La conversación había dado inicio desde que el joven se adentró en el bar y pidió el primer vaso de Old Parr, un viejo con cara de obstinado era quien atendía detrás de la barra. Esa noche sólo estaban los dos individuos en el lugar, entre trago y trago; el intercambio de palabras era cada vez más inusual.

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     — ¿A partir de la nada? ¿Cómo puede ser eso posible? —preguntó extrañado el joven.

    —Es fácil entenderlo, no me hagas explicarlo de nuevo —dijo el viejo barman mientras volvía a llenarle el vaso.

     —Pero… ¿Cómo se puede crear basándose en lo desconocido? —preguntó de nuevo, esta vez sin verle. Su mirada se perdía en la bebida que tenía entre sus manos—. Me estoy mareando, nunca he soportado beber tanto... ¡Diablos! ¡Malditos artistas! —exclamó antes de ingerir por completo el whisky escocés.

     —Recuerdo que antes solía ser diferente, los autores se esforzaban por innovar, escribir algo distinto. Ahora abunda la basura literaria, libros de autoayuda y poemas dedicados a la vida ¡Qué ridículo! ¡Es inaceptable! —comentó el viejo antes de empinar una botella que guardaba detrás de la barra.

     — ¡Oh! ¡Demonios! Quisiera olvidarlo todo, sacar de mi mente su rostro, no me deja dormir, pensé que no me afectaría —musitó el joven rascándose fuertemente la cabeza, como solo una persona neurótica sabría hacerlo.

    — ¡Oye! ¿Estas escuchando siquiera? Primero hablabas sobre tu bloqueo, luego sales con eso… Deberías irte a casa y lamentarte en la soledad de tu cuarto, revolcarte en tu miseria y sacarte esa idea de la cabeza; dejar de escribir de una vez por todas ¿Acaso piensas que llegaras lejos con esa actitud? —preguntó el viejo mirándolo fijamente, desafiante y obstinado.

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     — ¡Esa zorra! ¡Juega con mi mente! Me disculpo por eso anciano, seguramente es la bebida, creo que me estoy excediendo. Sin embargo, te escuche perfectamente, pero no te entiendo —dijo el joven estirando el brazo con el vaso vacío en su mano, en dirección hacia el viejo.

     — ¿Qué no entiendes? La escritura no es para todos, deberías dejarlo e irte a casa… No pensar más en ello —espetó el viejo llenando nuevamente el vaso, sin dejar de verle a los ojos.

     —No, no me refiero a eso, hablo de crear a partir de la nada —se mostró pensativo por unos segundo; en ese instante, solo podía oírse el ventilador que colgaba del techo, sus aspas eran grandes, su sonido, constante—. Siempre pensé que debía inspirarme en algo, que los griegos no estaban equivocados… Que tenía que encontrar a mi musa —agregó luego de salir de su ensimismamiento.

     —Antes creía que un viejo gordo vestido de rojo, me llevaría regalos cada navidad, que el hada de los dientes existía, que al rezar, Dios me escuchaba atentamente; creía que mi padre tenía un buen motivo para golpearme, mi madre así me lo recodaba: «Debes comprender bobby, que si papá te pega es por tu bien, para que seas una mejor persona»

                    

Tras decir esto, el viejo soltó una carcajada que resonó por todo el bar; sus dientes quedaron expuestos, eran pocos, amarillentos por la nicotina—. ¡Sandeces! —exclamó tras reír—. Solo un tonto se basaría en eso para creer que puede ser digno de escribir algo.

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     —Quizás tengas razón anciano, mas no dejo de pensar que tengo mucho para contar ¿Acaso eso no es suficiente? —preguntó el joven mientras daba un pequeño sorbo a su bebida.

     — ¿Mucho para contar? ¿Qué tanto puedes decir? Si tu cara refleja lo mimado que eres, pude darme cuenta de ello, a pesar de solo llevar tres horas ahí sentado —expresó el viejo con frialdad.

     — ¿Cómo te atreves a decir eso? He escrito muchos libros y tengo más de cinco años viviendo de la escritura. He estudiado cada clásico minuciosamente, cada prosa escrita por los autores más célebres de la historia. Pase horas estudiando noche y día sin dormir como se debe, instruyéndome, formándome académicamente. Ahora vivo de la escritura gracias a mi esfuerzo… ¡Qué carajos sabes tú de mí!—exclamó el joven algo alterado.

     —Sigues sin entenderlo niño ¿Por qué no lo dejas? ¿De qué te sirvió estudiar tanto si terminarías de esta forma? Desahogándote en esta pocilga frente a un extraño, lamentándote de una vida que muchos morirían por tener, perdiendo la cabeza por un par de tetas; mendigando inspiración a tus supuestas musas, perdiendo tu tiempo intentando hacer, lo que evidentemente no se te da —espetó el viejo con crueldad, mientras veía al joven confundido y adolorido; cada palabra era un golpe a su autoestima.

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     — ¿Y es que acaso tú has escrito algo anciano? ¿Acaso conoces lo que es pasar horas frente al ordenador intentando terminar un párrafo? No, no creo que lo hayas intentado siquiera. Solo eres un charlatán, una persona que no sabe lo que dice, un ignorante —dijo el joven luego de terminar con su bebida, estiró su brazo nuevamente en dirección hacia el viejo.

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En ese momento, dos nuevos clientes entraron por la puerta de aquel bar olvidado. Se trataba de una pareja, y estaban muy ebrios. Se acercaron a la barra y luego de pedir un servicio de Jack Daniels, se sentaron en una de las mesas del fondo. La mujer reía a cada momento de lo que le contaba su compañero, este, le agarraba por la cintura mientras le hablaba al oído. El sonido del ventilador, se entremezclaba con las risas.

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El bar era pequeño, ubicado en un callejón cercano a una calle muy concurrida de una ciudad atestada por los embotellamientos del tráfico. Las luces tenues del lugar, le daban a aquella pocilga un aspecto similar al del viejo barman. El tapiz de las paredes se mostraba desgastado, las mesas, tenían manchas indelebles; de esas que se forman con el pasar de los años. Los taburetes cerca de la barra, dejaron de ser acolchonados hace mucho; entreviéndose así, un esqueleto metálico de color negro. Un reloj de pared que estaba entre las dos puertas de los baños, marcaba las tres menos cuarto de la madrugada.

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El joven escritor había guardado silencio durante todo ese tiempo; el viejo, luego de atender a la clientela, bebió nuevamente de la botella que estaba detrás de la barra. Cogió el whisky escocés y le sirvió por enésima vez a quien ya le pedía otro trago; la conversación retomó su cauce, cual río cuando crece.

     —No —dijo el viejo—, no he escrito nada en toda mi vida; mas sé lo que es trabajar, levantarte de la cama todos los putos días para ir a un lugar donde no deseas estar, aguantarte a una panda de pendejos que se creen superiores a ti, sólo por un cargo más alto. También, he conocido el hambre, y me acompaño durante años; estar con ella era agobiante, es una relación que te desgasta física y mentalmente —con la botella en su mano, volvió a tomar de ella, prosiguió—. He visto personas morir, sólo porque así es la vida; de nada vale que tengas un año de haber nacido, tampoco importa si haces todo lo que este a tu alcance para intentar salvar a tu esposa, menos, que tus hijos hayan gastado sus ahorros para comprar unas medicinas que solo prolongaron lo inevitable.

La muerte está allá fuera niño, está entre nosotros, nos cubre con su velo, danza a nuestro alrededor, observa sin ser observada; su paciencia es tanta, que idea a cada segundo la forma en que procederá, lo hace con rigor, su labor le divierte y no le aburre, innova a cada momento, no perdona; tarde o temprano, decide no observarte más, y da por terminado el juego —la mirada del anciano seguía siendo fría, el joven le escuchaba expectante y consternado.

La basura literaria abunda últimamente —continuó el viejo luego de escupir en un cubo que estaba en el piso, a metro y medio de él—, si pasas por las afueras de una librería puedes verla, te la encuentras por las tiendas ofreciendo soluciones a tu vida... ¡Qué desperdicio! ¿Quién puede creerse todas esas estupideces? Sí, lo sé, gran parte de la humanidad lo cree; ya no le gusta pensar por cuenta propia, prefiere lo fácil. Tantos libros empolvados sin lector alguno, escritos, que no recibieron la atención que hoy le dan a toda esa mierda sensacionalista que pretenden venderte.

La forma en la que opera el mundo es muy compleja, ser tan reduccionistas y llevar tal positivismo hasta el extremo es lo que me produce nauseas —hizo otra pausa para volver a llenar el vaso del joven.

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He leído una cantidad inconmensurable de libros niño, ninguno tiene las respuestas. Y los mejores, han sido escritos por los que no saben vivir, solo pensar. Sí; hablo de los que ven ese matiz indescriptible, pero no por ello son seres especiales, puede que dioses en sus historias, mas no especiales ni merecedores de nada. Simplemente no desaprovechan la oportunidad sin perder su tiempo en banalidades. Son espectadores, perciben lo que otros no ven y está simple vista. Crean a partir de la nada, sin musa alguna, sin una explicación aparente, solo lo hacen y ya. Por sus mentes, sus pensamientos impactan unos con otros, del choque, suelen salir buenas historias.

Pero tú, tú deberías dejarlo o por lo menos, cambiar esa actitud; la vida es mucho más cruel de lo que piensas niño —concluyó el viejo.

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El joven escritor se encontraba aturdido, el alcohol había tomado el control de su organismo, sus pensamientos iban y venían, su confusión crecía. La pareja de la mesa del fondo solía reír de vez en cuando, y desde la barra, podía verse claramente como la mano del hombre se posaba sobre los pechos de la dama que le acompañaba.

Luego de espabilar, el joven terminó de beber su trago y se levantó del taburete. Algo mareado expresó:

     —Gracias por el discurso anciano —se tambaleo—, este bar debería de estar más lleno, seguramente por el maldito ruido del ventilador es que tienes pocos clientes —su voz había cambiado, estaba borracho—. Me iré a casa, escribiré sobre esto, mi mente no deja de atormentarme, suele pasar cuando tengo algo para contar.

Sin obtener respuesta del anciano, el joven coloco un puñado de billetes arrugados sobre la barra y salió como pudo del bar. Cinco años viviendo de la escritura, pero seguía sin tener un vehículo; una larga caminata le esperaba.

El viejo, tras verle salir, notó que en las mesas del fondo se estaban poniendo cada vez más cachondos. Al mirar hacia los baños, el reloj que colgaba de la pared le recordaba que eran las tres y diez; faltaba poco para que amaneciera. El ventilador seguía dando vueltas, su sonido le tranquilizaba. Saco del bolsillo de su pantalón una caja de cigarrillos, y encendió uno. Cogió la botella a la que ya le quedaba poco, y sin ninguna emoción de por medio, en un estado completamente neutro; bebió para seguir con su labor.

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