Una fuerza desconocida (relato de ciencia ficción) VII
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Biblioteca (I)
Muy temprano, a las seis treinta, Aidan se halla a orillas de un parque infantil, cuyos columpios, tiovivo, balancines y toboganes están viejos, oxidados, casi inservibles. Es un lugar apartado, donde nadie suele venir, remanente de aquellos tiempos cuando las personas no solían estar enfrascadas en sus tablets, smartphones y computadoras. Nuestro protagonista trae puesta ropa deportiva: una camiseta gris, pantalones de tela ligera y zapatillas de correr. Guarda en la mochila, que cuelga de su hombro, el guante con las gafas, y el pequeño “bolígrafo”. Ahora mismo piensa que no debió venir tan temprano, pues se ve obligado a lidiar con aquello que le atormenta, aquello que le hace sentir miedo. Se ha manifestado en forma de pesadillas que casi no le dejaron dormir. Tal vez tiene oportunidad de descubrir nueva información sobre el intruso, pero todo en detrimento de las esperanzas, lo cual, piensa, pone en peligro su cordura.
Pasados unos minutos lentos, eternos, un taxi autónomo se detiene frente a él. Verónica se apea, vestida con una blusa negra, pantalones vaqueros y botas de cuero. Un pequeño bolso cuelga de su hombro. Le sonríe al verlo, sus ojos ocultos tras unas gafas de sol, mientras el automóvil da la vuelta para regresar por donde vino. Se saludan con un apretón de mano.
—Llegas temprano —dice Aidan.
—La puntualidad es muy difícil en una ciudad tan poblada. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Como veinte minutos. Por cierto, lindas gafas.
—Gracias… Uhm, tal vez los muchachos se tarden. Vayamos a sentarnos en el tiovivo, ¿sí?
—De acuerdo.
—¿Has dormido bien? —dice Verónica, una vez sentados en el oxidado tiovivo.
—¿Por qué la pregunta? No creo que te preocupe mi bienestar.
—Te ves pálido, Aidan. Creo que a cualquiera le preocuparía.
—Mmmm, no he dormido para nada bien.
—¿Pesadillas?
—Sí. Lo que me contaron ayer no fue muy esperanzador, la verdad. Me fue inevitable sentirme como si estuviera atrapado.
—Entiendo. Yo también tuve problemas para dormir. Enterarse de cosas como esas en una noche puede cambiarte la vida. Pero no creo que deba uno desesperarse.
—¿Y qué se supone que haga?
—Tomártelo con calma. A veces ocurren cosas horribles, ¿sabes? A todo el mundo le pasa, y no los ves llenos de pánico.
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Que Verónica intente consolarle le parece tan inusitado; se pregunta si no estará soñando. Sus palabras no son muy alentadoras, en efecto, sólo dice la verdad, sin mentiras blancas, sin exagerar afirmando que todo irá bien. Aunque piensa que no le sirve de mucho, de pronto se siente a gusto conversando con ella, las palabras salen con mayor facilidad; incluso llegan a sonreír juntos. Y así pasan los minutos, treinta minutos, en los que ninguno de los chicos llega aún.
—Tienes una novia muy bonita, por cierto. Se llama Ariadna, ¿verdad? —dice Verónica.
—Ah, sí, así se llama —dice él.
—¿Cómo la convenciste de…?
—Jo, créeme, es una larga historia.
—Ya me lo imaginaba —dice ella sonriendo—. Oh, mira, ahí llegan.
Otro taxi autónomo se detiene frente al parque. Joel, Elián y Eros bajan de él. Vienen, como si hubiesen compartido el pensamiento con Aidan, en ropa deportiva. Mientras se aproximan, Verónica va a su encuentro, saluda a cada uno con un beso en la mejilla y luego los acompaña hasta el tiovivo.
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—¿Por qué tardaron tanto? —inquiere Aidan.
—A Joel le da miedo viajar solo —dice Elián.
—¡No es cierto! —protesta Joel.
Se inicia una discusión en donde Joel y Elián hablan al mismo tiempo, haciéndose ininteligible lo que sale de sus bocas. Entonces Eros, exasperado, los manda a callar amenazando con golpearlos.
—Estamos listos, vayamos de una vez —dice entonces a Aidan.
—De acuerdo, voy a crear el campo —responde el chico poniéndose de pie—. Quédense donde están.
A continuación, extrae el pequeño aparato y camina un par de metros alejándose del tiovivo hacia la calle. Después, encendiendo su instrumento, empieza a dibujar una amplia circunferencia con el láser, alrededor de los muchachos. Lo hace rápido, casi corriendo, pues bien sabe que el tiempo apremia. Recuerda que el intruso dijo que volvería, y con la incertidumbre de cuándo será ese momento, entiende que podría ocurrir en ese preciso instante. Al cerrarse el círculo, de inmediato emerge el campo, ligeramente visible desde dentro, debido a cierto matiz verdoso. Regresa a reunirse con el grupo mientras, luego de guardarse el “bolígrafo” en el bolsillo, se va poniendo el guante y las gafas. La noche anterior practicó en su dormitorio una manera más rápida de trabajar con la voz del aparato, para así poder abrir agujeros sin muchas dificultades.
—Bien, amigos, voy a abrirlo arriba de este tiovivo. Pónganse detrás mío un momento —dice.
Ellos le hacen caso. En su mente se forma el mapa de la ciudad. Sabe que al otro lado, cerca de unas montañas, se encuentra la vieja biblioteca, gracias a las indicaciones que le dio Eros durante la reunión del club. Hace un zoom al sitio específico. Ve la edificación desde arriba. Sitúa a gran velocidad el señalador en el lugar adecuado, con el volumen adecuado. Frente a él aparece la otra esfera, el segundo señalador. Lo mueve adonde quiere, justo arriba del tiovivo, con la intención de que este sirva de soporte para impulsarse en un salto que permitirá pasar más rápido a través del agujero. Y por último, juntando las yemas de los dedos índice y pulgar, hace aparecer, con un ruido sutil, la esfera que distorsiona la luz, el agujero de gusano, mostrando la fachada de la biblioteca.
—¡Vamos! —exclama, antes de correr, pisar el tiovivo y saltar dentro de la esfera.
La sensación, aunque breve, es como una parálisis; todo su cuerpo queda inmóvil, incluso sus pulmones. Cuando cae al piso, da varios pasos, tropezando constantemente, antes de terminar a gatas. Respira con dificultad. Detrás de sí, aparece, uno tras otro, el resto del grupo. Alguno de ellos también pierde el equilibrio, arrodillándose a su lado. Se levanta y lo mira; es Joel, quien parece un poco perturbado por la experiencia. Los demás también tienen secuelas, jadean, se secan el sudor de la frente. Nadie podría acostumbrarse a los viajes, por más que lo continúe repitiendo el resto de su vida.
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Se encuentran en una calle poco transitada, surcada por grietas en las cuales crecen hierbas de hojas alargadas. A un lado hay casas abandonadas y al otro está la gran edificación, y muchos árboles. Cuando todos están ya recuperados, pueden apreciar la fachada de la biblioteca, de una arquitectura con semejanzas al orden dórico, sobre todo en las pilastras que están a ambos lados de la gran puerta de arco lobulado, con capiteles en forma de cesta, llenas de hojas similares a las del acanto. A los fustes, de sección circular, sólo les falta la éntasis, pero están acanalados por estrías separadas entre sí por líneas delgadas y longitudinales. Hay muchas señales de envejecimiento, mucho deterioro y agrietamiento en las paredes y columnas. Detrás de la edificación, por encima, se halla a la vista una gran montaña cubierta de vegetación. Aidan piensa que la biblioteca no sólo es vieja, sino antiquísima. Mira a los demás un momento, luego ve detrás de ellos el agujero. Decide que ha de cerrarlo, así que, juntando nuevamente los dedos índice y pulgar, hace desaparecer la esfera. Emprende la marcha hacia las grandes hojas de la puerta, aseguradas con una cadena gruesa y un gran candado; supone que tendrán que romper alguna ventana.
Eros se le adelanta, extrayendo de su bolsillo un manojo de llaves, llaves de todo tipo, de doble paleta, europeas, grandes, pequeñas, de tecnología avanzada. La elegida es de doble paleta, la cual es usada para abrir el candado.
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—¿De dónde sacaste eso? —le pregunta Aidan.
—Soy cuidador, Aidan. El último bibliotecario me las obsequió.
—No entiendo. ¿Por qué te daría las llaves? ¿Eran familia o algo?
—Familia no, pero digamos que nos conocíamos bien.
—Eros era su aprendiz —interviene Elián—. Fue ese bibliotecario quien le enseñó a leer los viejos libros.
—Precisamente.
—Vaya, qué interesante —dice Joel—. Guardas muchos secretos, Eros. Y Elián nunca nos dijo nada.
—Porque era importante para él que no lo mencionara —dice Elián—. Hasta ahora.
Eros se guarda las llaves, quita la cadena y empuja las hojas de la puerta. Los goznes chirrían, se da paso al interior oculto en la penumbra.
—Qué miedo —dice Joel.
—Cielos —suspira Verónica, y entra ella primero, guardando las gafas de sol en su bolso.
Pasados unos minutos, los ojos se acostumbran a la penumbra, y de pronto parece que todo está más iluminado de lo que parecía. El techo es alto, ornamentado; hay unas amplias ventanas parcialmente cegadas que dejan pasar algunos rayos de luz. A la derecha de la entrada se encuentra el mostrador donde antes aguardaba el bibliotecario para recibir las peticiones de préstamo. Más adelante están las mesas donde tiempo atrás se sentaron los estudiantes y constantes lectores; detrás de estas se encuentran las estanterías, que, para sorpresa de la mayoría del grupo, están vacías.
—No hay nada aquí, Eros —dice Verónica, aproximándose a una de las estanterías, observando con curiosidad. Luego voltea a mirar al hermano de Elián, agregando—: Dijiste que aún conservaba todos sus libros.
—Sí, Eros, explícanos —dice Joel.
—Tranquilos, me refería a que conserva todos los libros importantes —se excusa Eros—. Síganme.
Entre las estanterías cubiertas de polvo, al fondo, más allá del alcance de la luz de las ventanas, se encuentra la entrada al pasillo que guía directo a una puerta de madera, la cual da a las escaleras que bajan al sótano; cada una de estas entradas requiere su respectiva llave. Allí abajo todo es oscuridad, pero Eros encuentra un interruptor para encender un par de bombillas incandescentes. Hay un escritorio en el centro de la estancia, y alrededor, arrimadas a todas las paredes, estanterías atiborradas de viejos libros, volúmenes con cubierta de cuero, gruesos, delgados, negros, pardos. Toda la mitología, la historia, la cultura de la ciudad, de aquellos tiempos ancestrales, están dentro de las páginas allí guardadas. El asombro de los jóvenes es evidente. Eros camina hacia un sitio en particular, al fondo, detrás del escritorio, y extrae un pequeño tomo. Luego le hace señas a Aidan para que se acerque.
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—¿Qué tienes ahí? —pregunta Aidan.
—Sólo observa —dice Eros, hojeando el libro. Se detiene en una página y se la muestra al muchacho. Los demás también vienen a curiosear.
La página contiene textos en una lengua desconocida, escritos a mano con letra estilizada. Hay seis dibujos de rostros, que abarcan casi todo el espacio, rostros humanos, aunque con marcadas diferencias con respecto a uno normal. Parecen demonios, ojos totalmente negros, piel ennegrecida en algunas zonas; uno de ellos, el primero de la fila, tiene cabello blanco. El dedo de Eros lo señala.
—Este es Preta Ajivani —dice el hombre. Después señala al que le sigue, a un lado, y vuelve a hablar—: Este es Preta Adhipa. —Y así continúa con los demás rostros—. Este, Preta Asthi Dharin. Preta Chari. Preta Natha. Y ésta —es un rostro femenino; se nota su larga cabellera—, Preta Bhakshini.
—La devoradora de cadáveres —dice Verónica.
—Esa misma. Son todos los Preta de que se tienen registro en estos libros.
—Ehm, ¿esa es la apariencia real de los Preta? —pregunta Aidan.
—Sí.
—Tiene que ser mentira. No es posible.
—¿Por qué lo dices? —dice Elián. Los demás hacen preguntas similares.
—Verónica, recuerda la clase de Biología. La apariencia física suele sugerir similitud genética, lo cual quiere decir que…
—Que hay parentesco, sí —dice ella.
—Si los Preta tienen apariencia humana, entonces tienen que ser parientes de los humanos. Si fueran extraterrestre, lo natural sería que tuvieran una forma muy distinta, extraña incluso.
—Buena observación—dice Eros—. Aunque no entiendo muy bien, ¿no intuiste antes que tenían apariencia humana?
—Bueno, sí, pero recién ahora es que recuerdo el detalle de la clase de Biología.
—Pues, qué bien que lo recordaste.
—No, espera, esa no es la cuestión —interviene Verónica.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Eros.
—Aidan, dijiste que él podía tomar la apariencia de otras personas, pero ¿lo viste hacerlo?
—Eeeh… No. Siempre lo he visto con mi apariencia.
—Me lo suponía. ¿Cómo sabes que lo puede hacer? ¿Y si simplemente es alguien parecido a ti?
—Porque lo intuí. Verás, él salió de debajo de mi cama, eso se los conté ya, pero no les dije que debajo de mi cama tengo un montón de cosas, que por cierto seguían allí luego de su aparición. Es decir, era demasiado extraño desde el principio. No es “alguien” parecido a mí, lo veo muy improbable. Ésta es la mejor explicación… Porque, si no es un Preta, ¿qué es entonces?
—Para serte sincera, podría ser cualquier cosa.
—Exacto. Por eso, será mejor que sigamos por este camino a ver dónde nos lleva.
—Estoy de acuerdo con Aidan —dice Eros. Joel y Elián mueven la cabeza afirmativamente—. No hace falta más que mirar lo que pueden hacer los aparatos que le han dado para sospechar que el tipo es mínimo un Preta. Aunque, te pido, Aidan, que no ocultes nada, porque si no, puedes hacernos perder el tiempo. Si hay alguna otra cosa que debas contarnos, hazlo ahora.
—No, nada que contar —dice Aidan, Piensa que quizá la capacidad del intruso de desaparecerse podría dudarse, pero recuerda el primer encuentro, en su dormitorio, y le parece obvio que no es así.
—En fin, chicos —continúa Eros—, sé que ninguno entiende las lenguas antiguas, pero les voy a pedir que me ayuden a buscar cualquier cosa que parezca señalar un medio para enfrentar al Preta. Eso por un lado. Por el otro, debido a la revelación de Aidan, busquen cosas que puedan servirnos para aclarar las dudas.
—¿Cómo haremos eso último? —dice Joel, desconcertado.
—Sólo busca lo que te parezca interesante, dibujos de aparatos tecnológicos, de otras criaturas extrañas, lo que sea, y yo diré si es útil o no.
Luego de pronunciadas estas palabras, aunque llenos de dudas, los muchachos se ponen manos a la obra. Aidan aprovecha para agradecerles la ayuda, a lo cual recibe la usual respuesta de que “no es nada”. Y esta vez es cierto, porque todos ellos están realmente interesados en lo que hacen; se les abre un nuevo universo, nuevas realidades que nunca imaginaron que podían existir. Por su parte, el joven se encuentra en otro lado del espectro emocional. Cierto es que quiere saber más, pero no ignora el hecho de que está en peligro, un peligro de nivel cósmico, quizá. Como le dijo a Verónica al principio del día, se siente atrapado. Espera, ansía, que con esta indagación, logre darle sosiego a su alma.
Continuará...
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