Vagabundo del mundo

Hubo un tiempo en que Hvitserk Ragnarsson creía que viviría del pillaje y de la agricultura como cualquier ciudadano de la vieja Escandinavia, muy a pesar de sus deseos de viajar y conocer el mundo sin la necesidad de recurrir a la violencia. 

Sin embargo, el tiempo le mostró lo contrario: Cuando menos lo había pensado, estaba ahí, en un puerto desconocido rodeado de individuos con extraños ropajes. 

Sus pies lo habían llevado ahí luego de sobrevivir en la Rus. Su corazón, herido aún por aquella tragedia acontecida en las islas de Bretaña, lo guió hacia aquella ciudad de edificios vistosos y coloridos. Ataviado con ropajes oscuros y con un extraño sombrero en su cabeza, Hvitserk recorrió sus calles; con cierto disimulo observaba el comportamiento de aquellas personas de ojos pequeños y rasgados. Hablaban un lenguaje extraño, al parecer complicado de entender; ¿estarán hablando de él? 

Nunca lo sabrá. 

-Eres del norte.

El joven se volvió hacia su inesperado interlocutor. Éste, un anciano de atavíos anaranjados, le sonrió al notar la sorpresa en el joven, misma que aumentó cuando añadió que era uno de ellos.  El muchacho trató de excusarse diciéndole que él no era un pirata, sino un vagabundo más en el mundo; no quería tener problemas con nadie, ni siquiera con los locales. Lo único que quería era estar solo. Así mismo, se preguntaba cómo aquél anciano había aprendido su idioma.

El anciano, quizás adivinando sus dudas,  le replicó con calma: 

-Fui como tú en mi juventud: un vagabundo del mundo. Tu tierra fue lo último que visité antes de regresar a casa; tu lengua lo aprendí con una vieja amiga.

Hvitserk quiso decirle algo, pero el anciano no le dejó; en su lugar, le invitó al templo, en donde encontraría la paz que tanto necesitaba su corazón y su espíritu.