Voy a contarles una breve historia de cómo morí y volví a este mundo cargado de fortalezas. Antes había errado en circunstancias que me empujaron a desplomarme al más infernal abismo. Estaba solo, deprimido, abstraído hacia la más temible existencia. Un pensamiento suicida dominó mi mente hasta efectuar su capricho, y en solo un instante, claudiqué.

 
Desperté en un mundo alterno después de haber cruzado el umbral de la muerte. Comencé a observar a mí alrededor el indescriptible pero seráfico paisaje. Frente a mí, había una especie de refugio con una entrada formada por piedras de los valles. Seres lúcidos y feéricos salieron para darme la bienvenida y me llevaron a los parajes de su fantástico país.

 
Hablaban en un lenguaje de fonético murmurar. Un brillo onírico las rodeaba en todo momento, iluminando el pasadizo hacia un altar imponente de milenaria antigüedad. Bailaban al son de una música celestial, la cual, es un misterio su procedencia. Su danza era un presente para el deleite de sus dioses guardianes. Otros seres, de menudente apariencia se sumaron a la dichosa alabanza, mientras las constelaciones arribaban para sumarse al espectáculo.

 
Mi pecho rebozaba de ventura, pero también de dolor sofocante. Me di cuenta que no era para mí pertenecer a tan bello mundo y el destino quiso desterrarme. Ellas vinieron a mí, yo pedía clemencia. Sabían muy bien lo que me pasaba así que todas tocaron mi pecho. Reanimaron mi corazón muerto y me bañaron de virtuosos dones. Sentí una calma enorme e infinita, un alivio que te desarraiga de toda sensación siniestra dejándote solo el placer como compañía.

 
Cerré los ojos embelesado y luego desperté, donde todo había comenzado. Era como volver a nacer y mi rumbo infausto desapareció por completo. Desde ese día dediqué mi vida agradecido a ellas por haberme salvado. Por devolverme las esperanzas y consagré mis letras en honor a las hacedoras de la dicha y el desahogo, quienes despertaron el valor que ahora siento por mí mismo.