El perro que viaja en tren

Todas las mañanas me tomo el tren para ir al trabajo. Mi destino: la estación de Retiro. En numerosas oportunidades he observado un perro callejero, algo desgarbado, que viaja como si fuera uno más de nosotros, rutinarios pasajeros. Como todos aguarda en el andén la llegada del tren, sube en cuanto las puertas del vagón se abren y elige un lugar libre para permanecer allí echado, sumido en sus perrunos pensamientos, durante todo el trayecto. Ya cuando el tren se va acercando a la estación terminal se incorpora, aguarda pacientemente la apertura de la puerta más cercana y con un trote ligero gana la salida.

Fuente

Días pasados, intrigado por ese comportamiento harto metódico para un perro, me decidí a seguirlo después de que bajara del tren. No fue tarea fácil. Él, con su singular trotecito, pasaba sin problemas por entre la multitud de pasajeros que se encaminaba hacia la salida de la estación, en tanto que yo para no perderlo debí abrirme paso a empujones y de tal modo apremiado que apenas si tenía tiempo para ensayar alguna disculpa señalando a modo de excusa al perro que se escabullía, justificación esta que no era suficiente a juzgar por el reguero de insultos hacia mi persona que iba dejando detrás.

Así y todo conseguí alcanzar la salida del área de andenes con el perro en la mira. Y ya en el amplio hall de la estación pude correr con libertad suficiente como para acortar, tanto como quise, la distancia que me separaba del animal. Me mantuve unos pocos metros detrás. El perro siguió hasta la avenida del Libertador y con suma responsabilidad se detuvo en la esquina ante el semáforo en rojo que así lo ordenaba. Aguardó, prudentemente, a que cambiara a verde para cruzar ligero la avenida. Al llegar a la vereda de enfrente lo saludó un puestero, el perro por toda respuesta apenas giró el cogote y con acostumbrada indiferencia siguió por la calle que sube en dirección a Plaza San Martín.

En este punto de mi relato debo advertirle al lector que los sucesos que tuvieron lugar fueron presenciados por mí con nerviosismo creciente, con lo cual si percibiere que el relato en algún punto pierde claridad o coherencia, tal vez quiera atribuírselo a una evidente alteración de mis sentidos y no a que los hechos fueran tal como de mis palabras se deprende. Tiene mi venia para ello.

Sucedió que el perro se adentró en la plaza hasta llegar a un gomero añoso y olvidado. Allí, como custodiando el árbol, un grupo de perros parecía esperarlo. Se detuvo frente a ellos y se sentó sobre sus patas traseras. Yo atendía a la escena mal oculto tras un muro de cemento. Desde allí vi cómo los demás perros, uno por uno, se fueron acercando al perro del tren para olfatearlo y volver luego a su sitio original. El perro del tren permaneció tan inmóvil como una estatua todo el tiempo en que este curioso ritual tuvo lugar. Cuando por fin todos los perros estuvieron de regreso junto al árbol, el perro del tren se incorporó y comenzó a caminar de lado a lado dirigiendo siempre su mirada hacia la jauría. Cada tanto se detenía y se quedaba observando a alguno de los perros en particular con una expresión que rezumaba inteligencia.

Así estuvieron durante dos largas horas, hasta que el perro del tren dio por terminado el encuentro con un sonoro y único ladrido. Todos los demás respondieron con otro ladrido y, acto seguido, se dispersaron. El perro del tren permaneció todavía allí unos minutos, sentado contemplaba el árbol. Luego se acercó a él y orinó sobre una de sus raíces.

Cuando terminó, dio la vuelta y entonces me vio. Yo quedé paralizado ante su mirada interrogadora. Traté de decir algo, darle una explicación, contarle qué me había llevado hasta allí, pedirle disculpas por la intromisión. Pero me resultaba imposible hablar. Ninguna palabra arribaba a mi mente. El perro sostenía su mirada sobre mí. Mal hubiera juzgado esa mirada quien hablara de fiereza. Era en efecto una mirada inquisidora, pero no había furia en ella, ni siquiera reproche, sino más bien una paciente espera.

Una extraña fuerza me empujó hasta quedar junto al perro y de pronto me encontré olfateándolo. Tras ello, el perro me dirigió unas palabras que no pude retener, me dio una palmada en la cabeza y se fue camino a la estación.