Basado en un doloroso episodio de la vida del poeta Antonio Machado.

Súbitamente, París había dejado de ser una fiesta, como escribió Hemingway algunos años más tarde. Un ángel, primo hermano de aquél otro que le ofreciera el Cáliz Amargo a Cristo en el Huerto de los Olivos, había visitado a Leonor, para truncar aquella aparente felicidad. El regreso súbito a Soria, el aliento fresco de los antiguos dioses, que el tórrido cierzo arrastraba como un bálsamo desde las nevadas cumbres del Moncayo, lejos de atajar la enfermedad, parecían ser la corona de espinas que soliviantaba aún más, si cabe, una sentencia tan insensible como el famoso lavado de manos de Poncio Pilatos.

Siempre le gustó subir al Mirón y contemplar la ciudad al atardecer, cuando terminaba las jornadas en el Instituto y sus diez alumnos salían alborozados de la clase de ‘aquél profe que nunca suspendía a nadie’. ‘El Mirón –pensaba Antonio- es un lugar poético y a la vez misterioso, que parece guardar ecos de otros mundos y de otras vidas, que se disuelven constantemente en los profundos ríos de la Historia como sutiles pompas de jabón’.

Decían los sorianos, amantes en el fondo de las viejas tradiciones, que allí, en el pequeño campo que se levanta junto a la iglesia, un labrador encontró milagrosamente una imagen tallada en madera y muy antigua de la Virgen mientras laboraba –unos porfiaban en que la había hecho San Lucas con sus propias manos y otros decían que la había labrado el propio Santiago cuando estuvo predicando en España- y sus bueyes se negaban tercamente a avanzar por un punto determinado, posiblemente aquél mismo donde siglos más tarde se erigiera un monolito barroco con el torso de San Saturio, el Santo Patrón de Soria, con la mirada siempre perdida en el horizonte. Y aunque su corazón se sentía comprometidamente republicano, por herencia de familia y convicción, su espíritu rogaba en silencio al Dios de las Alturas, que se elevaba sobre su calle, ‘hoy a oscuras y ayer cubierta de guirnaldas’.

Por eso pensó en instalarse en una casa próxima y subir allí con Leonor todas las tardes. En realidad, con el alma destrozada por la impotencia, Antonio pensaba en las crueles metáforas de la vida y comparaba a Leonor, a su pequeña y querida Leonor, con ese mismo Sol que va dejando la ciudad de Soria atrás, camino de su eterno peregrinaje hacia el Oeste, de la misma manera que el Duero, somnoliento a su paso por la curva de ballesta que hace la ribera a la altura de la ermita de San Saturio, dirige su imparable procesión hacia Portugal, para recibir el abrazo maternal de las aguas del Atlántico.

Dos astros camino de sumergirse en las oscuras noches del alma, en cuyo vacío no se atreve a mirar ni siquiera un poeta. Noches sin fin, como un agudo dolor que se abate sobre los corazones de aquellos que reniegan de su suerte, tirando la toalla frente al pecho agostado de una matrona vencida, que se llama esperanza.

A diferencia del sol, que aparecía todos los días como una doncella encantada que se hubiera renovado en las aguas sagradas de los ríos del Edén, Leonor embarcó en la nave que nunca ha de tornar y jamás regresó. La campana de la plaza daba la una, en aquélla Soria fría, pero tan bella bajo la luna, mientras Antonio, desolado, no hacía sino pensar en regresar a aquél patio de Sevilla, donde florecía el limonero.

AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.