RETO: Terminar el Relato Corto, del texto dado; Mariel como la abuela. ¡Déjame vivir mi vida!
Independiente y odiosa, según su hermana Maritza, Mariel abandonó el hogar materno a los 16 años. Se llevó sus zarcillos, sus ahorros, un morral con una muda adicional, su maquillaje, su rabia y las ganas de joder al mundo entero. ¡Ah! y un bebé en desarrollo, en un vientre aún plano que no delataba su preñez prematura. ¿El celular? Lo dejó.
Mariel, después de 15 años, se colocó de nuevo los zarcillos llenos de recuerdos, mirándose insegura en el espejo roto de esa habitación degastada y tragándose todas las lágrimas ya tragadas por el tiempo y la impotencia. Quiso gritar, pero ya no valía la pena. El ruido de la música barata entraba por las rendijas de la puerta. Un toc-toc en la madera anunciaba un nuevo cliente.
Maritza, su hermana, quedó atrapada en la agobiante sencillez de lo cotidiano por culpa de su lengua y su envidia. Todos sus planes, todos sus sueños, todas sus fugas, quedaron atadas al Alzheimer de su abuela Mariel, al cuidado de la viejita que seguía esperando entre olvidos, el retorno de su nieta preferida, Mariel, la de los zarcillos de piedras rojas.
16 años habían pasado desde aquella noche fatídica, cuando el aborrecible marido de su madre, entró a su cuarto y le cambió el destino. Penetrándola en su sabana de dibujos infantiles, asqueándola con sus besos etílicos, mordiéndole sus seños vírgenes, dejándole dentro de ella, una vida. Nadie lo supo, nadie lo sabrá.
Mariel concluía una noche más con su cuerpo vendido. Llena de miradas ajenas y de lujurias fingidas. Ese cuartico la hacía sonreír, no era una trampa si no su venganza en contra de la humanidad. Su padrastro… bueno, el marido de su madre… más bien habría que decir: “el grandísimo hijo de puta” que además de haberla preñada, le desgració toda su existencia, convirtiéndola en una paciente cero positiva.
Maritza había dejado de dormir completa desde que sus padres murieron de una extraña enfermedad que nadie supo explicarle, que por alguna razón que ella nunca entendió, estaba recubierta de vergüenza. Algunas veces, el viejo celular de Mariel, que había quedado en el mismo sitio donde ella lo había dejado… sonaba y sonaba chocantemente sin haber sido recargado, sonada cínicamente recordándole a esas paredes que los espectros y los dolores jamás terminan de desaparecer. Sonaba y sonaba para recordarle a la abuela, que su nieta, la de los zarcillos de piedras rojas, aún seguía en la vida, en algún lugar.
Mariel, siempre salía a la hora del diablo de ese tugurio bajo tierra y caminaba firme por todas las calles del miedo, sin que nada le pasara. Su casita humilde, quedaba al final de una larguísima escalinata que terminaba entre las nubes y la rabia, entre la oscuridad y las luces distantes de una ciudad sumergida en un barranco.
El sonido de sus tacones de punta fina, rompían la quietud de los que dormían entre cartones. Mariel solía buscarse en la mirada de esos niños de la calle, porque quizás, alguno de ellos, el que menos ella pensaba, podría ser el carajito que ella había abandonado en un rincón, lleno de santos y velas, en la catedral de Caracas.
¿Qué sería de la vida de ese triponcito? ¿Habría nacido sano o esa enfermedad, que se come las ilusiones, lo convirtió pronto en un angelito? A lo mejor una familia rica lo hizo suyo y ahora corre libre por una calle distinta, en un país lejano, con un idioma raro, ignorando las verdades de su origen. O quizás, pudiera ser uno más, de los que emergen entre los cartones bajo el cielo infinito. ¡Cómo saberlo! ¡Cómo saberlo!
Los años pasan, eso siempre sucede. El calendario de la pared de la cocina, es siempre sustituido, una y otra vez, por el calendario nuevo de algún restaurante chino. Maritza, llena de tiempo, ahora está cubierta de canas y de recuerdos. La abuela yace, hace años, en un nicho sin nombre y sin visitas. La vida es un tren desbocado que se confunde entre los túneles, que se descarrila en las estaciones sin andenes y sin pasajeros, que llega a los lugares más desconocidos y regresa… porque el tren siempre regresa.
Algunas veces amanece más temprano, sobretodo, cuando llegan esos días que la vida cambia para siempre. Alguien tocaba la puerta con insistencia. Maritza se extrañó, nadie tocaba esa puerta, tan por la mañana, desde hace más de 10 años. Sintió miedo, a lo mejor la muerte la esperaba afuera con su caballo negro, a lo mejor era el destino que le venía a reclamar sus odios, a lo mejor era el señor de los tiempos que le entregaría otro año más de soledad. Sin embargo, la curiosidad hizo que abriera la puerta y encontró un paquetico curioso que tenía su nombre: “para Maritza”
Cuando la abrió, abrió toda la historia de su vida, abrió los recuerdos de su niñez con todos sus detalles, abrió el inicio de todos sus odios y todas sus soledades… un par de zarcillos colgantes con piedras rojas, se encontraban dentro… intactos, llenos de una historia que jamás conocería. Miró hacia todos lados, como buscando el rostro de su hermana perdida. Tratando de reconocer el nuevo rostro de Mariel que ya tendría marcado el paso de los años… pero la calle estaba vacía y nada, absolutamente nada, se movía.
Esa noche, Maritza uso los zarcillos rojos, se colocó unos viejos tacones de su abuela Mariel y se echó a la calle. No sabía por qué, pero es lo que le provocaba hacer. Recorrió calles insólitas que no tenían nada que ver con ella. Entró a lugares, que por su moral católica, jamás pensó que conocería y sin darse cuenta, subió una larguísima escalinata que terminaba entre las nubes y la rabia, entre la oscuridad y las luces distantes de una ciudad sumergida en un barranco.
Algunas veces, la vida cambia…
la vida nos cambia,
la vida lanza los dados y ruedan.
Rubén Darío Gil
@rubendariogil
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Muy buen relato amigo te ganaste mi voto!
Gracias por tu comentario alentador!!!!!!!!!!!!!