Dos ciudades

He visto dos ciudades muy distintas y muy distantes, una se le puede ver completa desde las alturas, está hecha de concreto, es dura y gris pero está viva; mucho más viva de lo que está habitada. La han construido los hombres y la siguen alimentando con su propia carne; es por eso que dentro de sus muros grises hay un corazón palpitando. Los hombres han puesto su voluntad en ella, es por eso que tiene la capacidad del florecimiento, de la belleza y de la pureza, aunque siempre para florecer sea necesaria la voluntad de todos. Los hombres depositan en ella su amor, por eso ella los cobija, les ofrece amigos, rincones asombrosos, de la lluvia el resguardo, un plato que siempre alimenta y hasta alguna prenda para vestir al cuerpo. Pero en esta ciudad los hombres han depositado también su odio, por eso es que es inhóspita, fría y dolorosa. Los hombres que construyeron esta ciudad necesitaron también construir sitios oscuros y solitarios, espacios áridos, pedregosos; lugares sin sentido para poder ejercer su violencia. Estos lugares son sus altares a la cobardía, el lugar donde se permiten dejarse vencer por su propia rabia y destruir hasta no dejar nada en pie. Tal vez sea por eso que cuando la sobrevolamos nos parece verla llorar.

La otra ciudad que he visto es una ciudad que nunca existe de la misma manera, pero que ha existido siempre y siempre existirá. No la ha construido nadie y ni siquiera sé si pueda llamársele ciudad. No estaba habitada por ningún hombre, ella misma es su primer y último habitante. Esta ciudad no necesita más que estar ahí; ni siquiera necesita ser contemplada y sin embargo se abre en toda su hermosura. No es preciso sobrevolarla para contemplarla en toda su magnitud porque fue construida en el único lugar donde la mirada humana puede abarcarlo todo: el horizonte. La entrada a esta ciudad es un gran arco de siete colores distintos, el viento, el agua y la luz hacen que los más tenues y aquellos de nunca vista intensidad se vuelvan sólidos e imponentes. Estos colores encendidos en semicircunferencia perfecta, completa, constituyen la entrada a la ciudad. Los palacios, las grandes catedrales, las casas de formas inimaginables, los puentes que no necesitan llegar a ningún lado, las fuentes de fantásticas danzas, los jardines imposibles que se extienden por detrás del arco en todo lo largo del horizonte que abarca tierra y mar. Lo ocupan todo estas construcciones gigantescas. Se mueven, cambian de forma, aparecen nuevos castillos y desaparecen otros. Y uno se pregunta el porqué de esa ciudad, para qué tanta belleza si nadie la irá a caminar. Pronto se descubre por qué no hay nadie por los pasillos de esas edificaciones tan magníficas, el Sol descansa en esa ciudad. Cuando llega el momento, todo en ella se vuelve una gran fiesta. La ciudad ríe y alza los brazos para recibir al huésped con la suavidad necesaria, Él, con toda su Luz, bendice a la ciudad que le está dando la bienvenida. El arco de los siete colores se cierra, no se espera a nadie más. Una vez cerrado el arco, colores fulgurantes aparecen en el cielo, a veces puros, a veces mezclados, a veces atravesados por rayos de luz que Él envía en agradecimiento por la hospitalidad. Todo en las alturas son fuegos para celebrar el descanso del huésped celestial. Y luego, poco a poco, la noche; y la ciudad, al menos ante la vista se termina de desvanecer.

No sé cómo, pero después de haber visto estas dos ciudades, la de las alturas y la del horizonte, mi corazón ha llegado a una certeza: Yo soy ambas ciudades. Yo soy la gris y también la ciudad de colores; soy la que se duele y florece y la que se ríe y desaparece; la que es dura, la que es suave; la que fue construida para que habiten los hombres, la que fue imaginada para que descansen los dioses. Todos nosotros somos esas dos ciudades y ellas también son nosotros, dioses y hombres que necesitamos descansar. Eso lo comprendí admirando estas dos ciudades.

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@LeVeuf

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Imágenes originales

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