Manuel de la Vega levantó la mirada. Las cadenas le apretaban tanto que sentía que estaba a punto de perder los brazos.

La rabia le invade a medida que la gente sacaba sus teléfonos y sus cámaras para transmitir en vivo; notaba en ellos una suerte de sonrisa, como si se alegraran de lo que estuviera ocurriendo. ¿Acaso que el pueblo disfrutara tanto de las matanzas que estaban ocurriendo a lo largo y ancho del país?

Un hombre ataviado de negro estaba leyendo los cargos con una voz cantarina; 35 violaciones contra mujeres y niños fueron los delitos que cometió, todos comprobados a través de los archivos de la antigua Procuraduría, ahora Fiscalía Nacional. Generalmente lo sentenciarían a dos años, hasta tres de prisión, aunque salía a los cinco meses; así eran las cosas en los viejos tiempos.

Ahora sería condenado a muerte. La forma de morir sería por águila de sangre.

Aquello casi lo había hecho reír de no ser por el dolor punzante que sintió cuando le enterraron el cuchillo en la espalda, sacándole un grito ensordecedor; sentía cómo abrían su espalda, dejando al descubierto su cartílago. Hizo un intento en volver hacia atrás, pero una piedra que uno de los asistentes le había lanzado directo a la cabeza. Aquello le distrajo lo suficiente para no notar que el ejecutor había tomado un hacha. 

Fue el primer golpe que lo tomó por sorpresa, arrancándole un nuevo grito de dolor; sintió cómo poco a poco le abrían la espalda, como si quisieran formarle unas alas. Mientras tanto, a una distancia de él, una celebridad del internet explicaba con cierto morbo la antigüedad de tan mítica tortura que, por primera vez en el mundo y en Mina Morta, era aplicada.

El aliento de inmediato le abandonó; con la mirada fija en el suelo, vio como grandes gotas de sangre caían. Al fondo, los asistentes lanzaron vítores con alegría, celebrando su muerte y la aplicación de una justicia brutal pero expedita.