Ciudad de agua | Cuento

in #spanish6 years ago (edited)

De pequeños, mis padres nos alimentaban a mis hermanos y a mí con historias de la tradición oral de los pueblos de donde habían nacido, que seguramente ellos también escucharon siendo niños y que conservaban con los años. Ahora que lo pienso mejor, seguramente esas historias no eran para niños, pues aterrarían hasta al más guapo, como solemos decir por acá a los valientes. En esos cuentos habitaban espantos y aparecidos, encantados, catástrofes que arrasaban pueblos completos como maremotos o terremotos, gigantes culebras de agua, y un sinfín de cosas que formaron –para bien o para mal– parte de mi imaginario. Este cuento –incluido en el libro Bosque salvaje (Equinoccio, 2012)– está influenciado por una de esas historias. Los invito a leerlo, adelante.


Ciudad de agua | Cuento


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La tinta es vulnerable; escribo estas líneas consciente de ello. Se sabe que la tinta tiende a deteriorarse sobre el papel cuando se somete a la acción de algún líquido (o del tiempo); también del agua, claro. Las palabras desaparecen, los trazos se vuelven indefinidos, la tinta se diluye, lo que era marca se disgrega. Entonces la hoja parece el rostro de una mujer que llora, y las lágrimas se convierten en gotas negras. Trato de adivinar el modo en que se podrá leer este manuscrito debajo del agua; sólo eso me ha detenido antes de sumergirme; cuando encuentre la respuesta tendré la libertad de dejarme hundir.

El viento arrastra un olor a fango, es una brisa que se desliza entre lo perceptible y lo imperceptible, casi un rumor. Permanecemos de pie, mirando al frente. Imaginar que el terror tiene esta quietud, la calma del agua. Es una fragancia fría. La madrugada se detuvo; es eso, se detuvo ante esto que miran mis ojos. A nosotros también nos ha detenido la noche. Pienso que en cuanto sea capaz de leer lo que escribo debajo del agua, podré sumergirme.

o o o O o o o

El movimiento del bus produce en mí un estado de somnolencia que se prolonga hasta el final del viaje. Yo me entrego a ese sueño traslúcido como una bolsa plástica. Estoy a bordo de un autobús expreso que tomé en la estación privada de Rodovías en Caracas y me llevará a mi casa en la ciudad de Cumaná; son siete largas horas de viaje. (Acá solemos medir las distancias no en kilómetros, sino en horas). Voy como dopado, con mi cuerpo a favor de la gravedad, con el peso que da sentirse sueño atado a la realidad. Pienso que han sido las tres noches de mal dormir en el hotel; nunca se duerme en otro lugar como en la propia cama. (El bus avanza a través de la carretera, entre los árboles que forman un espeso túnel. Aparto la cortina de la ventana y veo el follaje como líneas verdes que se desplazan velozmente). Debe ser por eso que me siento extraño donde quiera que voy, un extranjero solo en medio de la lejanía. Esto me comenzó a pasar desde que viajaba muy seguido a Caracas. La frialdad del cemento y de los grandes edificios me aislaban de mí mismo; me veía como una hormiga caminando por una enorme calzada, vacía, solitaria; con la amenaza latente de que alguien llegará y me aplastará con sus pies. La pisada inclemente y la ausencia de un grito que por lo menos asegurase que hubo un último respiro de dolor. Entonces me daban unas ganas terribles de regresar, y si soportaba la estadía era porque existía la esperanza de la vuelta, y yo me aferraba a ella como un desesperado.

Me consuela saber que podré bañarme apenas entre a la casa; y será un gozo la frescura del agua que fluye a través de la regadera. Este es uno de los momentos de verdadera gloria que tiene la vida. El autobús va lleno de pasajeros rendidos —igual que yo— ante el sueño que provoca el movimiento y el frío del aire acondicionado. Siete horas me separan de mi destino. Caracas va quedando atrás; experimento el sentimiento de aquellos que se liberan de una angustia. En la casa me esperan con la comida para ser calentada apenas atraviese el portal de la entrada. El aire frío se desplaza por el pasillo y por encima de nuestras cabezas mezclado con una fragancia a tutifruti.

En los pequeños televisores se reproduce una película cuyas escenas no logro identificar; puede ser cualquiera, tal vez una que no he visto. La vista es con seguridad el peor de mis sentidos; no puedo detallar ningún objeto que esté más allá de los tres metros. Y no he ido a retirar mis lentes en la óptica; mi hermana me lo recuerda cada vez que tiene oportunidad, pero yo lo olvido apenas le doy la espalda. Veo las figuras de unas mujeres que deben estar buenísimas, que bailan y hacen estrípers sobre la tarima o la barra de algún bar.


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—¿Sabes dónde hay mujeres así? —me interroga una señora ya mayor, pasada de los setenta y cinco años, que va sentada a mi lado. Ahora es cuando noto su presencia; bueno, en realidad yo la había visto, pero sólo ahora la detallo. Volteo y me topo con los ojos azules que dominan su rostro. (Me atrevo a decir que ella misma se hace evidente a través de las palabras; aquella sola pregunta la hizo aparecer de la nada. Las palabras le dieron existencia, habría asegurado Alfredito, con la seriedad que le da cierta credibilidad a lo que dice, y con la autoridad que se ha concedido a sí mismo para filosofar con cuanto nos pasa a diario). Es una mujer hermosa; a pesar de las arrugas que desdibujan su rostro, percibo en ella la belleza lejana y tierna de una abuela. No esperó a que yo contestase.— En Ámsterdam. Tú las ves metidas en vitrinas cuando vas caminando por las calles. Mujeres bellísimas. Todos los hombres se quedaban boquiabiertos ante aquellas hermosuras. Estaban así, como que fuesen maniquíes...— La mujer aclara que fueron varios viajes que hizo cuando el dólar aún era muy barato, y me dice un precio que me parece inverosímil.

Los pasajeros duermen arrullados por el rumor del aire acondicionado y el rugido del motor del autobús. Afuera ha comenzado a llover. Las gotas caen inclementes y el agua se desliza por los vidrios de las ventanas; es casi imposible ver a través de ellas. Ha oscurecido rápidamente, supongo que por el clima despiadado. La lluvia causará retraso en nuestra hora de llegada; el conductor se verá obligado a reducir la velocidad y no estaremos en Cumaná en las siete horas previstas.

Fijo la mirada en el techo. Se siente uno verdaderamente triste en este autobús. La poca luz resguarda el sueño de los pasajeros. Es como estar durmiendo en un cementerio; los muertos están allí, pero no conoces a ninguno y no puedes hablarles. Afuera sigue lloviendo y me preocupo sólo en el retraso que nos causa la lluvia. La película sigue reproduciéndose en los pequeños televisores, pero nadie los ve. No sé en qué momento me rindo también, es como que el aire nos drogara a ratos; ninguno puede resistirse al poder de ese olor.

Es la misma pesadilla que lo ha atormentado las últimas tres noches de mal dormir en el hotel. Se sube a un autobús en la ciudad de Caracas que lo lleva a Cumaná. Son siete horas de viaje. Es un expreso buscama; el aire acondicionado mantiene aletargados a los pasajeros, casi dominados y bajo su control. Sólo vienen a su mente imágenes y escenas entrecortadas a las que trata de dar coherencia; fragmentos dispersos e inconexos. Duerme, como siempre, la mayoría del viaje; en los autobuses hay algo que obliga a la gente a dormir, como que fuesen drogadas. Recuerda el sonido rumoroso del aire acondicionado y que afuera llueve. Una ráfaga de viento y agua azota los vidrios de las ventanas. Una anciana va a su lado, su mirada líquida y azul. La vieja conversa y le sonríe. Llega a su destino con retraso; ya ha oscurecido en Cumaná. Le pide al conductor que haga una parada y lo deje en la Redoma El Indio, como hacían antes con los viajeros que lo pedían. Se siente gozoso ante el espectáculo de la fuente que tiene las luces encendidas. La contempla y casi se olvida de ir a su casa. Cuando dirige la mirada a la cara de la estatua y la detalla, ve que de los ojos de la figura emanan dos chorritos de agua, como si llorase. La fuente comienza a derramarse y el agua le moja los pies. Se desespera y trata de encontrar ayuda, pero no ve a nadie. Aquello no es más que soledad, y nada más desolador que saberse solo en la propia tierra, en casa. Entonces se despierta sudoroso y ve que aún está a bordo del autobús y que todos van arrullados por el rumor del aire acondicionado.

Despierto. Los televisores siguen encendidos y los demás pasajeros rendidos. La atmósfera del sueño me aterra, y no hay nada peor que sentir terror y no saber por qué. Era el mismo sueño de las tres noches anteriores, solo que con algunas variantes. No exactamente iguales, pero el terror del final era el mismo, y no le encontraba justificación, porque me ponía a relatarme los hechos uno por uno y no encontraba en ellos extrañeza alguna, por lo menos no para aterrarme de ese modo. De todo, creo que los dos chorritos de agua saliendo de los ojos de la escultura era lo más… no sé, fuera de lo común; aunque no imposible, el sistema de tuberías en el interior de la figura —pensaba— quizá se había dañado y esto era la causa de todo, lo que hacía que la fuente se derramase. De este modo buscaba razones lógicas al sueño y las encontraba, pero ninguna de ellas me hacía sentir mejor.


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Los tres días anteriores llamaba a la casa apenas amanecía para preguntar por todos. Las tres veces la respuesta fue la misma. Sí, mijo, por aquí amanecimos bien. Tu papá te manda saludos. ¿Y qué tal te está yendo por allá? Recuerda traer las cosas que te pidió tu hermana. Ajá. Cuídate mucho. Dios te bendiga. Acá te paso a Andrea. No le decía nada del sueño, pero ahora tengo ganas de preguntarle cuando llegue a la casa.

Cuando llueve no es fácil ver el camino porque el agua empaña los vidrios de las ventanas. Cuesta mucho saber por dónde se va; mucho más difícil porque la oscuridad se apodera de todo, son pocos los puntos donde la carretera está iluminada. La conversación con mi compañera de asiento me ha distraído; he perdido la noción del tiempo y la distancia. A veces cuando uno viaja es capaz de calcular las distancias, aunque no vaya mirando por la ventana. Es un ejercicio entretenido, pero que tarde o temprano termina aburriendo. Uno trata de adivinar por dónde va, y luego ve a través del vidrio; a mí me ha pasado que acierto la mayoría de las veces.

Imagino o sueño que voy por Santa Fe, y cuando me asomo sorprendo a los militares de la alcabala del pueblo bajo el techo de la casilla, protegiéndose de la lluvia. El agua ha disminuido su fuerza, y hasta parece que de un momento a otro va a escampar. La anciana ya no está; supongo que se ha quedado en Puerto La Cruz; tal vez se conmovió con la felicidad de mi sueño y no quiso despertarme para despedirse. Aunque qué razones podría tener ella para despedirse de un desconocido. Sí, se ha quedado mucha gente en Puerto La Cruz, los que vamos a bordo somos menos que los que salimos de Caracas hace unas horas. El bus adquiere mayor velocidad, parece que el chofer trata de ganar el tiempo perdido por el retraso de la lluvia. Da miedo pensar en el peligro de esta vía. Alguna vez oí decir a un conductor que quien aprendía a manejar en la carretera Cumaná-Puerto La Cruz era capaz de ir por toda Venezuela, porque ya tenía la experiencia suficiente. Por eso me preocupa que el chofer aumente la velocidad, aunque en el fondo yo también deseo que lleguemos cuanto antes.

Un estremecimiento de toda la unidad me hace caer de mi puesto. El conductor ha perdido el control. Estoy desesperado, pienso que mi temor no era sólo nervios. Quizá nos hemos salido de la carretera; es posible que en este momento estemos cayendo por un precipicio hacia el mar. El bus da vueltas, arrojando a los pasajeros a lo largo del pasillo. Trato de incorporarme en mi asiento, en el intento me golpeo varias veces los brazos y la cara. Los bolsos de mano de los otros pasajeros están regados por todas partes. Es un desastre telúrico; los gritos de los hombres y las mujeres acentúan la atmósfera de caos, yo me siento impedido para emitir al menos un quejido. El terror de todo se prolonga más allá de lo soportable. Gritos. Cosas que caen. Golpes. Gritos. Sentimos pánico. Estamos temblorosos. Nadie sabe qué hacer para detener esto que nos atormenta. Ya debíamos haber caído en la profundidad de las aguas, pero no.

Cuando creo que este infierno jamás terminará, el movimiento se detiene. Cualquiera habría asegurado que el chofer recuperó el control, no lo sabemos, y esto es lo que menos nos preocupa. Las mujeres y hombres lloran amargamente; yo no soy capaz de nada. Las piernas me tiemblan, tal vez he perdido las fuerzas. La oscuridad casi no nos deja ver. Nos quedamos quietos; siento miedo a que lo que hay afuera sea peor que acá adentro.

Los vidrios de las ventanas se reventaron en el desastre, la brisa se cuela a través de las cortinas. Apenas doy un paso siento crujir los trozos bajo mis pies. Escuchamos el grito ahogado de alguien, y el sonido del dispositivo neumático de la puerta nos anuncia que alguien la ha abierto. Indecisos vamos saliendo del bus. Los otros pasajeros han sacado al chofer y lo han acostado en el pavimento. Tiene una herida en alguna parte que no puedo precisar porque está bañado todo en sangre. Allí mismo exhala, entre borbotones espesos y rojos, su último respiro de vida. Estamos aturdidos; no podemos asimilar las cosas que pasan. Algunas de las mujeres lloran. Siento ganas enormes de soltar el llanto, pero algo más fuerte que yo me lo reprime.

Estoy confundido. Imaginaba el bus en lo profundo de algún despeñadero, muy cerca del mar; sin embargo, reposaba sobre el pavimento de la autopista que lleva a Cumaná, a unos cinco kilómetros de la ciudad. La luna proporcionaba la poca claridad con que podemos movernos en la noche. En Cumaná no está lloviendo, pienso, como que esto tuviese alguna importancia. Si el bus permanece en la autopista es porque el chofer no perdió el control; entonces, ¿qué había causado todo aquel desastre? Creía más probable que el descontrol del chofer nos llevara irremediablemente al fondo del mar y, si teníamos suerte, a colisionar contra algún cerro. Pero no, estábamos en la autopista, en el pavimento, con el bus vuelto mierda, como que hubiese sido el juguete repudiado de algún niño malcriado que descargó su ira sobre él. La mayoría rodeábamos al chofer, ya sabíamos que no se podía hacer nada. Ninguno se atrevía hablar. Algunas mujeres aún emitían un llanto entrecortado como un espasmo. Muchos teníamos heridas, pero estábamos demasiado aturdidos para sentir el dolor de una herida sangrante.

Estábamos a la deriva. Lo natural hubiese sido que alguien asumiera el liderazgo del grupo, pero quien podía hacerlo, el chofer, yacía tendido en el pavimento. Nadie proponía nada, y era como estar abandonado, sin que los otros existiesen. Un muchacho como de veinte años estaba en el interior de la cabina del bus; revisaba el tablero, tocaba botones, sonó la corneta y sólo provocó que todos volteasen hacia el bus, pero sin el menor interés. Luego encendió las luces y nos alumbró a todos. Una de las mujeres gritó, como que aquel grito la hubiese vaciado, fue un sonido espantoso, desgarrador, casi un alarido. Entonces fue que vimos lo que teníamos enfrente y ocultaba la oscuridad. Yo perdí la conciencia de mi cuerpo; no sentí nada más. Sólo recuerdo haber oído el rumor del viento al mover las hojas. Ignoro si los otros gritaron. Comprendí que éramos los primeros en llegar al verdadero desastre, que se trataba de un caos sísmico; esta vez el agua…


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Cumaná está a orillas del mar; el agua salada la bordea y la atraviesa el agua de un río. Cumaná era una ciudad rodeada por el mar y atravesada por un río. Cómo se dirá de algo que ha pasado a ocuparlo todo, de una materia que se apodera del espacio de otra. Cumaná era una ciudad… Puedo imaginar la figura de El Indio sumergida, ahora sólo podrá contemplarse el espectáculo de las luces. Somos los primeros que llegamos a ver la tragedia.

Allí está la orilla del agua; el pavimento de la autopista se hunde, perdiéndose, en la profundidad. En mi cabeza se dibujan los edificios y sus ventanas como peceras, grandes acuarios, espacios divididos por el vidrio, sólo que ahora hay agua de ambos lados. Ya no respiraremos aire, sólo el azul marino de la profundidad.

En cuanto supo que estaba embarazada (está por dar a luz en estos días), mi esposa me pidió que fuese escribiendo un libro de relatos que pudiese leer al bebé en cuanto hubiese nacido. Se sabe que la tinta no resiste el efecto corrosivo que causan en ella los líquidos; se sabe también que los niños disfrutan de las historias y los relatos que uno se atreve a leerles o inventar para tratar de dormirlos cuando ellos piden más y más al filo de la noche. Recordé la sonrisa de ella e imaginé sus cabellos moviéndose por alguna brisa submarina, como algas agitadas por las corrientes del agua. He regresado al bus y busqué mi cuaderno de notas, allí he comenzado a escribir esta historia, que es la primera del libro de cuentos para mi hijo. Comencé a hacerlo recostado de una de las luces del bus.


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Vi que el cielo comenzaba a transformarse; la noche se quebraba en pedazos. El sol aparecería de un momento a otro. Recuerdo que entonces dejé mi lugar junto a las luces del expreso y me fui a sentar a la orilla de la autopista. Desde allí pude ver que amanecía. Mientras el cielo se dejaba seducir por los rayos que lo tomaban, haciéndolo suyo, subí a un cerro, justo a uno de los lados de la autopista. La luz seguía descomponiendo las cosas que atrapaba. Allá, en el fondo, unas manchas rosadas y naranja; eran trazos de brocha gorda, difuminados con el negroazul. El agua del mar reflejaba las manchas, fragmentándolas. He buscado la ciudad y he sentido que estoy a la orilla de un abismo. Dos lágrimas espesas brotan de mis ojos, creo que es la primera vez que lloro desde que comenzó la tragedia; debajo del agua nadie lo notará. Bajo del cerro y me adentro en el agua; algún modo encontraré para leerle este relato a mi hijo en la profundidad; mientras tanto me dejo hundir. Camino por el pavimento, sólo alcanzo a oír las sirenas de las ambulancias y los helicópteros que han comenzado a llegar.

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Gracias por tu lectura; no dejes de comentar y compartir tus impresiones. ¡Nos vemos en una próxima publicación!
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buen post, gracias, Saludos desde Canada.
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Esta nueva vuelta a tu cuento, @reycard, me permite refrescar mi experiencia de lectura cuando lo leí por primera vez (publicado el libro). Y refuerzo esa experiencia de la extrañeza que me produjo entonces. Esto no es una consecuencia de un "defecto" del relato, sino más bien un efecto de su logro: esa ambivalencia entre la realidad y la irrealidad, la vigilia y el sueño. El relato está impregnado, desde mi interpretación, por esa sustancia inasible, que muy bien el agua expresa y metaforiza. Entretejes y difuminas de un modo muy sugestivo los referentes de la realidad empírica y fáctica con los del ensueño/sueño; entre la voz narrativa en primera persona y la incursión de la tercera persona, el relato nos deja en un estadio incierto, sumergido en la irrealidad de un cuento que se escribe y quizás será borrado. Posee imágenes de mucho lirismo que por momentos (y esto es muy personal) me llevan a ciertos ambientes del filme La delgada línea roja de Terrence Malick.

Cuando leo un comentario como el tuyo, @josemalavem, siento que el trabajo de escritura que hago tiene algún sentido. Agradezco la lectura profunda, detenida y tu dedicado comentario. Creo que ya lo dije, pero vuelvo a repetirlo: con lecturas como esta uno se siente que descubre un sinnúmero de cosas en los textos que ha escrito, tienen un toque revelador que es difícil de superar. Gracias, infinitas gracias.
Un abrazo.

Muy bueno @reycard, gracias por compartir...

Gracias a ti por leer y comentar, @valenta. Complacido con que te haya gustado...!

De principio a fin. Muy bien logrado este relato. Los acontecimientos se describen perfectamente en una atmosfera caotica Y dime, realmente paso? (Este teclado no coloca los acentos)

Gracias por compartir tu lectura, @sandracabrera. Pues en este cuento quise registrar mi experiencia viajando con mucha frecuencia en bus por carretera; primero en bachillerato desde Mérida a Cumaná y viceversa, luego mientras cursaba una maestría en literatura latinoamericana en Caracas. Creo que no hace falta que diga qué es ficción y qué experiencia directa. Saludos.

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Muy buen relato, @reycard. Ojalá pudiéramos tener pronto en las manos un nuevo libro tuyo para seguir disfrutando de tu esmerada voz narrativa.
Recibe un abrazo.

Qué más no quisiera yo, estimado @oacevedo... Ojalá y lo tengamos pronto, esperemos que así sea. Te devuelvo otro abrazo cargado de agradecimiento. Saludos.

Me encantó leerlo, tu presentación es hermosa @reycard. Saludos.

Qué detallista eres, @antolinamartell... Gracias por tomarte el tiempo de leer y comentar. Cariños.

Por la cultura y nivel de educación que poseen mis padres no tuve la dicha de escuchar unos cuentos asi cuando era niño. Pero si algunas que otras azañas de mi papa especialmente pero ya cuando era un poco mas grande.

Son experiencias que te marcan para siempre, @olazare. Esas narraciones suelen ser fundamentales para vincularnos afectivamente con los adultos que son significativos. Gracias por leer y comentar.

Una voz narrativa que crece y se pierde de vista.Buen relato, hermano. Felicitaciones.

Viendo de un narrador de tu talla, @acostacazorla, es tremendo halago. Buenísimo que te haya gustado. Un abrazo.

Me gustó tu cuento,@reycard, muy bien escrito.

Halagado con su lectura y comentario, estimado @ramonochoag. Un gusto tenerlo por acá. Un abrazo.

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