ago

Amigos de Steemit: En el capítulo 5 de La tarea del testigo nos adentramos en algunos aspectos del personaje que no habían aparecido o apenas habían sido insinuados.
Espero seguir contando con el favor de sus lecturas y comentarios.

Para leer las entregas anteriores: 1, 2 y 3.


Fuente

Capítulo 5

                                                                    Merano, 20 de febrero de 1930

      Querido Alberto:

      Con retraso considerable me llega la noticia de la muerte de mi amigo Cruz María Salmerón. Te hablé de él en algunas ocasiones, en tu casa de Caracas o en mi oficina del Ministerio, siempre casualmente, siempre con cierta reticencia que tal vez hayas advertido. El destino no fue generoso con mi amigo y yo trataba de protegerlo guardando el secreto de sus dolores, aunque ahora pienso que me protegía a mí mismo. Hay ocasiones en que vivimos los pesares ajenos como propios, pero no puedo decir que ese haya sido mi caso. Las circunstancias de mi amigo eran demasiado penosas para cometer el sacrilegio de intentar comprenderlas o compartirlas.
      Cruz María murió de lepra, recluido en su casa, junto al mar que separa a Cumaná de la aldea de pescadores en la que vivió. La terrible enfermedad asoló su juventud y lo apartó de la camaradería de los hombres y del amor de las mujeres.
      Pero antes de eso, antes de que el mal minara su cuerpo, fue el más alegre y bondadoso y valiente de los amigos. Por qué aquel muchacho fuerte, sano, que desprendía un aura de vitalidad y confianza, carente por completo, sin embargo, de presunción, escogió como amigo al triste, al callado, al mordaz e irónico, al enfermo, al inseguro de sus capacidades (poseedor, en cambio, de un orgullo satánico que sabía muy bien guardarse), es un misterio que todavía me aturde. Acepté su amistad porque no se podía hacer otra cosa. Todos nos rendíamos a él. En ese claustro de oscuras rencillas y desprecios que fue el liceo, él sabía brillar con el poder de su risa y su buena voluntad. Hasta los profesores lo respetaban. Nunca lo castigaron, que es más de lo que pueden decir la mayoría de los que pasaron por aquellas terribles aulas. A mí tampoco, pero por otras razones. Yo era el alumno aplicado, respetuoso (y atemorizado), que los profesores ponían de ejemplo. Era una condición odiosa a la que nunca llegué a acostumbrarme y que me ocasionó más de un disgusto entre mis condiscípulos.
      Durante cuatro años nos acompañamos cada día en el liceo y fuera de él –menos los periodos de vacaciones, en los que viajaba a su aldea y participaba en las faenas de pesca–. Yo lo ayudaba con sus deberes, leíamos poesía, explorábamos el cementerio de los españoles, íbamos al puerto a ver cargar y descargar los barcos y a los pasajeros embarcarse mientras soñábamos con destinos inverosímiles. También intentó, sin resultados apreciables, enseñarme a pescar. Pero, sobre todo, mantuvimos largas conversaciones, en los recesos, en el patio de mi casa bajo los árboles de sombra verde, en los paseos por las calles en los que parecíamos exploradores en un territorio extranjero. Sólo en la adolescencia se puede conversar con tanta libertad. Se diría que los adolescentes –en parte niños, en parte adultos– no conocen nada de la vida y por lo tanto sus palabras giran en el vacío, nombran lo que no conocen. En efecto, su libertad proviene de que todo en ellos es posibilidad, germen, nada ha sido asentado aún por una existencia desafortunada. Me atrevería a decir que los adolescentes se asoman al futuro como alguien que ante un horrendo precipicio sólo se goza en la contemplación de las luces y sombras, del juego de las nubes en el cielo, el paisaje magnífico que proporciona la altura, sin advertir las afiladas rocas del fondo.
      Para acabar de forma definitiva con mi infancia –la de él había terminado mucho antes– me llevó, el día de nuestra graduación de bachilleres, a una casa junto al río. Creo que no hace falta decir más para que imagines el tipo de actividad que se cumplía en el lugar. Algo sí diré, casi a pesar de mí mismo: conocí la felicidad de tener a una muchacha dormida junto a mí, la felicidad de ver su pecho subir y bajar en entregada confianza. Nunca me pesó menos el insomnio. Fue un buen regalo, aunque nunca lo agradecí suficiente.
      No estaba con él cuando diagnosticaron su enfermedad. La universidad había sido cerrada por orden del gobierno; yo preferí permanecer en Caracas y buscar un trabajo, él regresó a su pueblo. Tiempo después supe, por cartas de distintos amigos y familiares, la infausta noticia. ¿Puedes imaginar mi doloroso desconcierto? Que tan terrible enfermedad lo golpeara él, que parecía encarnar la plenitud física.
      Ya no volví a verlo. Cada vez que viaja a Cumaná me prometía (y le prometía a él en mi corazón) ir a visitarlo. Bastaría con hablarle a un pescador y en menos de tres horas estaría del otro lado del golfo. Pero nunca lo hice. No me atreví a cruzar esos cinco kilómetros de aguas plácidas que me separaban de su desgracia. Es extraño cómo, al querer apartar ciertas experiencias dolorosas, estas se convierten en aguijones que nos envenenan la sangre cada día, cada hora. Así, los pocos días que pasaba con mis familiares en Cumaná se amargaban con el remordimiento del viaje postergado, con las noticias que no podía dejar de recibir y que dibujaban la silueta de un ser cada vez menos parecido a un hombre en su apariencia física, pero que destilaba su humanidad en el dolor, en la paciencia, en la callada humildad de unos poemas sentimentales en los que dejaba constancia de su tránsito hacia la muerte. Aun esta muerte aceptada con serenidad me llenaba de pavor.
      ¿Qué pensaría mi amigo, mi hermano, de mí, que lo abandoné en la tierra yerma y cenicienta de su pueblo de pescadores, frente al mar que tanto amó? ¿Y es eso lo que importa: qué pensaría de mí?
      No quiero pintarme peor de lo que soy. Hay también pecado de orgullo en la exagerada denostación de sí mismo. En mi comportamiento había cobardía y una genuina compasión. No lástima; compasión, que es un sentimiento que hermana a todos los miembros de la especie.
      Ahora mi amigo ha muerto y ha dejado de sufrir, como tan corrientemente y con tanta ligereza se dice. Y yo no estoy seguro de mis sentimientos. Pesar, por supuesto, la sensación de una pérdida que es también la de la infancia, la de la juventud, la de las esperanzas informes; alivio, qué duda cabe, por él, y por la culpa que ahora languidecerá y terminará –al menos en eso confío– por desaparecer.
      Y sin embargo, sin embargo, mi corazón es una losa de sepulcro.

      Te saluda, afectuosamente,

             J. A.

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Fuente

                                                                    Merano, 25 de febrero de 1930

      Querido Alberto:

      Los días siguen siendo en su mayoría soleados, aunque lluvias repentinas y breves interrumpan un clima que, de otra manera, sería perfecto. Las montañas son magníficas. He realizado alguna excursión a los bosques cercanos. Pero exagero al llamar “excursión” a lo que en realidad es un paseo, una caminata en compañía de otros enfermos por senderos trillados hace siglos.

      A pesar de que ya lo sabía, me sorprende lo poco que tienen que ver estos bosques con los nuestros, salvajes y eternamente jóvenes. Descubro –tal vez es algo de lo que ya estás al corriente porque puedes colegirlo de mis libros– que estos árboles ancianos con sus secretos develados conservan para mí todo el poder de su antigua magia. Mi imaginación –mi temperamento– espera encontrar tras cada recodo del camino el palacio rodeado de espinos de la Bella Durmiente. Si así fuera, me abriría camino entre los árboles, subiría hasta su recámara y apartaría los velos que cubren su lecho. Creo que hallaría consuelo en su presencia. Pero no la besaría. ¿Para qué despertarla? No tengo las cualidades necesarias para hacer de príncipe. ¡Quién sabe qué resultaría de mi beso! La imagino como una doncella llena de sabiduría, comprensión y amabilidad. Pero, cómo, me dirás, puedes reconocer en ella todas estas bondades si está dormida. Precisamente por eso, amigo.
      Dormir no es una necesidad fisiológica, sino un estado del alma, una virtud. Se habla del sueño bendito de los niños y de la infame inconsciencia de los borrachos como de circunstancias opuestas, pero para mí no lo son. Ambos estados comparten el cese momentáneo del mundo, esta fábrica de tormentos. ¿Crees que la Bella Durmiente, en su larga siesta de cien años, habrá tenido sueños dulces o pesadillas? En realidad, no importa. Lo que cuenta es que para su felicidad ha escapado del mundo.
      Créeme que sé de qué hablo. Vine a Merano en procura de la salud. La enfermedad intestinal fue sólo un desborde de la enfermedad mental. Aún no he encontrado aquí la mejoría esperada y los insomnios siguen siendo horribles. Hay días en los que no quiero otra cosa que permanecer en la cama. Días en los que me odio a mí mismo y a la humanidad entera. Un mundo condenado a desaparecer, por la ira de Dios o por cualquier otra causa, no me parece en esos momentos una pérdida demasiado grande. Entonces bastan unas pocas horas de sueño para ser un hombre más entre los hombres.
      ¿Debería extrañarte, entonces, que una bella dormida en el bosque concite mis mejores deseos?

      Consérvate bien, y acepta la amistad de

             J.A.

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GRACIAS POR SU VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN

Sort:  

Sigo releyendo y disfrutando.
Gracias por colocar estos capítulos, @rjguerra.

Gracias a ti por leer, @sandracabrera. Saludos.

Como siempre, quedo impresionada por la semblanza, a un tiempo familiar y lejana del poeta, transfigurada en el cónsul.

Me gustaría pensar que el poeta (real) y el Cónsul (ficticio) son, al final, una misma criatura. Y si en algo me acerco a eso, me doy por satisfecho. Gracias por comentar, @adncabrera.

¡Qué bueno poder reencontrarse con tu calificada y hermosa novela, @rjguerra! (con la que siento tener una deuda). Por entregas resulta muy accesible para todos los que no han podido tener un ejemplar impreso de ella (me cuento entre algunos privilegiados).
Como apunta @adncabrera, uno de sus logros es esa cercanía que lograste a la -¿cómo decirlo?- vida-psique de Ramos Sucre a través del personaje que (re)creas.
Gracias. Saludos.

Me alegra tu comentario, @josemalavem. Creo que la "larga frecuentación", como dijera Borges, con los textos de Ramos Sucre me ayudó a acercarme, por caminos no muy racionales, a vida interior de la persona real. O algo así; te confieso que a estas alturas ya tengo un poco confundido todo. Siempre agradecido con tu lectura. Saludos.

Gracias por seguir compartiendo parte de tu obra por aquí, @rjguerra. Otros vendrán y tendrán oportunidad de leerte y leernos. Un abrazo.

Gracias a ti, @nancybriti. Seguiremos leyéndonos. Un abrazo.

Hoy un usuario muy querido me ha presentado tu perfil y le agradezco este es un magnífico trabajo, espero tener la dicha de seguir leyendo parte de tu esencia entre líneas.

Saludos
Road.

Muchas gracias por tus palabras, @roadstories. Las tomo como un aliciente para seguir escribiendo y publicando. Seguro me paso por tu blog. Saludos.

Para mi seria todo un honor, es un alivio que mi nominación de tu obra a post con calidad haya sido visto y votado por @cervantes estoy contento de que esta maravilla se pueda compartir a través de tan estupendo equipo, felicidades.

Entonces, muy agradecido. Espero que sigamos leyéndonos. Saludos.

Felicitaciones @rjguerra. Saludos un abrazo.

Gracias, @antolinamartell. Un abrazo.

Sigues deleitándonos, porque siento como si fuese hoy la primera vez que nos topamos con este cuento tuyo. Yo, que amo las cartas, las disfruté muchísimo. ¡Gracias, @rjguerra!

Vendrán más cartas, @alidamaria. Un abrazo.

Estoy releyendo la novela y redisfrutándola.

Reagradecido, @acostacazorla. Un abrazo.

Tanta pena, dolor y culpa plasmada en esa primera carta. Dolor por la desaparición física de un amigo que se extraña; culpa y tormento por haber "abandonado al amigo en desgracia". Me encantó tan dolorosa descripción.

Gracias por tu lectura, @francisaponte25. La culpa puede ser una gran motivación, tanto para lo bueno como para lo malo.

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