Cuando se vive a la intemperie

Dormir a la intemperie fue una experiencia que no conocí, nada de quedarme a orillas de la playa, o hacer campamentos con fogatas; aunque reconozco que hecho por voluntad propia debe ser agradable, siempre me gustó la comodidad, sin que esta significara lujos, pero si el lugar adecuado para pasar la noche, con el confort necesario que me brindara un buen sueño, sin tener que exponerme a peligros, mosquitos, ni nada parecido.

Ahora cuando ya todo debería estar cubierto y mi resguardo garantizado, me toca enfrentarme al cielo estrellado con el deseo de una noche fresca si se le ocurre a doña Brisa, hacer su trabajo y sople hasta que amanezca, eso es algo que tiene que ver con la suerte, por estos lados donde la temperatura llega a los 38 grados y hasta más con suma facilidad.

Los días y noches sin luz son sumamente caóticos, nos sacan de lo normal y nos pintan de rareza absolutamente todo. No se puede planificar porque no se sabe cómo estará la vida una hora más tarde. Creo que es a esto a lo que se referían cada vez que me repetían que debía vivir el “Ya y el ahora”. Ahora sí lo aprendí, no hay otra forma de estar.

El ayer parece remoto, incluso he perdido la noción de si es domingo o miércoles, todos los días son iguales. En esas cavilaciones me encontraba, tratando de ver si Morfeo me hacía el favor de unirme las pestañas, cuando una música horrenda, con una letra horrenda, y un pum, pum, pum horrendo completó nuestra zozobra; creía que lo más feo de esa noche me había pasado ya, con el segundo golpe que le di a mi rodilla, al chocarla con la punta de la cama, cuando el celular se negó a seguir fungiendo de linterna.

“Vamos paa la plaayaa”, “Pa vacilá no hay que salí de Puelto Rico”, “el cabrón le fue infiel”. ¡Qué letras! ¡Qué armonía! ¡Qué encanto auditivo! ¡Qué ingenio! Mañana es probable que los niños tarareen estos portentos y los adultos no tengamos nada qué decirles, anonadados como estamos de calor y desánimo edulcorado con fe y promesas.

El improvisado campamento va agarrando forma, ya por la fuerza de la costumbre están ubicados los espacios para los chinchorros de cada quien. Mecerse y pensar, mecerse y resignarse, mecerse y desear que el mechero aguante un rato más.

“Una aventura es más bonita, si no miramos el tiempo en el reloj”. Por lo menos cambiaron la música, dice uno y el otro le contesta que por allí rodó la cédula. Yo sigo en silencio, con la mente creativa, imaginando cuál sería la mejor manera de hacer entender a estos “ciudadanos” el significado de consideración y el respeto.

Esa manifestación de egoísmo de quienes se limitan a festejar y pasarla bien sin importarles si su bullicio molesta a alguien pone en evidencia como la desconsideración es el paradigma instalado a todo nivel; desde a quienes compete dirigir, administrar, organizar, gestionar, mantener, coordinar todo lo relacionado a la vida pública, hasta cada uno de los particulares que habitan en una región.

Ponerse en el lugar del otro no parece ser la práctica que realicen las personas para saber qué penurias estará pasando quien no tiene un servicio básico, por las razones que sean. “Tener aguante” es lo que piden al ya maltratado pueblo que sufre lo inimaginable en esta situación de caos.

De las pequeñas cosas se puede aprender mucho, el comportamiento individual y grupal de las personas permite extrapolar y poner en evidencia la indiferencia, el maltrato, la falta de respeto y desconsideración con las que se manejan quienes ostentan el poder.

Quizá sea necesario enseñar en las escuelas el valor de la empatía para intentar formar ciudadanos verdaderos, que valoren el sentido de las cosas, que diferencien la normalidad de lo anormal y no dejen la vida a la intemperie.