Existe una aciaga culturilla que gusta de zampar en el desprecio “académico” a buena parte de aquello que en la universidad tenga que ver explícitamente con lo pedagógico. Es la misma racionalidad de marras que gusta de colocar en el altar de “lo prestigioso” a aquellas producciones intelectuales que usen exclusivamente en sus textos el lenguaje especial de la disciplina científica o filosófica que trata (lo que sin fortuna llaman “metalenguaje”), dejando –así- de calibrar lo trascendente del planteamiento que hace tiempo formulara magistralmente el pedagogo estadounidense Jerome Bruner… Exponía este autor que examinando sostenidamente el material de enseñanza-aprendizaje desde la escuela primaria hasta la universitaria, pasando por la secundaria, surge entonces el principio que hace ostensible la necesidad de reducir las distancias existentes entre tales niveles, preponderando para ello, el conocimiento de los principios propios de la estructura de tal material. “Hay una continuidad entre lo que un erudito hace en la vanguardia de su disciplina y lo que un niño hace al abordarla por primera vez”.

Es que el cultivo de subestimar a instancias de lo universitario todo aquello que tenga que ver expresamente con lo pedagógico, me hace recordar amargas vivencias… Dentro de éstas, traigo a colación dos…

La primera ocurrió en el contexto de una universidad venezolana ubicada en una región (andina) cercana a la frontera con Colombia. Me invitaron –a mediados de los ’90- a participar como conferencista en un evento académico. Los anfitriones (amables y, además, amigos míos) eran en su totalidad doctores en filosofía y docentes de postgrado. Habían obtenido décadas atrás (y en circunstancias diversas), sus títulos de licenciados en filosofía… En mayoría, eran venezolanos; algunos, recuerdo, eran argentinos. Bueno, en las cordiales reuniones previas a la realización del evento, surge una conversación grupal referente a los problemas cotidianos que se daban en la Facultad de Humanidades y Educación (en cuyo contexto orgánico funcionaban, entre otras, la Escuela de Filosofía y la Escuela de Educación). “El gran problema que actualmente tenemos en la Facultad -decían ellos con extrema preocupación- es que las asignaturas de corte filosófico que se dan en las distintas Escuelas de la Facultad, están plagadas de educadores”. No sin esfuerzo –y tardándome un poco- caí en cuenta que con ese remoquete ellos caracterizaban los licenciados en educación que ejercían docencia allí. Debo agregar que ninguno de ellos sabía que yo ni era licenciado en filosofía, ni doctor en filosofía. Mi perfil daba cuenta de ser profesional de la docencia (licenciado en educación con –ulteriores- estudios libres de filosofía) y doctor en ciencias sociales. Claro, mis cordiales anfitriones dieron por sentado que yo era estrictamente análogo a ellos, desde el punto de vista de las credenciales académicas, todo lo cual les proporcionó la holgura emocional conforme a la cual refirieran de esa manera tan peyorativa a mis compañeros que en esa Facultad ejercían cátedras como… “Enseñanza de la Matemática”, “Filosofía del Conocimiento”, “Filosofía y Educación”, “Epistemología”, “Filosofía de los Valores Profesionales” y otras.

A título de pousse café de esta alusión a la vivencia, me permito sugerir a ustedes la consideración de un par de artículos cuyos enlaces electrónicos aquí apunto (al final). El que está de inicio lleva por título “La Asignatura Filosofía en la Formación de los Docentes”; el posterior se titula “La Tal Matemática Pura No Existe”.

La segunda experiencia ocurrió en el contexto de un curso doctoral en Ciencias Sociales en una universidad caraqueña. Aproximadamente en el año 1987. Fue a instancias de desarrollar mi rol de miembro del Consejo Doctoral. (Representaba los cursantes). Se discutía el punto de otorgar (o negar) unas unidades de crédito académico a los estudiantes que las solicitaban a tenor de libros escritos a lo largo de sus respectivas carreras profesionales. Recuerdo que la profesora M. M. hacía gala de todo género de tiquismiquis en relación a las solicitudes que al fragor de las reuniones se planteaban. El colmo del aciago hábito del cual “hacía gala” esta profesora (psicóloga de profesión) de “buscar las cinco patas del gato” (tiquismiquis) se presentó cuando el cursante Carlos S. (argentino, por cierto) requirió que se le reconociera puntuación habida cuenta la publicación de hacía ya años, de un manual sobre métodos de investigación social, el cual era muy usado por los estudiantes de pregrado de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales. La profesora M. M. se enardeció y argumentó que “¡cómo iba ese cursante a solicitar unidades de crédito, por un manual". Yo le pedí que fuese explícita en su planteamiento de denegar el asunto. Ella, con vehemencia, sostuvo que los manuales de uso instruccional no merecían la pena de ser reconocidos a través del otorgamiento de unidades de crédito. Claro… eché andar una discusión la cual, a final de cuentas, devino (tortuosamente) en una votación a favor del participante Carlos S.

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Recomiendo acudir a:
El Proceso de la Educación. Unión Tipográfica Hispanoamericana. México, 1968.

https://steemit.com/castellano/@alexandermoreno/la-asignatura-filosofia-en-la-formacion-de-los-docentes-problemas
https://steemit.com/spanish/@alexandermoreno/la-tal-matematica-pura-no-existe