En Autopista del Sur, un grupo de carros quedan por meses atascados en un embotellamiento, y cosas insólitas ocurren. Pero eso es literatura, se supone que la vida puede alimentar la narrativa y hacer surgir ideas extraordinarias, pero cuando es al contrario, preocupa, porque un día podríamos estar vomitando conejos.

Una mañana cualquiera sales a la calle y consigues la cola de carros para comprar baterías, sus dueños tienen tres noches, con sus días esperando y con suerte, algún día podrían salir de eso. Una mujer que parece recién levantada de la cama, avanza entre los carros, camina despreocupada, y va a sentarse en una gavera para ver cómo va el juego de dominó. Más allá está un grupo jugando bingo y un poquito más lejos otros juegan barajas. Algunos carros se han salido de la cola y ha quedado marcado su puesto con otras gaveras y cauchos viejos. Alguien grita: “aquí no se va a meter ninguno, que nadie se vuelva loco, después del carro rojo, viene el del Gato y después le toca al amigo y luego voy yo”.

Alguien que se dedicaba a las malas mañas ahora es Gerente de Operaciones Callejeras; todo ello gracias a que vive cerca del galpón donde venden las baterías. Se yergue con orgullo mostrando su lista, allí están anotados, con cédula incluida, nadie se le va a colear. Se pavonea de un lado a otro, para que alguien quede en buen puesto, debe buscarlo a él y a su martillo. Oficios de la crisis.

Necesidades de ser jefe se muestran en el esmero de cualquier recién llegado a: portero, ascensorista, dueño del sello, o quien busca la firmita, para ser adulado, enaltecido, encumbrado, endulzado, ensalzado y enjabonado profusamente para ser persona que resuelve problemas. Entonces los pechos se inflan y con voz nueva llama el “encargado de” para que pasen cuatro vehículos más. Sus dueños y amigos recientes, luego de tres noches de compartir en sereno, se alistan a empujar los carros, algunos con visibles abolladuras que amenazan con desarmarse si los agarran por cualquier parte floja u oxidada.

Cada vez me convenzo más de que algún trastorno psicológico está detrás de todo esto. Tiene que haber un placer muy grande en la gente que practica esos procedimientos y entorpece con trámites y exigencias lo que debería ser un servicio amable y productivo. Hay algo malévolo quizá ligado al sadomasoquismo, para que no se erradiquen estas prácticas y todo lo contrario proliferen en todos los ámbitos. En alguna parte del neocórtex debe estar la explicación para que unos escojan pasarla mal y se adapten al sufrimiento y otros: desde el portero hasta cualquiera que tenga en sus manos el poder, aplique los mecanismos de dolor.

Un frenesí exquisito, una pasión, un delirio colectivo tiene que apoderarse de esas mentes creadoras que se desguazan el cerebro ideando nuevos métodos de hostigamiento con colas, plantones y esfuerzos físicos extraordinarios incluidos. Seguramente en el destello de la mirada del oprimido está el goce supremo del opresor, en el temblor de las manos, en la represión de las lágrimas, en algún tono de voz malhumorada o al borde del llanto, un gesto, un movimiento involuntario es captado por quien aplica la arbitrariedad y recibe el goce infinito. Solo algo así, intuyo que ha sido lo que ha hecho que se implante de manera tan abarcadora estos mecanismos de humillación generalizada.