EL TÚNEL METAFÍSICO-PSICOLÓGICO (Ensayo sobre la novela El túnel de Ernesto Sábato) - Parte III

in #entropia5 years ago

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EL TÚNEL DE UN ASESINO


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COSMOVISIÓN Y PSIQUIS DE CASTEL

Con la primera frase de la novela Castel se presenta a sí mismo como alguien al que el lector debería recordar por ser el autor de un crimen: “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona” (11). Pero acto seguido advierte que la gente tiende a olvidarse de las cosas malas, lo cual los hace mirar el pasado con añoranza —“todo tiempo pasado fue mejor”—, cosa que no le sucede a él: “me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos” (11).

Se diferencia así del común de la gente, él no se deja engañar como ellos; nos manifiesta la manera cruda en que ve la realidad, sin evasiones u olvidos, para concluir diciendo:

Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva (12).[4]

Ya desde el primer capítulo Castel se prefigura como alguien que, si bien algunos tildarían de pesimista, con un criterio más amplio y menos prejuicioso tal vez deberíamos calificar de realista. En efecto, se nos presenta ante todo como una persona que se coloca frente a la realidad sin ambages, con autenticidad, que se refiere de manera directa a los hechos sin refugiarse en abstracciones intelectuales. Esta actitud concreta del protagonista coincide con la forma en la que la corriente existencialista concibe la realidad del hombre.

Nosotros quisiéramos que la vida fuera algo necesario, que el mundo en que nuestra vida se desarrolla estuviera dentro de nuestra concepción racional; los autores existencialistas nos muestran que la vida es “así” simplemente, es decir, como somos, sin que esa armonía deseada se haga evidente. Ante ese mundo tenemos que enfrentarnos, estamos inmersos en él y nos sería fatal negarlo. [...] Si cerramos los ojos, si no queremos darnos cuenta de la fealdad que nos rodea, caemos en una actitud falsa... (Lamana: 1967, 10).

Es decir que esta forma de mirar la realidad por parte de Castel, que se nos revela desde el comienzo de la obra, es ante todo una postura filosófica que encuentra sustento en el existencialismo. Pero, al mismo tiempo, en esta actitud se nos perfila la psiquis particular de Castel. Un individuo que se diferencia del resto de las personas, colocándose por encima de ellas, desnuda cierta soberbia; podemos inferir un temperamento narcisista en quien ve autenticidad en sí mismo y superficialidad en los demás.

Este sentimiento de superioridad que anida en Castel se expresa, con frecuencia, en una marcada misantropía. En numerosos pasajes queda reflejada con claridad esta característica del protagonista. Por ejemplo, cuando en el segundo capítulo contesta a una hipotética acusación de vanidad por parte de los lectores: “Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres” (Sábato: 1985, 13); también cuando habla despectivamente de los críticos de arte y, más genéricamente, de todos los grupos o conglomerados de personas: “detesto los grupos, las sectas, las cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por razones de profesión, de gusto o de manía semejante” (19); en un caso reconoce lisa y llanamente: “… en general, la humanidad me pareció siempre detestable” (47).

Esta particular forma filosófico-psíquica de encontrarse con la realidad que se evidencia en el protagonista lo coloca en un plano de soledad e incomunicación, problemática central que trata la novela. Este tema es el germen del relato: “Mi idea inicial era la de escribir un cuento, el relato de un pintor que se volvía loco al no poder comunicarse con nadie, ni siquiera con la mujer que parecía haberlo entendido a través de su pintura” (Sábato: 1964, 13). Y así como al autor lo animó a escribir esta novela el tema de la incomunicación, al narrador lo impulsa a elaborar su relato la esperanza de poder comunicarse: “… me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA [...]. Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté” (Sábato: 1985, 15).

En tales palabras se refleja la desesperación de quien intenta vanamente lograr un encuentro pleno con los demás y que, al no conseguirlo, advierte su soledad. Esta soledad e incomunicabilidad, lejos de tratarse de una traba de origen psicológico que pueda atribuirse simplemente a una mente neurótica o paranoica, es un estado que experimenta el hombre al reconocer su propia subjetividad y confrontarla con la de los demás.

Cuando a la realidad se la observa desde la óptica existencialista, no hay lugar para ideas puras y universales que la expliquen, sino que esta se descubre a partir de la experiencia concreta del individuo en el mundo.

El pensador abstracto se olvida de que para un ser existente hay verdades que en la abstracción no son verdades; toda la verdad, para ese pensador abstracto, está en el ser puro. Y esto sucede porque el pensador abstracto se olvida de que existe. Pero al hombre le está prohibido olvidarse de que existe (Fatone: 1962, 12).

A las verdades esenciales que produce la abstracción objetiva, el existencialista antepone las evidencias que arroja el mero existir del sujeto. Así es como tiene lugar la famosa definición sartriana: “Lo que tienen en común [los existencialistas] es simplemente el hecho de considerar que la existencia precede a la esencia, o, si se prefiere, que hay que partir de la subjetividad”.[5] Mediante esta fórmula: “la existencia precede a la esencia”, se está enfrentando al hombre en relación directa y concreta con su mundo, sin mediaciones abstractas. Es a partir de allí que descubre su soledad existencial, su estar desnudo en el universo, sin verdades dadas y universales, y, por ende, sin posibilidad de alcanzar una comunicación que lleve a un entendimiento absoluto.

Este tema, al que llega la filosofía mediante el existencialismo, ha sido materia fundamental de la literatura del siglo XX. Lo hallamos en diversos autores, como Kafka, Dostoievsky, Camus, Borges, y ha dado origen a distintos movimientos literarios, como el propio surrealismo, al que adhirió en su momento Sábato, o el llamado teatro del absurdo que quedara asociado a obras de renombrados intelectuales dramaturgos como Ionesco y Beckett.

En su relación directa con la novela contemporánea podemos remitirnos a las propias palabras de Sábato:

Al prescindir de un punto de vista suprahumano, al reducir la novela (como es la vida) a un conjunto de seres que viven la realidad desde su propia alma, el novelista tenía que enfrentarse con uno de los más profundos y angustiosos problemas del hombre: el de su soledad y falta de comunicación (Sábato: 1964, 88).

Sábato ve en la ficción literaria el instrumento que le permite al hombre conocerse a sí mismo con una penetración que no consigue la ciencia, dado que ella se halla confinada al terreno abstracto de la razón pura, y tampoco la filosofía, salvo cuando los filósofos renuncian “a sus tratados abstractos para humildemente escribir ficciones” (89), como sería el caso de la filosofía existencialista. Es que esta corriente, al abandonar el terreno de las ideas claras y definidas que se hallan en la pura abstracción para tratar con los dilemas del hombre concreto, se ha visto obligada a dejar de lado toda posibilidad de exponer sus pensamientos en un corpus objetivo y sistemático para pasar a expresarse a través de un lenguaje literario y, ciertamente, subjetivo: “... en el mismo momento histórico en que la literatura comenzó a hacerse metafísica con Dostoievsky, la metafísica comenzó a hacerse literaria, con Kierkegaard” (82).

De manera que queda clara la raíz filosófica de la problemática que sufre el protagonista, lo que no quita que haya en él a la vez manifestaciones y derivaciones de orden psicológico (ya explicamos antes que ambos aspectos conviven y se relacionan en el alma humana) y, como veremos, el proceso psíquico que se desata en Castel lo conducirá en definitiva hacia la locura y el crimen.

Importa, no obstante, advertir que lo que finalmente lo pierde es su deseo de totalidad. Él experimenta su soledad y la imposibilidad de ser comprendido, pero al parecer no interpreta esa vivencia como una realidad que deba aceptar resignadamente y por eso es que a partir de la aparición de María Iribarne en su vida, en quien cree hallar la persona que lo entiende y que lo completa, cual si fueran ellos las dos mitades que conformaran un ser andrógino,[6] buscará de manera implacable establecer con ella una comunión plena. Así María pasa a ser para Castel el objeto que puede salvarlo de su angustiosa soledad.

Es en este punto que la angustia existencial que padece Castel empieza a derivar hacia la locura. Mientras Castel hubiera vivido resignado en su soledad e incomunicabilidad, asumiéndolas como realidades ineludibles propias de la condición humana, su personalidad no habría pasado de revelársenos con cierta soberbia y misantropía. Pero, con la aparición de María en su vida, lo embargó aquel deseo de realización absoluta que, al cobrar la expresión de una conducta obsesiva, lo empujaría hacia una paranoia que progresivamente se iría adueñando de sus pensamientos y de sus actos.


[4] Más adelante Castel confiaría a María que esta anécdota de la rata lo inspiró a pintar la escena de la ventana. Hablará entonces de lo absurdo del mundo: “A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil” (42).
[5] Sartre, Jean Paul “El existencialismo es un humanismo” (conferencia) Weblioteca del Pensamiento. Disponible en: http://weblioteca.com.ar/occidental/exishuman.pdf
[6] Dice Sábato: “Castel expresa, me imagino, mi lado adolescente y absolutista, María el lado maduro y relativizado” (Sábato: 1964, 13). Entonces, lo que Sábato ve en sí mismo como dos polos que lo conforman como individuo, en la novela lo plasma escindido en dos personajes y le otorga la voz narrativa al más intenso de ellos.

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