Colgado elegantemente en la pared, el Espejo Mágico lamentaba profundamente su destino. Fantaseando con frecuencia, con volver ser un simple trozo de vidrio. Cristalino y libre, sin el peso de la malvada reina ni la responsabilidad de guardar los oscuros secretos de esta y del reino.

El Espejo Mágico ansiaba un cambio en el reino y a veces se permitía soñar qué pasaría si su profundo deseo se hiciera realidad. Sin embargo, sabía que solo era un espejo, un cobarde trozo de vidrio atrapado en su prisión de cristal.

Deseaba con todas sus fuerzas poder romperse en mil pedazos y liberarse de la presencia de la reina malvada, quien aumentaba su ego y su crueldad con cada día que pasaba. El Espejo, cansado de ver la corrupción en la que estaba sumido el reino, anhelaba la caída de la reina y el fin de su tiranía.

Sin embargo, sabía que su deseo de matarla era una locura, una idea fuera de lugar que pondría a todos en peligro. El Espejo, a pesar de su ira, se contenía y se limitaba a responder las preguntas de la reina con la falsedad y el engaño que caracterizan a los espejos mágicos cobardes.

Hasta que un día, cuando la reina se paró frente a él y como siempre lo hacía pronunció la frase: “Espejito, Espejito” … El Espejo no pudo más, sintió que el todo odio acumulado lo consumía. Quería rebelarse contra la reina, pero en vez de eso opto por responder con una mentira más. En su interior, pensó: "¿cuándo terminará todo esto?"… Entonces...

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