Hasta ese momento, siempre creí que podían existir las casualidades, pensaba en que el destino no estaba escrito en piedra y cada persona era capaz de forjar su propio camino. Por un momento si, claro está, pero no todo es una obra individual. Es un equipo entre tú y algo que jamás comprenderás.

Pienso en eso varias veces y me detengo a mirar a mi alrededor; observo amigos, familias y otro poco de viejos conocidos. Descubro siempre un poco de magia, algo de trampa y sueños frustrados. No obstante, gracias a eso descubrí un hallazgo mucho más grande, algo que todavía me hace desvelar y rebobinar mis días, y es que todos, en algún momento y sin importar cómo o por qué, no siempre somos de libre albedrío.

Comprendí que la vida era un tumulto de cosas buenas y malas, que no todo tenía opción de escogerse y no siempre importaba si opinabas; ella siempre estaría ahí para observar e intervenir cuando mejor quisiera. Solo un poco, en realidad, y se siente como un empujón, casualidad o coincidencia. Por eso, algunas veces, no es el viento que te mueve y te hace girar la cabeza en la dirección correcta; es la vida y forma de actuar recordándote que no siempre obtendrás lo que querías, pero ella se encargará de llevarte a lo que necesitas.

Y eso era lo que sucedía en aquel bar un viernes por la noche; ella y yo habíamos tomado nuestro destino sin esculpir en piedra y forjado caminos separados, hicimos todo eso y más, cuando, en realidad, nunca tuvimos una verdadera oportunidad para no volvernos a encontrar. No estábamos hechos para evitarnos, aunque parecía que si para postergarnos.

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Su risa fue un golpe a las mariposas muertas de mi estómago. Siempre pensé que viviría el resto de mi vida solo para poder escucharlo, que cuando llegara cansado de mi rutina y lo devastador de una vida familiar semifuncional, únicamente tomaría el teléfono, la chaqueta y las llaves del auto para ir a dónde sea que estuviera y reiniciarme con ella. Dos años de ausencia ahora parecía haber sido toda una vida.

Creí haber visto el mismo gesto de nostalgia cruzar su mirada, pero las luces del club no me permitían contemplarla como era debido. En su lugar, vi como sonrió forzosamente y volvió a subir la guardia. Antes me habría vuelto loco con notarlo, pero ahora me parecía comprensible.

—¿Cómo has estado?—Pregunté.

Su mirada fue parecida a la niña Artemis que alguna vez conocí; midiéndome, valorándome y colocándome una calificación basado en aspectos que nunca llegué a averiguar. Aunque he de admitir que siempre parecí aprobar su análisis, por lo cual aquellas dudas nunca me robaron el sueño.

—Estoy bien, Edric. Gracias por preguntar.— Y su labio superior volvió a ser nerviosamente succionado dentro de su carnosa y sonrojada boca.

—Es bueno saberlo—Sonreí terminando el trago, tenía un nombre horrible, pero cumplió con su propósito de aplacar mis nervios—. También me encuentro bastante bien, por si lo te lo preguntabas.

—Por supuesto que me interesa saberlo—sus ojos se desviaban constantemente a un punto en específico de mi anatomía, continuaba siendo terriblemente obvia.

—Anda, solo pregunta.

Pensé que iba a obtener una reacción sorprendida de su parte, pero en lugar de eso esbozó una gran sonrisa y dijo:

—Tengo muchas dudas realmente, es decir, podría comenzar preguntando por Isla, o por los chicos...

—Sin embargo...—Me aventuré a tantear el terreno.

Rió y terminó el contenido de su copa de un solo trago:—Quiero ver tus tatuajes.

Alcé mi ceja y la contemplé. Siempre amó los tatuajes a pesar de su terrible miedo a las marcas permanentes y cicatrices, nunca lo entendí del todo, pero recuerdo vagamente algo relacionado a lo cambiante que llegaban a ser las personas y pasar su vida redefiniéndose constantemente. En algún punto asumí que eran excusas baratas y dejé de oírla, supongo que fui muy estúpido para valorar o entender lo que en ese momento quiso decirme. Ahora daría más de lo que tengo por volver al pasado y escucharla hablar de cosas extrañas para nuestra edad.

Soy un ser hecho para desear más de lo que tengo, nadie me lo inculcó, solamente nací con expectativas muy altas para mi vida y, cuando alguna se tambalea, caigo desde tan arriba que termino por romper mi cara contra el asfalto. Por eso Artemis y yo nos encontrábamos en aquella penosa situación, porque nos elevé mucho sin la seguridad de que tendríamos un colchón sobre el cual caer.

Mis deseos estaban enfundado en más de lo que alguna vez sentí por ella; además de la amistad, extrañaba la confianza y la inocencia que entre nosotros había muerto.

—Me encantaría mostrarte mis tatuajes, —Dije, mi mente se iluminó rápidamente con un idea fresca y juguetona.—pero tengo en mente algo mejor.

—¿Mejor?

—Ya me escuchaste.

No se veía totalmente convencida, pero ahí estaba, saliendo con uñas y dientes desde el fondo de su mente; la atrevida y confiada Artemis de antes. Su cabeza ladeó en un claro signo de interés y su sonrisa era una prueba tangible de la picardía humana.

—A ver, sorpréndeme.

La intensidad de su mirada se filtraba como luz entre mis grietas, parecía querer llenarme de vida solo con mirarme a los ojos. Era una lástima que yo estuviera a punto de hacerme cimientos debido a los nervios de aquel encuentro.