El segundo fue el hombre que en algún momento vi como mi modelo a seguir en el ámbito profesional. Tenía el trabajo que yo soñé durante toda mi carrera universitaria. Ostentaba muchísimos lujos. Entre ellos: varios apartamentos -el principal estaba en la mejor zona de la ciudad-, automóviles costosos y personal a su disposición. Controlaba grandes riquezas y además tenía una hermosa familia. Una bellísima e inteligente esposa, adorados hijos siendo guiados por un padre y tíos ejemplares, quienes eran los maestros de la familia y de muchas personas.

Admirando todo lo que tenía, le comenté un día sobre la doble nacionalidad y las oportunidades que ofrecía ser ciudadano europeo. Tanto para el ámbito de los negocios, como para disfrutar de su dinero. Él me dijo: “La quisiera, pero hay cosas más importantes.” No entendí. Le pregunté qué era lo que podría ser más importante. Me respondió nuevamente con una sonrisa: “Ser magistrado de la República.” En mi país para poder optar a ese cargo, no puedes tener alguna otra nacionalidad.

Para él, el éxito no eran las riquezas que ya tenía, ni tranquilidad en la vida que también disfrutaba. El éxito significaba el renombre. Dejar una huella en el mundo. Que su apellido creciera en valor.