Cortland es un pequeño poblado de no más de cinco mil habitantes que pertenece al condado de Dekalb, Estado de Illinois, en EE.UU. A poco más de una hora en coche por carretera hasta la ciudad de Chicago, Cortland era conocido por su tranquilidad, todo un oasis de paz y descanso. Preciosas zonas residenciales donde el mayor sobresalto era la fiesta universitaria de primavera, y ni siquiera ocurría en Cortland, si no que sucedía en la Northern Illinois University, a seis kilómetros del pueblo.

Pero aquel día todo iba a cambiar. Era viernes y Henry se había levantado temprano, como siempre, para sacar a sus perros de paseo. Dos preciosos Beagles blancos de manchas marrones, las del macho más oscuras, llamados Chester y Sasha. Vivía con su familia en una calle residencial muy tranquila, como todas en ese pueblo. Al final de su calle, siguiendo la hilera de casas de madera ajardinadas había una pequeña tienda de comestibles, Boby Stores, donde los vecinos podían adquirir suministros básicos sin necesidad de coger el coche.

  - Hola Boby, ¿qué tal estás? –dijo Henry mientras entraba en la pequeña tienda. Había dejado a los dos Beagles esperándole en la puerta.

  - Me llevaré una bolsa de pan cortado y papel de cocina. Aquí tiene, que tenga un buen día… -Boby acompañó con la mirada a su vecino mientras salía del establecimiento.

Todo muy normal. Henry desayunó en casa con su esposa Maia y sus dos hijas, Sarha y Claire, y se fue al trabajo. El pelo canoso y las arrugas en su cara indicaban que haberse trasladado a Cortland como el nuevo sheriff era una de las decisiones más apropiadas que había tomado en los últimos tiempos. Ya estaba mayor y su carrera como policía fue verdaderamente intensa. Había decidido “retirarse” con su familia a aquel lugar después de ser uno de los mejores detectives de toda la ciudad de Chicago.

Por la mañana apenas tuvieron un par de llamadas en la comisaría. La primera por parte del hermano de Cindy, la secretaria, para avisarle de que sus padres prepararían el habitual almuerzo familiar de los viernes, y que no olvidara pasar por la tienda de Boby para comprar unas bebidas; la segunda fue la señora Harrison, por una pequeña disputa familiar sin importancia. Era un pueblo muy tranquilo. No pasaba nada nunca. Todo muy normal, como siempre. Pero aquel día ocurrió algo que nadie en Cortland podría haberse esperado, ni siquiera Henry.

Por la tarde, horas después del final de las clases del único instituto del pueblo, recibieron una nueva llamada. No fue como las demás, como las llamadas habituales que solían recibir. La señora Frinch sonaba desesperada: su hija Deisy, de catorce años, no había vuelto a casa, no respondía al teléfono, nadie sabía nada de ella y sus amigas decían que ni siquiera la habían visto esa mañana en clase.

  - Qué raro… -dijo Henry después de colgar el teléfono. Esa era la clase de cosas que nunca pasaban en Cortland. Hizo un gesto a Janett, su ayudante, para que le acompañara y salieron de comisaria.

Y ni Janett ni Henry olvidarían con facilidad lo que vieron y vivieron aquel viernes cualquiera…

El único pub del pueblo estaba casi vacío y ya era tarde, de madrugada. Henry no podía saberlo con exactitud, pero estaba seguro de que era demasiado tarde. Levantó su copa de Bourbon de marca con lentitud, le costaba ver con claridad. Normalmente no bebía tanto pero ese día fue uno de esos días en los que desearía no haber salido de casa. Tenía su placa sobre la madera, la cabeza “a media asta” y, con su mano izquierda, casi sin darse cuenta, golpeaba incansablemente la esquina frontal de la barra de aquel lugar. Lo hacía con sólo dos dedos: índice y corazón. No lo había decidido, pero el golpear de sus yemas marcaba, constante, algo muy parecido al ritmo cardiaco de una persona que en ese momento emana tranquilidad. Pum pum... pum pum… pum pum… Un ritmo muy diferente al suyo propio.

No podía parar de pensar en aquella chica, en cómo la encontraron. No podía parar de pensar en que eso le podía haber pasado a cualquiera de sus hijas. Aquella pobre desgraciada iba al mismo instituto que su hija mayor, Sarha. La madre denunció su desaparición aquella misma tarde.

No tuvieron tiempo de nada.  No sabía quién fue el autor de semejante barbaridad, pero Henry estaba dispuesto a dar con él, aunque esa noche ya estaba seguro de que era demasiado tarde.

Fuente

Este capítulo podría ser el inicio de un relato más largo que he comenzado a escribir a partir de otro algo más corto que publiqué hace como un año y medio. En esta ocasión he querido centrarme en la documentación geográfica para desarrollar el capítulo, situando el conficto en un poblado cercano a la ciudad de Chicago. Puedes encontrar la publicación original del primer fragmento (que forma parte además de este primer capítulo) aquí.