Una fuerza desconocida (relato de ciencia ficción) IX

in #spanish7 years ago (edited)

Esta es la novena parte de un relato de misterio y ciencia ficción.
En los siguientes enlaces puedes acceder a las anteriores:

Una fuerza desconocida I
Una fuerza desconocida II
Una fuerza desconocida III
Una fuerza desconocida IV
Una fuerza desconocida V
Una fuerza desconocida VI
Una fuerza desconocida VII
Una fuerza desconocida VIII

Ahora, disfrutad de la lectura.


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Perseguido

Es miércoles por la tarde. Aidan Carey trata de fingir que todo va bien, aunque le resulta en exceso difícil. Asiste a clases, luego de llevarse un sermón de su madre, el cual culminó con la confiscación de su Smartphone. Se distrae, durante el receso, en medio del barullo de los muchachos en el patio de la institución, donde hacen coro entre las tertulias que se forman. Bromeando y chistando (al menos intentándolo), con su nuevo grupo de amigos predilectos, de vez en cuando recuerda cierto detalle de su aventura que no llegó a contarles. Aparte, desde el mediodía ha percibido algunos cambios, los que le prometió el joven misterioso, aunque con cierta variación. Su cerebro está trabajando a una velocidad inusitada, procesa la información de manera eficaz y sus respuestas son a cada momento más acertadas. Si durante esa semana le aplicasen algún examen, quizá habría sido interesante. Aun así, no le importa realmente experimentar con sus nuevas habilidades, ni con su inteligencia, ni con aquella fuerza exacerbada que le hizo romper la puerta de su dormitorio por accidente antes de venir a la escuela.

—Miren, me traje un libro de la biblioteca —dice Verónica, sacando de su bolso un desvencijado, muy pequeño libro—. Trata sobre el Ajiva —sonríe.

—¿Por qué hiciste eso? —dice Elián, molesto.

—Ja, ja, ja. No te imaginas qué otras cosas me traje —se burla ella—. No te preocupes, lo regresaré. Me interesaba mucho ese aparatito. ¿Quieren ver cómo es?

—¡Sí! —dice Joel, emocionado.

La ilustración que les muestra la joven está bastante desgastada por el paso del tiempo. Casi no se puede apreciar con claridad lo que muestra, pero es reconocible. Una mano, en cuya palma hay una esfera carmesí incrustada hasta el punto de parecer un ojo muy abierto.

—Se ve raro, es un poco terrorífico —dice Joel.

—Muchachos, hay algo que debo decirles —dice Aidan, cuando no podía soportarlo más. Al ver la atención que le ponen, seguro debido a su expresión sufrida, continúa—: En mi última misión, ya saben, la del callejón, dejé una tecnología importante, unos pequeños objetitos.

—¿Hablas de los pequeños circuitos? —dice Elián.

—Sí.

—¿Por qué no lo dijiste antes? —dice Verónica.

—No lo sé, no pensé que fuera buena idea. Pero es seguro que pronto vendrá la policía por mí, porque tienen mis huellas.

—Hijo de… —farfulla Joel—. ¿Qué vas a hacer?

—Nada, dejaré que me lleven.

—¡¿Qué?! ¿Estás…?

—Pero ¿por qué los dejaste? —dice Elián—. ¿Es por eso que nunca nos los mostrarte?

—Obviamente es por eso. Simplemente lo olvidé; estaba apurado por salvar a la niña. Incluso dejé el campo refractor, lo cual no impidió que descubrieran el cadáver.

—¿Y no tuviste problemas con el loco por eso? —dice Joel.

—No, ni siquiera se lo mencioné.

—Pero te pudo haber leído la mente.

—Pensé que los había recogido hasta la mañana del siguiente día, cuando no los encontré. —Aidan está seguro de que eso no lo podría salvar de que el Preta se enterara, pero parece convencer a los muchachos.

—Uhm, pero… Espera —dice Verónica—. No tiene sentido.

—¿Qué no tiene sentido?

—En las noticias se dijo que un tipo descubrió el cuerpo, pero no mencionó nada del campo durante la entrevista. Así que… Debes haberlo hecho desaparecer.

—No, no lo hice… —Aidan se queda helado. Hay algo que había ignorado hasta ahora; está seguro, o eso supone. ¿Podría ser?

—¿En qué piensas, Aidan? —dice Verónica.

—No es nada. Hablemos de otra cosa.

—Si la policía viene por ti, te defenderemos —dice Joel.

—Desde luego que lo haremos —dice Verónica. Elián asiente con la cabeza.

—Gracias, muchachos —dice Aidan.

A las tres, él y Verónica se dirigen, junto con otros compañeros, al segundo piso para la última clase del día. Suben las escaleras y caminan por el pasillo. Uno de los chicos saca a colación el tema de los asesinatos.


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—Oigan, ¿supieron sobre los muertos de los rituales satánicos? —dice el joven con voz chillona.

Varias exclamaciones entre los otros chicos dan una respuesta afirmativa. Aidan se inquieta. Delante de ellos van otras dos chicas de su clase, quienes interrumpen su charla para escuchar, mirando de reojo hacia atrás. Otro de los muchachos dice:

—Un amigo de mi mamá es detective, y dice que no se tiene ninguna pista de quién pudo ser.

Más exclamaciones se intercalan unas con otras, haciendo la conversación ininteligible. Luego el mismo chico eleva su tono para agregar:

—Y también dice que la orden ahora es disparar antes de preguntar, porque los culpables deben ser muy peligrosos.

—Estás jodiendo —dice Aidan—. La policía no puede hacer eso, es contra la ley.

El comentario causó una afluencia de carcajadas. Frunce el ceño ante semejante bulo. ¿Quién sería tan idiota como para creérselo? Puede que la ciudad sea peligrosa en ciertas zonas, como algunos barrios y sobre todo el centro, pero sería tonto pensar que lo fueran a matar sin preguntar.

—No les creas —dice Verónica.

—Por supuesto que no lo hago —dice él. Luego baja la voz para agregar—: Hay otra cosa que me preocupa más, ¿sabes?

—¿Qué es?

—Hemos estado bastante ocupados con el líder de los Preta, pero ni siquiera sabemos nada de los otros.

—No hace mucha falta, ¿no?

—Podrían estar en alguna parte. Yo no los he visto, pero es lógico pensar que andan por ahí.

—Bueno, esperemos que Eros haga algo realmente útil.

—Sí. Todavía me pregunto qué se supone que hará…

Entran al aula. Mientras los alumnos están ocupados reuniéndose en pequeños grupitos para chismear sobre los crímenes, él y Verónica se dirigen a los últimos puestos. Ella va a mostrarle otra cosa que se trajo de la biblioteca, pero de inmediato llega el profesor. Todos los demás se sientan a gran velocidad, ocasionando escándalo con las patas de las sillas, al deslizarse sobre el piso.

Los primeros treinta minutos de clase pasan en paz. Los alumnos prestan atención pues el catedrático de cuarenta años que tienen enfrente es el más estricto. Sus lecciones de física son alabadas por los otros profesores, quienes le tienen en mucha estima. Aidan trata con el mayor esfuerzo posible de concentrarse, pero sigue viniendo a su mente cada uno de sus temores. A su lado, Verónica ha decidido sacar aquello que se trajo. Tras quitarse los propios, se coloca las gafas extrañas con las que pudo ver su iridiscencia. Le mira, con una leve sonrisa, y pronuncia sin hablar: «estás brillando».

Alguien interrumpe la clase, un hombre que habla desde la puerta del aula, fuera de la vista de Aidan. El profesor va a recibirlo y se queda conversando unos minutos con él. Los alumnos susurran entre ellos, sobre todo los que están sentados en una posición privilegiada para verle la cara al visitante. Una descarga de lucidez recorre la mente del joven Aidan, quien instantáneamente cae en la certidumbre de lo que ocurre. Nadie más podría venir para, de forma descarada, en mitad de la tarde, obstaculizar las enseñanzas impartidas por una figura respetada en la institución. Sabe lo que va a pasar, se pregunta si tendrá los nervios suficientes para quedarse calmado.

—Chicos, este señor que está aquí quiere hablar con uno de ustedes —dice el profesor cuando entra, seguido de Fredy, quien viste una camisa azul de mangas largas, pantalones negros y zapatos lustrados. En su cintura se ve un revólver en su funda—. Es un detective.

El detective Fredy se adelanta, echa un vistazo a todos los alumnos. Sus ojos se posan sobre Aidan con suspicacia.

—Hola, chicos, buenas tardes —saluda—. ¿Está Aidan Carey aquí?

Un murmullo le sigue a la pregunta. Todos se remueven en sus asientos. Aidan no puede evitar darse cuenta de la presencia de alguien más, parado en la puerta del aula, alguien similar a sí mismo, quien porta un guante negro en su mano izquierda. Mira hacia las ventanas, de vidrios rectangulares grandes, sin barrotes. No entiende el porqué de su posterior acción, pero de lo que sí está consciente es del miedo, del instinto de supervivencia que lo impulsa. Se pone de pie, con su mochila colgada de los hombros, aparta a sus compañeros de clase a empujones, quienes caen al piso junto con sus sillas estruendosamente. Verónica, a sus espaldas, le grita, sorprendida: «¡Aidan! ¡¿Qué haces?!». Tiene sólo un metro y medio para agarrar velocidad, pero de igual forma, cubriéndose la cara con los brazos, alcanza a romper el cristal. Se precipita de cabeza hacia un árbol frondoso que está al lado de la edificación, por las zonas cercanas al comedor. En el salón se oyen exclamaciones, gritos agudos de sorpresa. A continuación, se enfrenta con las fuertes ramas. Siente latigazos en todo el cuerpo y arañazos en la cara; rebota de un lado a otro como un muñeco de trapo. Cuando se libra de aquel intricado tramo, le sigue una caída de dos metros girando en horizontal. Termina aterrizando sobre su espalda junto con un montón de fragmentos de vidrio, con las rodillas pegadas al pecho por causa de la inercia.

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Aprovechando la posición en que cae, hace un kip-up para levantarse. Se dispone a continuar con su escape. Evalúa las opciones. Puede rodear la estructura del liceo y salir por el frente, pero está seguro de que lo esperan otros oficiales allí, así que se decide por otra cosa que, aunque imposible para cualquiera, él está seguro de lograr. Está muy cerca del comedor, por detrás del cual ve la alta pared que rodea todo el terreno institucional. A su derecha, por una esquina, aparecen unos funcionarios uniformados de la policía. Empieza a correr hacia la pared, ocultándose de la vista de los hombres (quienes gritan y se comunican entre sí mientras le persiguen) tras la edificación del comedor.

Allí está la pared de más de dos metros, solemne e inquebrantable. Salta, apoya las manos sobre ella, se impulsa para posteriormente caer de pie sobre la acera, en el exterior. No es tan difícil, piensa; echa a correr al otro lado de la calle, poco transitada. Debe pasar a través de varios barrios antes de llegar a su casa. Sin embargo, no pretende ir allí, ahora quiere escapar. Ha de ir a la estación del metro. Le esperan kilómetros por recorrer, pero confía en que los podrá franquear con facilidad.


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El mundo parece distinto. Mientras corre, con las sirenas resonando tras de sí en alguna parte, visualiza una faceta de la vida que no conocía. Hombres y mujeres, niños y niñas, caminan de aquí para allá, sumidos en sus mundos, atormentados unos, otros felices, seguros de que gozan de libertad, pero ignorantes de una verdad perturbadora. Alguien pretende dominarlos, alguien que por ahora trabaja entre las sombras, creando sus criaturas cambiaforma. No, aquel viejo de la dulcería no es el único; debe haber más. Y pronto, Preta Ajivani, junto con sus compinches, hará su movimiento, empezará su invasión, su conquista. No entiende cómo lo sabe, pero es así. ¿Podrá Eros salvarle? Lo duda. La mano de un titiritero mueve los hilos de su existencia, un titiritero que no tiene buenas intenciones, alguien que es capaz de sacrificarle si no hace lo que dice. Ahí es cuando se da cuenta de la verdad, se da cuenta de que incluso esto estaba previsto por el intruso. No podrá escapar.

En una esquina, a punto de cruzar al otro lado de la calle, se le atraviesa una patrulla, de enormes proporciones, la cual frena para obstruirle el paso. Él la salta sin problemas. Decide que debe tomar un atajo puesto que las calles no van en línea recta hacia la estación. Aprovecha que la mayoría de las casas de por allí no tienen patio y se sube con agilidad a un techo, continuando su camino sobre las siguientes viviendas. El viento le acaricia el rostro. Es asombroso. Una vez que ve que se le acabará la primera cuadra, se propone hacer algo más alocado. En el último techo, corre con todo lo que tiene y salta con un impulso inhumano que lo lleva casi hasta el otro lado de la calzada. No obstante, al ser insuficiente el esfuerzo, se da con la pared. Cae a la acera, aturdido.

Un oficial se le acerca, preparado para sacar el arma. Grita palabras que no logra entender. Parece que ya es tarde, una patrulla está estacionada a unos metros de él; varias personas observan desde lejos la escena, el tráfico está detenido. Rayos, piensa. Entonces la adrenalina se apodera de su ser, se pone de pie de un brinco y golpea en el abdomen al policía, quien sale despedido contra la puerta del vehículo. Tiene espacio para seguir huyendo. Es su oportunidad. Da dos, tres, cuatro pasos, listo para saltar al techo de nuevo, pero siente dos pequeñas punzadas en el brazo, seguidas de una fuerte descarga eléctrica. Se esfuerza por mantenerse en pie. Recuerda aquello que trae consigo. Quitándose la mochila, luego de abrirla, se pone el guante y las gafas. Otra descarga eléctrica, esta vez en su espalda. El sistema del mapa se ha descontrolado, pero, con gran denuedo, abre un agujero hacia la estación del metro y salta dentro de él.

Está aturdido, tirado en el piso. Mucha gente le observa, dentro de la estación. Ve que la esfera está muy cerca; a través de ella se puede distinguir a los policías, que se proponen cruzar el pasaje. No pierde tiempo, lo cierra. Entonces se pone de pie, tambaleándose. Las gafas casi se le resbalan. Algunas personas le preguntan si está bien, pero es incapaz de responderles. Lleva a rastras la mochila. Cuando se la va a colgar del hombro nota la presencia de un pequeño aparatito adherido a ella. Es un rastreador, seguro puesto allí por alguno de los oficiales o incluso el mismo detective. De inmediato es rodeado por hombres uniformados, apuntándole con sus armas de fuego. No tiene opción más que rendirse.


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Verónica se encuentra convencida de haberlo visto gracias a las gafas. Estaba allí, parado junto a la puerta, una copia exacta de Aidan, portando aquel guante negro. Al preguntarle a sus compañeros, todos la trataron de loca, por lo que resulta obvio. El Preta se estaba ocultando de alguna forma. Seguramente sólo Aidan le veía, quizá fue eso lo que provocó que huyera. Mientras vuelve a casa en el autobús, entre los asientos del fondo (a su lado, están Elián y Joel discutiendo acerca de lo acaecido), después que se suspendiera la clase, piensa que debe llamar a Eros, contarle. Según los rumores, que corrieron como pólvora, ya su amigo fue detenido. Es cuestión de tiempo para que sea atrapado por el Preta, tal vez incluso ya se lo ha llevado, tal vez ya lo ha transformado. Extrae el teléfono de su bolso, pero Eros se le adelanta. Su nombre se muestra en la pantalla, junto con los íconos para responder y rechazar llamada.

Continuará...

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¡Gracias por leer!

@matutesantiago93

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Muy buen post, felicidades. Ya esta votado, Si gustas podrias darle un vistazo a mi perfil ,publico todos los dias algo diferente

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Dios, qué honor .-.

excelente muy buena historia amigo sigue asi eres todo un profesional muy bueno

Editado. Hubo un fallo involuntario en una parte

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