Tensión superficial

No era como lo imaginé. Romperla, en lugar de darme acceso a una esencia rojo magma, fue como encontrar un río frío azul petróleo. Otra cosa: no era yo quien penetraba; era eso quien lo hacía en mí.

La superficie de la piel no es sino vanidad e ilusión —pensé muchas veces—; una trama de fosfolípidos, proteínas y sales, con complejo de… impermeabilidad.

Cuando conocí a Alice, mis creencias dieron un vuelco. Abarqué su ser con una mirada involuntaria y quedé desconcertado, ella era tan suave, pero firme: su cuerpo era, a la vez, el lugar más tierno y más invulnerable. Toda ella estaba fortificada, aunque parecía absolutamente accesible. Estando al alcance de mis dedos, ni mis palabras se le acercaron. Hasta entonces yo había transitado sin inconvenientes por mar y tierra; números y letras; teoría y práctica; laboratorios y campos de prueba; salas de ensayo y auditorios repletos de receptores dispuestos a destrozar cualquier cosa. Pero nada me preparó para ella, ni para mi instinto.

Alice, le presento al Dr. Zaccary —dijo mi colega, cuando, justo antes de dar por terminado el primer recorrido con ella, descubrió mi presencia muda, en tanto que yo me creí poco menos que un insecto—, que parece no sentirse muy bien que digamos en este momento. ¿Todo bien, Doc? —me preguntó y, sin esperar la respuesta que fui incapaz de darle, siguió su camino, llevándosela, dejándome allí, atónito, con una sensación de ahogo inexplicable.

La cabeza me daba vueltas, o algo así. Yo solía tener lo que llamaba un quantum para cada cosa, para cada hecho o cuestión, una respuesta para todo. Esa tarde, me extravié en mi propio silencio; sentí que ensordecía, y no solo mi agudo intelecto sino todo mi cuerpo se habían sumido en la oscuridad, dentro de un pesado traje, con una escafandra más pesada todavía.

Largas horas de tortura indescifrable me condujeron malamente a la resplandeciente mañana de una nueva jornada, y yo temblaba como un niño tras una pesadilla y me tambaleaba como si estuviese en estado de ebriedad. No sé cómo lo hice, pero llegué al Instituto, solo 45 segundos sobre la hora. ¿Acaso había soñado todo aquello?

No.

Alice estaba allí, ¡estaba allí!

Yo comencé a sudar copiosamente y bajo mi nariz y mis brazos sentí meandros y deltas. Un alfiler helado se me clavó en la frente, y otro en la nuca. Las palmas de mis manos y las plantas de mis pies fueron, de pronto, los de un diabético.

Tropecé con la puerta de mi cubículo, retrocedí sorprendido, y al hacerlo choqué con una estantería y la tiré al piso; yo era una aterrorizada rata de laboratorio y quería escapar, porque Alice se puso de pie y vino a ayudarme.

No apartaba de mi sus ojazos y yo estaba como intoxicado, con las tripas aflojándoseme y mis piernas desapareciendo. Dr., yo… —la escuché decir, titubeando, aunque no había pronunciado palabra—, no sé qué me pasa. ¿Acaso era ella una proyección de mis propios pensamientos? Me abrazó. Me rompió, la rompí, no sé. Nos rompimos. La tensión superficial se rompió. Me vi a mí mismo, ahora un animal colosal. Me hundí con Alice en una oscuridad densa, reposada, distinta a todo. Eso: nos sumergimos en El Todo.