Cierto: me han descubierto. O mejor dicho: me han pillado con las manos en la masa. ¿Cómo, si no, pensar en hablar de un gato negro y no recordar a Edgar Allan Poe?. Ahora bien, la diferencia entre el relato de Poe y mi visión particular de los hechos, es que yo en ningún momento sentí aversión por el gato y mucho menos realicé gesto o acción alguna, encaminada a lastimarle y arriesgarme, por tanto, a sufrir su ira sobrenatural.

De hecho, frente a frente con él –yo en la sombra y el al sol, como si fuéramos los protagonistas del famoso duelo en el OK Corral- mi triste ensoñación me llevó a pensar que aquél gato, cuya mirada podía llegar a fundir cualquier metafórico cabo de vela de esa hipócrita conmiseración humana, que en ocasiones son las caricias, pudiera ser el famoso Pawocket, el compañero mágico de Kim Novak –los de cierta edad, seguro que estuvimos enamorados de ella en nuestra juventud- quien al final perdió sus poderes de bruja, cuando se enamoró del tontuelo de su vecino, que no era otra que el indiscreto James Stewart. Ya ven, me refiero a esa auténtica obra maestra del cine clásico, que lleva por título ‘Me enamoré de una bruja’.

Tampoco sé –o no lo sé a ciencia cierta- si hay brujas en Irueña o si alguna sortguiña vasco-navarra burló a los inquisidores cuando los primeros repobladores, de origen vasco –como aquellos otros, que también repoblaron los pueblos anteriores de Judes y Chaorna- se asentaron en estos montes –en cuyas depresiones el águila y la liebre juegan al ratón y al gato y la línea del tren de alta velocidad que une Madrid con Barcelona, rompe definitivamente el encanto y la soledad de sus montes y quebradas- donde siglos antes que ellos, el celtíbero danzaba al son que le marcaban los druidas, mientras soñaba con sus dioses después de la ingesta de su correspondiente tisana de muérdago.

Pero sí sé, que en Iruecha son muy devotos de una Virgen, negra también como el gato –escuchen a la sulamita reina de Saba, cuando decía aquello, constatado por Salomón en sus famosos Cantares, de: soy negra, hijas de Jerusalén, pero soy hermosa- y hasta pienso que es muy posible, después de todo, que el gato negro pudiera representar algo así como un totémico maestro de ceremonias, sin alcanzar la fama de Soseki: aquél gato socarrón que enterneciera y a la vez partiera el corazón del polémico escritor Fernando Sánchez Dragó, en cuya adolescencia fuera paseado por todo el pueblo de Castilfrío, tumbado cuan largo era, a los pies de otra Virgen Negra, la de la Carrasca –o si lo prefieren, la de la Encina- detalle por el que tan atrevido felino recibió el oportuno y popular nombre de ‘el Carrascalo’ (1).

¿Quién puede predecir realmente, lo que se esconde detrás de la mirada de un gato?. ¿O en este caso, de una pantera pigmea, que permanece inmóvil, tensos y dispuestos a saltar sus ágiles músculos a la menor señal de peligro?. Observándole, no dejaba de preguntarme, fijándome con atención en esa media luna que partía por la mitad la burbuja dorada del iris de sus ojos, si quizás en esos momentos, en el gato también actuaba esa parte primitiva y por la tanto reptiliana de su cerebro, tendente a la agresividad.

En su descargo y también en el mío, el animal permaneció inmóvil, mientras con paso lento me alejaba. Antes de doblar la siguiente esquina, donde había dejado el coche aparcado, me giré unos segundos y miré otra vez hacia el gato negro.

Créanlo o no, pero su sombra, alargada sobre el pavimento me recordó la de una pantera.

Notas, Referencias y Bibliografía:

(1) La historia de Soseki es verídica. De hecho, Fernando Sánchez Dragó la escribió en un libro, editado por la Editorial Planeta, S.A., que llevando por título ‘Soseki: inmortal y tigre’, narra cómo fueron sus años con este simpático gato, que incluso causó sensación, acompañándole en numerosas ocasiones a los platós de televisión. Un libro recomendable para los amantes de los gatos.

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