Sirenas de Madrid

Frente a la pregunta qué es el canto de las sirenas, comentaba Joseph Campbell, en su obra ‘Diosas’, que “es el misterio del universo que hace imposible seguir adelante simplemente por obra de lo fenoménico”. Y agregaba a continuación, aquello de que “su canto es la música de las esferas, la música del universo, capaz de embelesar a un individuo hasta el punto de hacerle olvidar su pasado terrenal”. No creo que compartieran esa aseveración los antiguos canteros medievales, quienes, hemos de suponer que siguiendo las directrices de unos patronos celosos de mantener sus propios considerandos, demonizando todo aquello que aludiera a pretérito y por lo tanto, a culto anterior, las representaban en los templos, desnudas de cintura para arriba, no precisamente como representantes de esa dulce y evocadora música de las esferas cuya rima matemática hizo las delicias de Pitágoras, sino más bien como embaucadoras e inductoras de un vicio con el que compartían protagonismo con sus primas las arpías: la lujuria.

De cómo los mitos van evolucionando y transformándose, el ejemplo de la sirena no deja de tener una singular relevancia, pues antes de convertirse en ese nostálgico personaje con escamas y cola de pez, incapaz de derramar una lágrima sin estar previamente enamorada –como nos cuentan los productores de Piratas del Caribe, en mareas misteriosas-, la sirena, nuestra sirena, la sirenita Ariel, era un ave. Esto nos lo confirma también aquél Bosco de las letras –comparativamente hablando-, que fue uno de nuestros gallegos más cultos y universales, no en vano, nacido en la Mindonia lucense: Álvaro Cunqueiro.

Nos hablaba Álvaro Cunqueiro, en una de sus pequeñas joyas que es el libro Los otros caminos, de la encantada Ayfir, sirena del agua, planteándonos a continuación la pregunta de si ésta no se llevará agua al aire para morar allá esos siete años en que es como ave. Aunque no nos aclara si, como dice Campbell, ésta aprovecha ese tiempo en que es aérea y volátil para darse una vuelta por el mundo de las esferas, afinando los acordes del Universo.

Madrid no tiene puerto de mar; y sin embargo, al madrileño le embelesa el agua. Será por añoranza, que a pesar de no tener puerto, ni escolleras, ni rocas que atraigan al peligro a los marineros incautos, cuente, no obstante, como remedio a su mal romántico, con un estanque, el del Retiro, repleto de sirenas: herméticas, hermosas, dignas de admirar aún atrapadas en la maldición de un bronce moldeado para ser espejo del sol. Lo que demuestra, cuando menos, la pervivencia de un mito incluso tierra adentro.