La habitación oscura

El cuarto oscuro era algo indiferente a lo que yo imaginaba. El pasillo por el que transité para llegar a el me dio una idea del lío en el que me he metido. Las luces tenues y escarlatas del camino volvían mi imaginación una máquina de engranajes acelerados.

Entré por aquella puerta marrón y victoriana, y dentro de ella, me encontré a un hombre de rostro pacífico y sereno y a una mujer con expresiones licenciosas esperando con ansias el placer. Mi impresión era solo la entrada para su diversión, puesto que luego venía mi agonía.

Me colocaron en una silla de hierro y privaron a mis piernas y brazos de todo movimiento, me resistí naturalmente, atiborrado por el pánico, pero mis violentos movimientos y espasmos no surtieron efecto para lograr mi libertad.

La mujer sonreía y durante el paso, colocó una máscara sobre su cara, la cual tenía la imagen de un rostro femenino y pálido. Tomó una de sus herramientas de placer, y la presionó sobre mi pecho con tal fuerza, que el dolor me provocó una sensación de goce.

El artefacto parecía pesado y absorbía la superficie de mi piel con potencia, sin provocar dolor. Era extraño y yo embelesado me quedé por la sensación, pero lentamente sentía que mi cuerpo se agotaba.

El hombre me tomó por los hombros desde atrás y me contuvo con todas sus fuerzas. Al yo caer en cuenta de todo lo que estaba pasando ya era muy tarde, veía como mi piel rápidamente se arrugaba y mis dedos se hacían cada vez más esqueléticos y nudosos.

La mujer sonreía con estrepitosa risa de regodeo, mientras me quitaba hasta el último corpúsculo de vitalidad. En un instante, sin yo darme cuenta, mi vida se consumió. Lo último que escuché en ese mordaz momento, fue esa risa acuchillante que me dejó secuelas hasta después de muerto.

Ilustración

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