Nunca he contado esto, siempre lo he mantenido en secreto. Les pido comprensión, por favor no llamen a mi confesión una locura, pues no lo es, es tan real como la tierra, el sol y el mar… el infinito y maravilloso océano.

Nací en costas del atlántico, era una hermosa anémona de mágicos tonos rosados y fucsias. Mis vecinas (las demás anémonas) envidiaban mis bellos colores y se quejaban de ser tan blancas como la arena que nos rodeaba.

Era tan agraciado mi danzante cuerpecito que casi todos los peces payasos de la zona querían vivir en mí y a veces los peces grandes quedaban tan hechizados con mi belleza que se olvidaban lo que escondía mi ser y como poseídos se acercaban para tocarme, lo que les hacía retorcerse de dolor y amor por mí.

Cualquiera podría decir que era la reina, la envidiada del lugar, la más dichosa. Pero no era feliz, había algo que no me permitía serlo, y es que en cada marea baja cuando mi cuerpo quedaba algo expuesto a la superficie y podía disfrutar de la maravillosa vista, no podía sentir otra cosa que tristeza.

Me sentía atrapada y paralizada. Era una sempiterna manera de vivir haciendo siempre lo mismo, observando un ambiente idéntico, todo igual, la misma rutina, lo mismo de siempre. Deseaba poder ir más allá y explorar lo desconocido. Quería experimentar, tocar, aprender y hacer cosas diferentes cada día.

Así que empecé a rogar con todas mis fuerzas al aire, al cielo, al mar, a la tierra y a todos los elementos que pudiera alcanzar a ver, que me ayudaran a cumplir mi sueño. Día y noche suplicaba sin cesar, no hacía otra cosa, no pensaba en nada más. Los peces se alejaban de mí, pues ya no bailaba como antes y mis tentáculos ya no les servían de protección porque mis células urticantes habían disminuido notablemente.

Una mañana desperté asombrada sin poder explicarme que estaba sucediendo, no podía creer lo que mis ojos veían y mi cuerpo sentía. Me incorporé con cuidado y me levanté de la cama, caminé hacía la ventana y al asomarme lo vi. Allá estaba mi casa, o mejor dicho mi antiguo hogar, meciéndose suavemente al compás de la brisa y dejándose besar por las pícaras gaviotas. Admiré mis nuevas manos, mis nuevos pies y me preparé para vivir maravillosas experiencias.