Tendría yo como cinco años cuando mi papá había creado una mini empresa de turismo y realizaba excursiones para aproximadamente cincuentas personas cuyo destino eran las playas que están en la costa, a cuarenta y cinco minutos de distancia de la ciudad. Era el quien hacía todo el proceso de lo que ahora llamamos publicidad, mercadeo y de todo lo concerniente a la logística. Mi familia y yo lo acompañábamos en esas excursiones pero en calidad de invitados y la salida siempre era a las seis de la mañana aunque había que estar media hora antes en el punto de encuentro que era la Plaza frente a la catedral, ubicada en pleno centro de la ciudad, donde se encontraban la mayor parte del comercio.

En relación con esto recuerdo que, cuando llegábamos a la plaza aún no salía el sol por lo que seguían encendidos los faroles que la alumbraba y, desde el regazo de mi madre, yo los observaba pues me llamaba la atención el color de su iluminación que visualmente unificaba todo, objetos y personas, a un mismo color ámbar. Y esto me parecía extraño y me hacia dudar si era el mismo lugar que recorría con mi mamá en el día cuando íbamos de compra pues a la luz del sol todas las cosas tenían su color particular. Cosas de niños.

Una vez montados en el transporte nos dirigíamos al destino pautado el cual podía ser las playas ubicadas en la población de Choroní o en las de Ocumare de la Costa. Para lo cual se debe tomar la carretera correspondiente porque cada población, aunque están dentro del parque nacional Henri Pittier, tiene acceso diferente. Son sitios turísticos muy frecuentados y particularmente Choroni es muy visitada por turistas extranjeros quienes en su mayoría son de nacionalidad alemana. Ir a esas playas es una experiencia hermosa, visualmente gratificante, porque ellas se encuentran detrás de la cordillera de la costa, por lo que hay que subir, y bajar, las montañas que la separan de Maracay, dejando atrás a esta pequeña ciudad convulsionada por el calor y el tráfico de los carros para ir internándose, a través de una carretera doble vía muy estrecha, en la selva nublada que componen dichas montañas.

Durante este trayecto nos encontramos con algunas cascadas, cuyas aguas cristalinas se deslizan continuamente por las paredes rocosas de la montaña y a medida que nos acercamos a ellas se van activando nuestros sentidos, produciéndose en nosotros la necesidad de hacer contacto con el agua, bien sea bebiéndola, tocándola, escuchando el sonido que produce cuando cae o simplemente mirándola.

También son protagonistas de este escenario una vegetación abundante donde se pueden encontrar desde matas de helecho y musgos que van forrando la montaña como si fuera su papel tapiz hasta árboles muy grandes como el Cucharón o niño (Gyranthera caribensis) que pueden medir aproximadamente cuarenta metros de altura y que comúnmente suelen albergar una diversidad de flores, como la orquídea y una enorme diversidad de pájaros.

Luego de hacer el recorrido por la montaña nos dirigíamos a las playas para disfrutar de ellas y de los ríos que tienen a un costado. Y como a las tres de la tarde, recogíamos todas nuestras pertenencias para luego abordar de nuevo el transporte que nos regresaría, ya quemaditos por el sol, a nuestra casa.

Fue en este parque donde se comenzó a generar en mí una atracción por los sitios turísticos, especialmente por aquellos cuyos ecosistemas han sido escasamente modificados por el hombre, y donde comencé a darle el valor y la importancia a la naturaleza.

Esta publicación la realicé en honor a mi padre, quien fue el que me dio la oportunidad de conocer el hermoso Parque Henri Pittier, y muchos otros, de mi querida Venezuela.