Por la ventana de una casa se oye un llanto juvenil que detiene una voz adulta. Los enrejados son firmes y limpios. Es una cafetería con mesas de mármol, asientos de cuero y una pantalla de televisión que transmite el partido de fútbol entre Bélgica y Japón. Los diplomas enmarcados que cubren una de las paredes hablan de premios, de orquestas y de países extranjeros de una pulcritud amable y un tanto aburrida. Tras las ventanas de la cafetería, veo las casas que rodean la plaza parecen acompañar un supuesto letargo de sus moradores.

Un grupo de niños superan en la plaza el tedio temprano de la tarde. Hablan entre ellos sentados en un banco. el más menudo está serio, con los ojos muy abiertos. En el suelo, llena de mugre, con el trazo elemental de una fotocopia apresurada y barata, aún queda alguna octavilla que recuerda el horario de los juegos. Un perro sin collar hociquea en las ruedas de una furgoneta. Los niños lo llaman, fija un rato la mirada en ellos y se pierde por una calle estrecha.

Cuatro entusiastas de la tercera edad juegan al dominó. Dos ancianos con una boina encasquetada dejan la mirada perdida sobre el televisor. Como un animal que se despereza, la plaza empieza a salpicarse de personas y ruidos. De una manera lenta, cansina, espesa. Son las cuatro. Nada será lo mismo en Japón. La normalidad comienza a volver. La tarde del lunes ha ganado de nuevo su partida. Bienvenido julio; al fondo se escucha ¡goooooool! Bélgica ganó…