Venezuela: un país escuálido
Si Venezuela era uno de los países más felices del mundo, seguramente ha descendido en el escalafón vertiginosamente. Lo más probable es que Haití esté más abajo, pero ¿a quién le importa, no? Hablemos de lo único que nos importa ¿quién es el culpable de nuestra infelicidad, de nuestra crisis? Es interesante decir que la crisis es nuestra. Nuestra también el agua que nos falta, la electricidad cuya corriente no llega a nuestros hogares; que también es nuestro el Gobierno, porque, después de todo, lo elegimos, ¿no? Y, aunque pareciera que empezó a elegirse él mismo, en algún momento, a mí no me consta. Lo que sí me consta es esa conveniencia que nos caracteriza. El venezolano, a mi ver, es el niño más rebelde de los hijos de América; tal vez porque lo ha tenido todo; es el que se burla de su mamá, hasta que esta le pega; el niño irresponsable. Y el problema de este carajito (para mantener la metáfora facilonga) es que, de tanto jugar, y a pesar de las reprimendas, se le agotó la energía y está en un conflicto serio; se ha enfermado gravemente.
Hace poco, una amiga se burlaba de mi “jipismo”, por usar el término energía, al referirme a lo que otra persona me hacía sentir. Lo hacía porque suponía que yo hablaba en términos místicos. Luego, nos quedamos sin electricidad y no pude explicarle que lo decía en términos científicos. No es un descubrimiento mío: somos máquinas que consumen y se recargan de energía, y esto va más allá: la realidad material e inmaterial es energía. Era lo que afirmaba Nikola Tesla. Y carecer de la consciencia de este importante hecho tiene consecuencias devastadoras.
Observemos ahora el país: un ecosistema con sus propios recursos, un Estado que los administra, pero un componente humano que carece de consciencia. Bajo esta afirmación vamos vislumbrando que la responsabilidad sobre nuestros recursos no cae solamente sobre el Gobierno de turno, sino que en nuestro imaginario colectivo no está consolidada la relación existente entre nuestra cualidad de ciudadanos y la de seres humanos: exigimos beneficios en cuanto lo primero, pero no nos apropiamos de nuestra responsabilidad en cuanto lo segundo. Conservar, invertir y multiplicar la energía que nos mantiene vivos es una actividad tan ajena a nosotros que solamente cuando tenemos un corte de agua y electricidad, nos percatamos de su importancia vital.
Ahora, no caigamos en el mojón recurrente “salvemos el planeta”. Vamos a las difíciles instancias prácticas. Parte de nuestras exigencias a las entidades competentes en cuanto a servicios públicos debería ser que se nos asigne, como ciudadanos, el sostenimiento real, material, de los sistemas proveedores de recursos, a través de impuestos (Impuestos reales) e, incluso, por medio de contralorías públicas. Yo sé muy poco de política y es esa la razón por la que no suelo opinar, pero algo sé y es que la gestión de los recursos que consumimos tendrá que pasar sin duda a manos de las mismas comunidades; que, de a poco, tendremos que comprender la pertinencia de administrar nuestra energía y hasta que no se trate de que cada sector construya su propio sistema de abastecimiento, será que sostengamos, de las maneras ya dichas, estos sistemas. Y parece un tanto loco pensarlo ahora, cuando apenas podemos alimentarnos semanalmente, pero no lo será en la medida que comprendamos el inexorable vínculo que tenemos con estos, al tiempo que la humanidad avanza hacia la escasez irreversible del agua.
¿Una medida comunista? Tal vez. Pero, ojo, yo apenas he leído a Marx. Me atrevo a decir que es una medida humana responsabilizarnos de nuestros recursos y profundizar en mecanismos cada vez más sustentables de supervivencia, aprovechando la lógica de la integración y las posibilidades de un mundo que, así como se autodestruye, va descubriendo de a poco las alternativas para su subsistencia. Pero mientras esto pasa, será un buen ejercicio vernos como el niño sumamente agotado, enfermo, sin la energía que representa el trabajo, el flujo de dinero, los servicios básicos; un cuerpo escuálido, carente de vitalidad. Y así, preguntarnos ¿qué hacer para recomponernos?
No profundizaré en el tema de nuestro rentismo, pero mucho se nos advirtió que nos pasaría factura. Y cuando veo las largas colas para abastecernos de unos cuantos litros de agua, en manantiales o fuentes ubicadas en parques, caigo en la cuenta de que puede que uno sea un pajudo, un “hippie”, como sugería mi amiga; un intento de poeta al que se le ocurrió, de repente, hablar de un asunto menos elevado, menos intemporal, etc. Pero sí hay una gran lección, una muy poética después de todo, reflejada en el drama que estamos viviendo. No nos hemos apropiado de lo que nos pertenece por naturaleza; no lo controlamos. Veo en todo esto una clara señal de que esta crisis sí es nuestra y que los responsables de esta infelicidad no son solo Maduro y su gabinete y tampoco Trump y su Imperio.
Ahora, táchenme de soñador, puedo sobrellevarlo.
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