Había percibido un aire ecosistémico que fluía, caliente, desde su corriente. Empecé a sentirme embriagada con su aliento, en particular con el fragmento de esencia con olor a fermento. Aire vivo, su aliento. En nuestro sistema una maduración se orquestaba.

De la sensación simbiótica de circundar entorno a su presencia adelanté un “cebo”; el olor de levaduras pícaras, que inquietas revelaron su antojo de impregnarse en aquella grasa y curti su mero ser. Ese, su desfiladero corpóreo, emanaba buen argumento. Yo sentía que había un campo espigado que la brisa alborotaba para hacerse fértil, y que podía yo, con soplar, polinizar el trigo y cosecharlo si quisiera.

Antes de empezar a desplazarme a través de los linderos que las feromonas tejían entre las brechas de espacio que fingían separarnos, estuve flotando en su nebulosa de encanto encendido, encendida yo también.

Me pregunté si pudo acaso haberme notado dentro de toda esa puesta que quise por siempre pensar tramada solo para mí. “Qué afortunado mi sino” no dejé de pensar, sin embargo, y me sentí descender.

Me hice de mi peso de nuevo; de mis manos buscando secarse los nervios sobre mis muslos confiados; de mi garganta, aclarándose el pulso, bajándole el tono a la escena; ya desvergonzada.