Concurso Halloween del Emeeseese

En ese pueblo no existía antes esa cultura, era algo totalmente foráneo pero por la naturaleza a copiar y no ser para nada originales, se les había metido en la cabeza la idea de celebrarlo también, lo importante era divertirse y pasarla bien, esa había sido la consigna.

Negocios, tiendas, parques, centros comerciales y cualquier lugar de esparcimiento era forrado de telaraña artificial, cada vez que se acercaba el 31 de octubre y mantenían por varios días esa decoración insólita y extraña para los lugareños mayores que no habían visto antes este tipo de jolgorios.

“Se equivocó de fiesta, señor” le dijo una muchacha con la cara forrada de crema blanca y unas inmensas ojeras negras que realmente metían miedo, el hombre se asustó realmente y se quedó paralizado viendo el resto de la indumentaria de los que allí estaban. Hombres y mujeres llevaban la ropa hecha jirones y manchada, murciélagos negros se aplastaban contra las paredes y techo raso en una macabra representación que el viejo no comprendió, él solo quería usar el baño y viendo que todo era utilería le preguntó a la joven pero ella solo le apremió para que se retirara. “No te hace falta disfraz” le contestó el viejo, además, “tu negro corazón, se puede ver por encima de la ropa”. Él se retiró pensativo y resolvió su urgencia más adelante.

Los años han pasado y ahora cavila si alguna maldición le trajo ese evento de ese día, va caminando por las calles y observa que todos a su alrededor parecen haber salido de una película de terror. Se acerca a una panadería donde extrañamente hay que preguntar si venden pan, y una mujer le dice: “la puerta no se abre hasta que no terminen de hornearlo todo”. “Sí, señora, yo sé que estamos viviendo en un cuento de terror, nada de esto es real”. Decide irse.

En el camino va un camión 350 lleno de zombies, sus ropas hechas jirones son notorias, no hay disfraz para la delgadez, esta es natural y muy apropiada al momento, algunos niños solo tienen un trozo de auyama para el desayuno; es la misma calabaza que en otros contextos usan para pedir golosinas.

Con todo el escenario terrorífico la tensión se le ha subido y entra a la farmacia, con un poco de suerte podrá conseguir el medicamento. Se ubica de quinto en la cola más corta pero la mujer que está adelante le aclara que antes que él hay cinco más, y él piensa otra vez en los fantasmas y le dice altanero: “No sé de qué me hablas, no hay nadie a tu lado”, ella no se inmuta, está acostumbrada al malhumor de la gente y le dice: “es que marcaron la cola y se fueron a echar gasolina, pero aunque usted no los vea ellos están allí y antes de que usted llegue a la cajera ellos volverán, están aquí y allá”. Sí, pensó él nuevamente, igual que los muertos.

Detrás de él se para una mujer macilenta con un niño en los brazos y él le hace ver que hay cinco fantasmas delante de él que si no los ve, no se asuste, ella le muestra una sonrisa de calabaza, que le eriza la piel y piensa: “Rigoberto, ha llegado tu día”. La mujer le dice: “Yo solía venir, cuando aún estaba viva mi tía Ricarda, pero nunca le conseguí los medicamentos, ojalá consiga los anticonvulsionantes para mí hija”.

Rigoberto queda pensativo, este es el día a día, “¿cuándo terminará esta fiesta macabra impuesta a la fuerza? Si se cruza un gato negro, me tiro al suelo y me hago el muerto”.