Jean Baptiste Bernadotte: las extrañas vicisitudes de un rey republicano

in #spanish7 years ago (edited)

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Carlos XIV Juan de Suecia fue un rey singular. Reinó de 1818 a 1844 en el país del Báltico y, más tarde, como Carlos III en Noruega (1815 -1844). Sin embargo, aquel rey tan querido por su pueblo había nacido bastante lejos de Escandinavia, en Pau, una pequeña localidad de los Pirineos franceses, y no tenía ni pizca de sangre real, ni noble, ni nada. Su padre, un modesto funcionario del Gobierno, lo había bautizado como Jean Baptiste Bernadotte, y tuvo la infancia de cualquier niño humilde de la Gascuña.

Pero lo que le faltaba de linaje lo suplió, Jean Baptiste, con iniciativa. Se enroló muy joven en el ejército y tuvo una carrera fulgurante, casi tanto como la del mismísimo Bonaparte. Cuando estalló la Revolución, en 1789, era sargento de granaderos; cinco años después, ya había ascendido a general. Fue un entusiasta revolucionario que supo medrar en esas aguas turbulentas, en unos momentos en los que la República necesitaba de buenos defensores frente a la agresión exterior de las potencias absolutistas. Por entonces, incluso adoptó un tercer nombre, Jules, en honor de Julio César, como hicieron tantos otros jóvenes durante la revolución.


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Jean-Baptiste-Jules Bernadotte, como teniente del 36º regimiento de línea. Cuadro de de Louis Félix Amiel (1834)

Bernadotte siguió medrando dentro de la República y llegó a ser nombrado ministro de Guerra durante el Directorio. Más tarde se convirtió en uno de los mejores mariscales de Napoleón. Participó y destacó en algunas de las batallas más importantes durante la expansión del Imperio napoleónico. Como recompensa, el emperador lo convirtió en soberano de un minúsculo principado de Italia, Pontecorvo.

De mariscal francés a rey de Suecia

Pero a nosotros nos interesa Suecia. ¿Cómo llegó un mariscal de la Grande Armée al trono sueco? Y precisamente uno tan comprometido con las ideas revolucionarias. Lo primero que podemos pensar es que Napoleón metió la mano, acostumbrado a repartir reinos entre hermanos y familiares. Pero no fue el caso. Suecia nunca fue anexionada ni dominada por el imperio francés. El mismo Jean Baptiste, a la sazón gobernador en el norte de Alemania, se encargó de comandar un intento de invasión de Suecia a través de Dinamarca en 1808, pero fracasó. Sin embargo, y aunque parezca ironía, esta campaña contra su futuro reino tuvo mucho que ver, a la postre, en su elección como rey del mismo. Por uno de esos giros extraños que a veces tiene la historia, el ferviente republicano se iba a convertir en soberano de dos reinos y de un principado.

Porque el acceso de Bernadotte al trono sueco fue, desde luego, bastante rocambolesca, el resultado de una serie de sucesos encadenados. Suecia había empezado el siglo XIX envuelta en guerras, y en 1809 perdió gran parte de su territorio, toda Finlandia, frente a Rusia. El Parlamento estaba muy molesto con las políticas absolutistas del rey Gustavo IV Adolfo, al que hacían responsable del desastre, y mediante un golpe de Estado presionó al rey para que abdicase. En su lugar, ascendió al trono su tío Carlos XIII, que ya había actuado como regente durante su minoría de edad. Carlos era del agrado del Parlamento por su talante liberal y, sobre todo, porque su carácter débil lo hacía bastante manejable. Pero había un «pequeño» problema: el pobre hombre era un tanto mayor y, además, carecía de heredero. La adopción de un príncipe danés, Cristian Augusto, solucionó momentáneamente el problema. Momentáneamente, porque falleció al poco de llegar al país, en 1810 (en un caso rodeado de rumores de asesinato).

Entonces entró en escena el conde Carl Otto Morner, cortesano y miembro del Parlamento. El conde estaba convencido de que, para asegurar un futuro independiente para Suecia, el país debía ser gobernado por un militar. Jean Baptiste Bernadotte se había ganado cierta fama y respeto en el país por su valor en la batalla de Lubeck, y por el excelente trato que dio a los derrotados suecos. Morner pensó que sería el candidato perfecto, y comenzó mover los hilos para que fuese elegido. Aquel candidato cayó en gracia, y en agosto de 1810 los Estados Generales lo eligieron como príncipe heredero de Suecia. El propio Bernadotte fue uno de los sorprendidos. En noviembre de ese mismo año, y tras convertirse al luteralismo, la religión oficial, Carlos XIII lo adoptó como hijo suyo, y Jean Baptiste trocó su nombre por el de Carlos Juan (Karl Johan). Se había convertido en el príncipe heredero y generalísimo de los ejércitos.


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Coronación de Carlos XIV Juan de Noruega y Suecia en la catedral de Nidaros. Cuadro de Jacob Munch (1822)

Mientras tanto, Napoleón lo había patrocinado, ansioso por tener otro rey títere en el norte de Europa. Pero le saldría el tiro por la culata. El príncipe Carlos Juan se identificó estrechamente con los intereses de su nueva nación y se opuso a los esfuerzos imperialistas de Napoleón. El nuevo príncipe se hizo pronto muy popular y se convirtió en el hombre más poderoso de Suecia. En parte se debió a que Carlos XIII empezó a dar muestras de senilidad en aquellos momentos críticos. El caso es que, desde 1811, Carlos Juan tenía el control de los asuntos exteriores y se podía decir que gobernaba de facto en Suecia.

Una de las primeras decisiones tomadas por el heredero fue formar parte en la Sexta Coalición, junto al Reino Unido, Rusia, Prusia y Austria, y declarar la guerra al Imperio francés. Tras el desastre de Napoleón en Rusia, en 1812, y los avances de portugueses, españoles y británicos en la península Ibérica, las grandes naciones vieron su oportunidad. Como eran indiscutibles sus excepcionales dotes como general y era el que mejor conocía al emperador, la Grande Armée y sus tácticas, Carlos Juan se convirtió en comandante en jefe del ejército del norte. Esta última fase de las guerras napoleónicas llevarían a la gran batalla de Leipzig (1813), que significó la caída de Napoleón, y en la que su antiguo mariscal, ahora enfrentado a él, tuvo una participación destacada.

La participación activa en la coalición permitió que Suecia llegase a la Convención de Viena (1814) de la mano de los vencedores. El objetivo político del príncipe Carlos Juan era Noruega, bajo soberanía danesa. Dinamarca, nación aliada de Napoleón y, por tanto, del bando perdedor, no tuvo más remedio que ceder. Así, en virtud del tratado de Kiel, el reino de Dinamarca cedía Noruega a Suecia a cambio de la Pomerania. En realidad, el tratado no entró nunca en vigor; Prusia se adueñó de Pomerania y Noruega, tras un conato de independencia y una breve guerra, aceptó en una unión personal con Suecia. De este modo, Carlos XIII de Suecia también se convirtió en Carlos II de Noruega. Para entonces, el viejo rey tenía sus facultades muy mermadas y ni siquiera llegó a ser coronado en el país de los fiordos.



Estatua de Carlos XIV Juan triunfante, en Karl Johan's Park (Norrköping). Fotografía de Thuresson

Carlos Juan ascendió al trono a la muerte de su padre adoptivo en 1818. Él sí que fue coronado en los dos reinos y adoptó los nombres de Carlos XIV Juan de Suecia y Carlos III de Noruega. Con él se iniciaba la casa de Bernadotte, que todavía reina en Suecia (y lo hizo sobre Noruega hasta su separación en 1905). Para entonces, las ideas revolucionarias de Jean Baptiste habían dejado paso a un tipo de despotismo ilustrado, más acorde con la restauración del absolutismo en Europa.

El oscuro secreto del rey

El reinado de Carlos XIV Juan de Suecia significó, no obstante, un largo periodo de estabilidad y prosperidad para un país que había comenzado el siglo envuelto en guerras y con el trauma de la pérdida de Finlandia. El rey disfrutó del aprecio de sus súbditos, a pesar de su talante conservador y reaccionario. Todo atisbo republicano había sido olvidado, estaba profundamente enterrado en el pasado. O eso parecía a simple vista.

Cuando frisaba los 80 años, en la década de 1840, el rey comenzó a padecer los achaques de la edad. A comienzos de 1844 tuvo una importante recaída y los médicos pensaron que lo mejor en aquel momento era efectuarle una sangría. Se encontraron ante la negativa tajante del rey. Se negaba a remangarse ante ellos. En realidad, a lo largo de todo su reinado nunca había permitido que los médicos lo viesen sin camisa.

Su estado empeoró, y finalmente el rey accedió a que lo atendiera, en privado, el médico principal de la corte. Pero antes le obligó a realizar un juramento solemne mediante el cual se comprometía a no contar jamás el secreto que estaba a punto de descubrir. Luego, Carlos Juan se desnudó y le ofreció su brazo. El médico pudo admirar entonces el tatuaje que destacaba en aquel brazo regio: un gorro frigio rojo, símbolo de la revolución francesa con un lema que rezaba en francés: Mort aux rois! (¡Muerte a los reyes!).


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¿Sería algo así el tatuaje?
(Diseño propio)

De todos modos, el médico no hubo de guardar el secreto durante mucho tiempo. Carlos XIV Juan murió el 8 de marzo de 1844 y, al ser embalsamado, el tatuaje se hizo público. Un tatuaje a lo jacobino que se había mandado hacer un revolucionario republicano y que, con el tiempo, se terminó convirtiendo en la vergüenza oculta de un rey.

Fuentes:

Autor: Javier G. Alcaraván (@iaberius)

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El mundo está loco, pero parece que lo ha estado siempre. O eso, o cómo no dudar de las ideologías. Lo del tatuaje no me lo esperaba, es como llevar la marca de Satán bajo la ropa de Dios. Aprender así la historia es de lo más divertido.

La historia es una de mis pasiones precisamente porque está llena de historias. Y leer y conocer historias es para mí uno de los placeres de este mundo.

Ja, ja, ja. Buena pirueta final la del rey gascón en sus últimos días. Le salió el tiro por la culata a Napoleón y Suecia jugó muy bien sus bazas cambiando Finlandia por Noruega. Pero mejor aún las jugó este "adaptativo" rey. Moraleja, en aquella época, qué loco fue el XIX, te podías cambiar fácilmente de chaqueta pero era imposible cambiarse de tatuaje.

Sí, de lo más raro es que te elijan rey de un país que has invadido como general en jefe unos pocos años antes, sin tener ninguna relación ni nada con él.

El caso es que, investigando, descubrí que era una costumbre muy decimonónica que los reyes se hiciesen tatuajes e, incluso, que los exhibiesen (aunque este no fuera el caso, je, je). Era una muestra de camaradería o hermandad de su paso por la marina durante su periodo de instrucción militar. En este caso, poco quedó de la camaradería con sus compañeros republicanos

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