La joven de la sangre de oro (XXIII)
Aesir
Con mucho trabajo intento concentrarme en el panorama de la ciudad de Londres; generalmente al observar el paisaje urbano me tranquiliza, pero creo que este caso es la excepción. Nadie, ni siquiera el viejo Hvitserk, puede imaginarse la rabia que siento ahora mismo. Quizás lo comprenderían, puesto que fue a mí a quien Jápeto encomendó la misión de encontrar a la maldita lagartija alada y a sus congéneres, misión en la que he fallado de una manera miserable.
Me duele aceptar que esto ha sido en parte culpa mía. Mi tío me advirtió severamente que mi arrogancia pondría en riesgo la encomienda, advertencia que decidí ignorar como un idiota. Al final, quedé como imbécil frente a mis propios hombres, frente a él, y frente a Jápeto, quien no dudó en descargar su enojo y frustración al reclamar con cierta justicia mis actos.
Ahora que el maldito Ivar y sus hermanos han escapado de nosotros una vez más, tendré que replantear una vez más mi estrategia, esta vez escuchando la opinión de los que me rodean, especialmente de mi tío. Éste fue el que me sugirió un plan que, aunque no era de mi agrado, lo encontré absolutamente útil para los fines de la misión: hacerme amigo de los dragones.
-Uno de ellos estaba a punto de aceptar un trato cuando Draugr entró en escena -me dijo mientras comía un pedazo de pollo a la plancha -. Había logrado ganarme su confianza luego de casi media hora de diálogo y convencimiento.
-¿Qué les ofreciste?
-Protección. Protección e inmunidad ante las acciones de los ged y de los cronoatas. Les ofrecí eso, y ellos, a juzgar por su actitud, no iban a dudar en aceptarlo.
- Ellos están huyendo, tío. Es natural que estén desesperados.
-Ivar no parecía preocuparse por sí mismo, pero sí por sus hermanos y su amiga humana.
Levanté la mirada con sorpresa. Había olvidado que ella estaba también ahí con ellos. Mi tío, notando mi reacción, me dijo por añadidura que ella había atrapado la atención de Draugr y que él había declarado que sería suya. Ante aquella declaración demasiado rara de Draugr, me levanté de mi asiento y le dije:
-Puede tener a cualquier humana el día y el momento que quiera en lo que a mí respecta, pero ella... A ella no la tendrá.
.-.-.-.
Cristina
Mi abuela nos terminó de contar todo lo que sabía de Aellia, la mujer de Ivar El Deshuesado, mientras caminábamos por las calles de Londres. Sentí pena por ella, víctima de las circunstancias de la época, pero a su vez admiración por su voluntad de hierro.
Ella no quería ser la esclava de nadie, menos de un individuo tan cruel como El Deshuesado. Prefirió morir en el lago congelado que regresar a él; prefirió incluso sacrificar la vida de su bebé antes que éste cayese en las manos de Ondskap, la cronoata con quien El Deshuesado había hecho un pacto de sangre y alma, y quien demandaba el sacrificio del niño si quería obtener la victoria por encima de los sajones.
Que cómo reaccionó el hombre ante su muerte no se sabe, aunque Ivar nos contó que él había escuchado que El Deshuesado la amaba profundamente hasta el grado de enloquecer. Lo último me parecía inverosímil; si la amaba con todas sus fuerzas como se decía, entonces no debió ofrecer a su primer y único hijo como sacrificio a Cronos, Hel para los vikingos.
No debió ni siquiera violarla y forzarla a casarse, como seguramente pretenderá hacerlo conmigo si no hago algo de manera inmediata.
Me levanto, pues, de la cama y me dirijo hacia el baño. Una vez terminado de hacer mi necesidad, lavé mi rostro y me miré al espejo. Muchas cosas rondaban por mi cabeza, algunas de ellas planes para un futuro próximo... Y otras relacionadas con la situación actual.
Apenas me di la vuelta para salir del baño cuando me encuentro cara a cara con él.
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