A pesar de las diferencias de personalidad y estilo que puedan existir de un autor a otro (así como de una persona a otra), he notado ciertos rasgos comunes en los escritores que comparten procedencia. En este sentido, los escritores italianos (al menos los que he leído) tienen una forma de escribir bastante directa y sencilla, no exenta de belleza y emoción. Las novelas de Alessandro Baricco, mi favorito entre los italianos, beben de la misma fuente que esa tierna obra llamada Olga de Chiara Zocchi, leída en mi juventud, y esta excelente novela de Erri de Luca.

En Los peces no cierran los ojos, un hombre recuerda un verano en la costa italiana cuando tenía diez años. ”Me arrimo a través de la escritura a mi yo de hace cincuenta años…” dice. Para él, los diez años fueron una época crucial en su vida, porque “la infancia acaba oficialmente cuando se añade el primer cero a los años”. A esa edad, no se es ni adulto aún, ni niño ya; ni siquiera adolescente, la voz aún es aguda y los juguetes, ya en desuso, aún son conservados. Entre botes de pesca, paseos solitarios por la playa y los libros, transcurren los días de este narrador que percibe y siente su cuerpo como una concha que debe resquebrajarse para dar paso a su nuevo yo, como si ese hombre en quien se convertirá dentro de algún tiempo yaciera dentro de su cuerpo, cual oruga en su crisálida.

En Nápoles “Habíamos nacido después de la guerra, éramos la espuma que queda después de la marejada” dice el autor. Y en esa Italia de la post guerra en donde “cada familia albergaba un soldado” norteamericano y sus ciudadanos dejaban atrás la guerra, es donde el narrador descubre la vida, desde una nueva óptica, gracias al amor. Era común que los chicos, a la salida de la escuela, merodearan por el instituto de chicas, pero él no lo hacía. Era un niño retraído, que se sentía inferior a los demás en las matemáticas, que no tenía muchos amigos, que no tenía muy claras las cosas... hasta que la conoció. Ella iba a la playa a leer libros policíacos, cerca de donde él se tumbaba con su madre. Tímido, él sólo la mira, es ella quien le habla primero, preguntando por qué no está con los otros niños. “No sé estar con ellos”, dice él. Ella responde “Yo soy escritora” y le cuenta que intenta no malgastar el tiempo y que escribe de animales porque no le interesan los mayores. Es una chica que, a pesar de su juventud, parece tener el mundo descifrado y eso lo cautiva, aunque no lo exprese de esa manera. No escribe frases románticas ni clichés, no escribe su nombre en la arena, ni siquiera recuerda el nombre de la chica ahora al evocarla, pero su recuerdo es claro: “Me quedaba embelesado escuchándola, mirándole la cara, incluso la boca”.

A través de sus conversaciones y de las tardes compartidas, la chica le enseña sobre el amor, la justicia, la vergüenza y despierta los celos de otros chicos que, prendados de la chica, le dan una paliza. Al recibir los golpes, piensa que quizás su cuerpo magullado y quebrado, ahora termine de resquebrajarse para dejar salir su nuevo yo. Cuando un carabinero lo visita en el hospital y él niega reconocer a los culpables, la mirada del policía y sus respetuosas palabras le hacen sentir algo nuevo: por fin, alguien, lo ha tratado como un adulto, como una persona. “Crecer conllevaba un precipicio de efectos desconocidos” piensa, como si esos golpes, la experiencia de esa pelea, signifique que está creciendo. Pero lo que cristaliza esa culminación de la niñez, es su primer beso con la chica de la playa. Al besarse, ella le pregunta “¿tú no cierras los ojos cuando besas?” y cuando se acerca la inminente separación, como toda una mujer crecida, ella le dice:

“No nos arrastraremos tras una promesa para traicionarla. Sabemos perfectamente que no volveremos a vernos. Y si ocurre, seremos diferentes y no nos reconoceremos”.

No volverán a verse. Lo saben. Entonces ¿para qué las promesas? ¿para qué la tristeza anticipada? mejor despedirse sin dramatismos. “En un cruce nos separamos, soltándonos las manos sin necesidad de más despedidas”. Pero no es sólo una despedida entre dos párvulos enamorados. Se trata de la despedida de una época, de una etapa de la vida, es el adiós a una niñez que no volverá y que fue, acaso, una experiencia de vida completa, como toda una existencia concentrada en un sólo verano. “La vida añadida más tarde, lejos de aquel lugar, no fue más que una divagación” dice el narrador.

Es un libro sencillo, romántico, lleno de ternura y de nostalgia, que habla del amor, la justicia, la vergüenza, el dolor, la palabra, la rivalidad masculina, el descubrimiento de la atracción por el otro... una novela de iniciación en la que la historia se evoca desde la sabiduría de la vejez, pero con la gracia y la sencillez de los diez años que tenía el chico aquel verano. Con frases tan bien escritas y románticas como “Desde la cima de los besos, puede uno descender después a los gestos convulsos del amor”, el libro es una grata experiencia lectora, sus 124 páginas se pasan con rapidez, pero cada frase resuena en la mente del lector durante horas, días y semanas. Aunque no hayamos pasado algún verano en la costa italiana a los diez años, sabemos exactamente a qué se refiere el autor cuando relata su aventura de lo que, para él, constituyó crecer. Una pequeña joya literaria que vale la pena leer.