Una fuerza desconocida (relato de ciencia ficción) III
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Intruso
De regreso en casa, se sienta en el sillón de la sala de estar, en medio de una tenue luz que se cuela a través de las gruesas cortinas de la ventana. En frente de sí, en el sofá, se halla su acompañante, o mejor dicho, el intruso. Tiene cruzadas las piernas, una postura poco usada por Aidan; sostiene una taza de humeante té con la mano izquierda. Al joven no le hace ninguna gracia eso, le da un toque vergonzoso a su imagen, y es que aquel personaje es exactamente igual a él: su voz, su rostro, estatura, cabellos y vestimenta (al menos en el momento en que le conoció). Los ojos perspicaces le atraviesan como acusándolo de algo.
—¿Qué pasa? —pregunta Aidan.
—Nada. Veo que has hecho el trabajo. ¿No dejaste ningún rastro? —responde el otro.
—Ninguno. ¿Me vas a explicar por qué haces esto? ¿O al menos me dirás tu nombre?
—Te lo expliqué. He seleccionado al grupo de personas que te darán aquello que necesito que poseas. Si hiciste bien los pasos, deberás sentir algo.
—¿Sentir algo? ¿Qué cosa?
—Probablemente una fuerza inusual, quién sabe.
—No me estás diciendo nada. ¿Para qué necesito “fuerza inusual”?
—Ah, vaya. Un adolescente que no le ve el lado divertido a esto. Te puedo mostrar algo que quizá interese a tu altruista alma.
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Se pone de pie mientras bebe el té de un trago y se acerca a Aidan, quien no puede evitar reparar en el guante negro que envuelve la mano de la taza; se le empequeñece el estómago del miedo. Su igual extiende la mano libre en dirección a su sien, con una lentitud torturadora. Aquellos dedos buscan algo en él, se aproximan haciendo movimientos suaves de forma atropellada. Cuando casi toca su piel, a milímetros del contacto, siente que una energía es transmitida a su cabeza, como una descarga eléctrica. Su mente se ve nublada de súbito, pero de inmediato ve algo.
Viaja a alta velocidad, volando a unos veinte metros del suelo. El terreno es un desierto, una planicie extensa de miles de kilómetros cuadrados, y no tiene idea del porqué de saberlo, de intuirlo así. No es el único ser humano por allí, pues abajo, formando filas interminables, desordenadas, hay centenares, incluso millones de indigentes, personas que alguna vez tuvieron sus bienes, que alguna vez fueron felices. Pasan ante sus ojos como borrones en una página gigantesca. Hay niños, adolescentes, ancianas, mujeres, hombres, todos gritando, gimiendo o discutiendo, no logra distinguir ninguna palabra. Y en su interior crece una sensación de miedo, rayando en el terror; no entiende a qué se debe, no lo sabe, pero aquel ambiente, en conjunto con los chillidos de los pobres individuos, le infunde lo que nunca llegó a experimentar en ninguna situación de peligro.
Su cuerpo en esa realidad es inmaterial, y su campo de visión abarca otros grados extra hacia arriba. Gracias a ello, se da cuenta de que su dirección en tan vertiginoso vuelo está encaminada hacia algo que se eleva a una distancia que no logra medir. Voltea para entender bien de qué se trata, pero de todas formas le cuesta darle forma. Quizá es un edificio, pero la manera en que se desarma en piezas alargadas que flotan y se alejan hacia el cielo nublado de gases de invernadero lo pone a dudar. Y lo peor es que no logra pensar bien en medio de ese trance, por lo que sólo le queda resignarse a observar. Los indigentes quieren llegar adonde está ese raro objeto, el cual ha de ser enorme y está a punto de abandonar el suelo parte por parte. Allá, en su base, parece haber un alboroto, quizá una lucha enardecida, lo suficiente como para notar movimiento a esa distancia.
Se interrumpen las imágenes. Su corazón late desenfrenado. Una vez que el mundo empieza a aparecer de nuevo ante sus ojos, se da cuenta de que está de regreso en la sala de estar, con aquel personaje sentado otra vez en el sofá. Todavía queda algo del miedo experimentado recorriendo todo su ser.
—¿Qué fue eso? —pregunta.
—Uhm, no lo sé. Dímelo tú. —Esa burla en su tono hace que se le hiele la sangre.
—Parecía un apocalipsis.
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—Creo que es obvio. Y es por eso que estoy aquí, dándote estas pequeñas misiones. Muy pronto formarás parte de algo totalmente fuera de lo normal.
—Aun así no entiendo la visión. ¿Es… real? ¿Pasará?
—¿Estarías preocupado si fuese así?
Aidan cree que nunca llegará a comprenderlo. De hecho, está seguro. Sólo puede relacionar lo que ha estado haciendo con la criminalidad, los actos de un psicópata hambriento de sangre. Y es que cabe recordar cómo fue su primer encuentro con él para darse cuenta de lo extraño. La mañana del sábado, justo después que sus padres se fueran de viaje, dejándole a cargo de la casa, se levantó con intención de ir a cepillarse cuando, desde la oscura parte baja de la cama, surgió una mano vestida con un guante de cuero negro y le sujetó el tobillo. Pegó un grito de horror, creyendo que se trataba de un ladrón que se hubiese infiltrado, pero se quedó mudo cuando se encontró con la copia exacta de su persona.
—Sinceramente no entiendo —dice al fin.
—No estás preparado. Ahora, me interesa que me cuentes qué tal te fue ayudando a la niña.
—¿Cómo sabes eso?
—Sé muchas cosas.
—Bueno…
—¿Qué?
—Me enfrenté con un tipo extraño, parecía una especie de demonio. Ya que tú eres tan raro, quisiera saber si se te ocurre algo que lo explique.
—Quizá estabas alucinando.
—¡No estaba alucinando! Tenía una piel muy dura, casi no la pude perforar con tu maldita daga. Y además, sus ojos eran rojos, su cabello estaba vivo. Cuando logré derribarlo, se convirtió en un hombre normal. ¿Qué está pasando?
Aidan está profundamente perturbado. Apoya los codos sobre las rodillas y se agarra los cabellos con ambas manos. El otro no se inmuta. Lo observa como si le mostraran una aburrida y predecible película, pero con un raro brillo en los ojos, aquel que tendría un biólogo cuando estudia el comportamiento de un espécimen exótico.
—Ya me voy —dice al fin, poniéndose de pie—. Espero y no hayas dejado huellas dactilares en la escena. Si lo hiciste, te sacaré los ojos.
Pronuncia las palabras con frialdad. Luego camina hasta la puerta y toma el pomo con la mano enguantada. Antes de abandonar por completo la casa, gira la cabeza y lanza unas últimas palabras:
—Volveré cuando encuentre al otro; ya queda poco, ve a la escuela… Ah, y por cierto, te dejé una nueva herramienta en tu cama, es algo que te servirá si tienes problemas con la policía.
Cierra la puerta, la estancia queda en silencio. El muchacho se levanta veloz y corre para abrirla de nuevo. Se asoma a la calle, buscándolo en todas direcciones. El barrio está muy quieto, ningún vecino se asoma siquiera al mundo exterior. Y el enigmático personaje parece haberse esfumado. Tal vez se fue en un vehículo silencioso, un dron o alguna máquina hecha para las escapadas. Sea como sea, ya no es posible seguirle la pista.
Aidan Carey es un muchacho cuya vida ha sido relativamente buena. Estudia, como le mandan sus padres, tiene unos cuantos amigos, ha peleado una que otra vez con algún compañero de clase, tuvo su primera novia a los quince; en general, puede admitirse entre los jóvenes que no se inclinan por las malas acciones. ¿Qué razón existe para que le ocurran esas cosas? No la hay. El intruso sólo vino, le amenazó, le dijo que era un debilucho y que por eso necesitaba energía para poder servir en sus planes. Es una lástima que no pueda ir ese mismo día a hablar con Verónica, para plantearle sus inquietudes. Pero lo hará, por supuesto, al siguiente día se levantará temprano para ser el primero en llegar a su casa de estudio. Mientras tanto, debe reflexionar, así que va a su dormitorio. Abre la puerta, ve el desorden, el armario abierto, los libros en la mesa, frente al monitor del computador, las sábanas revueltas y, sobre estas, un paquete blanco, como una caja de bordes redondeados, con una cerradura avanzada que, en apariencia, necesita de una huella dactilar para abrirse.
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Lo comprueba y resulta estar en lo cierto. Luego de colocar su índice derecho en la pequeña superficie, parecida a una pantalla, la cerradura emite un ligero chasquido antes que la caja se abra con lentitud, sin emitir ruido alguno. Dentro está un guante largo, plateado, con un extraño dispositivo alargado en la parte que corresponde al antebrazo, y junto a éste, unas gafas de vidrios transparentes. Hay una nota también, escrita con letra estilizada. Aidan la toma y lee el mensaje: “Si aprendes a usarlo, te transportará a cualquier parte en segundos”. Más tecnología, piensa. Se pregunta de dónde la sacará, si apenas en su mundo se ha dominado la computación cuántica y alguna que otra cosa sorprendente, pero nada tan avanzado como el teletransporte. Claro, tiene que tratarse de lo que sospecha, cada vez es más evidente. ¿Sabrá el intruso de sus dudas? A menos que sea capaz de leer la mente, es imposible que pueda adivinarlo.
¡Gracias por leer!
@matutesantiago93
oh wow cuando sale la siguiente parte? que me quedo enganchada!
¡Gracias por comentar! Está en proceso, trato de publicar todos los días al menos una =)
Si! para mantener la disciplina! yo nunca lo logro por eso la mayor parte de mis historias las acabo en un solo post!
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