El vencedor de los tiranos

Una celda mugrienta, una cubeta podrida, un trapo tirado en el suelo que hace las veces de cobija eran su única compañía. «…En esta jornada que será memorable, no podemos optar entre vencer o morir, es necesario vencer…». Recordaba José Félix Ribas entre sus delirios causados por las altas fiebres que tenía, aquellas palabras que dijera ante las huestes malditas del canario Francisco Tomás Morales en La Victoria, hace casi un año atrás, un 12 de febrero de 1814. Su mirada se encontraba perdida en la frontera entre el delirio y la realidad, ya no tenía ejércitos pues, habían sido destrozados en las sabanas de Urica, al menos, le reconfortaba saber que el asturiano maldito había caído. Aquellos años terribles eran un sangriento tablero de ajedrez; los realistas habían perdido a su reina, y los patriotas estaban a punto de perder la suya.—Concepción González, ¡maldita sea el día que te di mi confianza! —Se recriminaba refiriéndose a su baqueano, el negro Concepción, quien seis semanas antes lo entregara a las autoridades de Tucupido. Tenía las barbas pobladas, los ojos rojos, aun tenía su guerrera de General, sin embargo, estaba rota y apestosa, sin contar de la suciedad en la que se hallaba, los bigotes habían perdido su esencia y ya no se notaba su distinguido corte. Una algarabía de hombres riendo lo hizo volver en sí, al fondo del largo pasillo que conectaba su celda con la salida del presidio. De repente, dos hombres; uno negro alto al que apodaban “Moralote” y otro un poco más blanco, aparecieron entre la tenue luz de las antorchas, en las manos de uno unas llaves sonaban con el desespero de quien urge asesinar.—¡Bueno día mi General Ribas, libertadó de los patriotas y mantuanos, vencedó de los tiranos y General sin ejército! —Dijo uno de los hombres en tono de burla mostrando embriaguez. —Le venimo a buscá pa´su juicio militar. —Agregó el malhablado negro Moralote. Ribas solo se limitaba a verlo con mirada desafiante, el negro notó el desafío y sin más, le propinó una bofetada.—¡A mi no me esté viendo en tono alzaito, ¿oyó blanquito? —Dijo. Ambos levantaron al débil General y se lo llevaron a rastras a las afueras del cuartel. A duras penas Ribas podía pronunciar palabra alguna, solo veía el suelo mientras la luz cegaba un poco su visión. «Perdimos la república… perdí la patria». Se reprochaba mientras escuchaba las burlas de sus verdugos, eran apenas las 7 de la mañana del 31 de Enero de 1815.

Ribas logró volver en sí mientras alzaba un poco la cabeza, frente a él se encontraban formados algo más de 50 soldados, sin darse cuenta, ya se encontraba en la plaza de Tucupido y había sido llevado a uno de sus postes siendo levantado y amarrado al poste que se encontraba en la esquina superior izquierda. Una vez amarrado, uno de los soldados le echó una cubeta de agua, la misma tenía orine, Ribas reaccionó con el olor y cuando abrió los ojos, se encontró de frente con sus verdugos; hombres dignos de pertenecer a la legión infernal de Boves, no eran soldados, eran bandoleros, muchos sin ropa, sus caras denotaban violencia y rabia. Delante de ellos se encontraba el justicia Lorenzo Figuera a quien se apodaba “Barrajola”, un zambo inescrupuloso, el negro Moralote, los cuatreros Manuel Arango y el loco Serafín Gutiérrez.—Señores, ahora comienza el juicio al General de generales, al mandamás de los patriotas. —Decía Barrajola, quien también estaba embriagado—, Moralote, haga por favor el misal del juicio, pa´que Dios esté de testigo que estamo siendo justos. —Ordenó. Moralote, quien no sabía leer, empezó a simular la larga lectura mientras Ribas se mantenía rígido, sin mostrar ápice de miedo. El loco Gutiérrez le colocaba un gorro frigio rojo.—Mire compai, igualito que en La Victoria. —Dijo burlándose.—Compae, voy a buscá una ley pa´ salvá a este generalote, así Bolívar me da trabajo de general. —Dijo Moralote mientras los hombres reían.—¡Sálvelo compadre, sálvelo! —Respondía Barrajola mientras propinaba otro golpe a Ribas, después, hizo una señal y los otros dos bandoleros cargaron sus fusiles, también, Moralote sacó su pistola ya lista para disparar. Barrajola se acercó al oído del General.—Bueno General, ya no se pué hace ná, está sentenciado a muerte. —Dijo.—Yo muero como hombre pedazo de escoria, —respondió Ribas en tono desafiante—, pero Boves, ese maldito murió llorando como una niña, atravesado como un cochino, se les murió Boves—. Ribas empezaba a reír a carcajadas mientras Barrajola se sentía ofendido y desesperanzado, los hombres formados se veían entre sí, muchos aún no sabían que Boves había muerto—. ¡Se les murió Boves y ya vienen los españoles de verdad cuerda de pendejos! —Dijo, vio fijamente a Barrajola y le escupió a la cara.—¡Maten a este desgraciado! —Ordenó mientras los tres malhechores disparaban en la existencia del vencedor de los tiranos. Tres impactos en el pecho cegaron su vida. Su luz se apagaba mientras, entre imágenes borrosas, desaparecían los soldados, quienes no reían, sentían miedo de aquellas palabras, pues, sin Boves, volvían a ser nadie. «Viva la patria… viva la patr…». Su último pensamiento fue dedicado a su patria.—¡Me le cortan las manos y los pies y las mandan a Caracas! —Ordenó con rabia Barrajola mientras veía su cadáver desangrarse. —Y la cabeza se la cortan y la echan en aceite hirviendo pa´que los patriotas agarren escarmiento, y me le dejan el gorrito ridículo ese pa que la gente sepa que ese es el vencedor de los pobres. Y me la mandan pa´ Caracas también. —Concluyó mientras aquellos bandoleros empezaban su brutal y macabro cometido.

Juan Carlos Díaz Quilen

Serie Héroes Muertos

El último vencedor de los tiranos.

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