EL TÚNEL METAFÍSICO-PSICOLÓGICO (Ensayo sobre la novela El túnel de Ernesto Sábato) - Parte IV

in #entropia5 years ago

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EL TÚNEL DE UN ASESINO


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EL EFECTO DE MARÍA EN CASTEL

El encuentro entre Juan Pablo Castel y María Iribarne se produjo a raíz de una escena de una ventana que aquel pintó en un cuadro.[7] Castel advirtió cómo a diferencia del resto de la gente que la pasaba por alto, María la observaba detenidamente. Esto lo indujo a convencerse de que ella lograba entenderlo a él de manera profunda. De inmediato se obsesionó con María:

Durante los meses que siguieron, sólo pensé en ella, en la posibilidad de volver a verla. Y, en cierto modo, sólo pinté para ella. Fue como si la pequeña escena de la ventana empezara a crecer y a invadir toda la tela y toda mi obra (Sábato: 1985, 17).

Se pasó días cavilando la manera de encontrarla de nuevo y se imaginó diversas posibilidades para entrar en conversación con ella.

No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo recuerdo que había algunas tan complicadas que eran prácticamente inservibles. Sería un azar demasiado portentoso que la realidad coincidiera luego con una llave tan complicada, preparada de antemano ignorando la forma de la cerradura. Pero sucedía que cuando había examinado tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del orden de las preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando uno imagina partidas de memoria. Y también resultaba a menudo que reemplazaba frases de una variante con frases de otra, con resultados ridículos o desalentadores (26).

La minuciosidad y obsesión con que Castel analiza cada alternativa de encuentro y cada posibilidad de diálogo ya nos van revelando el germen de la locura.

Resultará útil introducir aquí la definición de locura a la que llega Gilbert K. Chesterton, tras realizar —en atención a que “el peligro de la locura reside en la lógica; no en la imaginación”— una oposición entre la figura del loco y la del poeta o artista:

Todo el que haya tenido la desgracia de hablar con gente que se hallara en el corazón o al borde del desequilibrio mental, sabe que su característica más siniestra, es una horrible lucidez para captar el detalle; una facilidad de conectar entre sí dos cosas perdidas en su mapa confuso como un laberinto. Si ustedes discuten con un loco, es muy probable que lleven la peor parte en la discusión; porque en muchas formas, la mente del loco es más ágil y rápida, al no hallarse trabada por todas las cosas que lleva aparejadas el buen discernimiento. No lo detiene el sentido del humor o de la caridad o las ya enmudecidas certezas de la experiencia, El loco es más lógico, por carecer de ciertas afecciones de la cordura. La frase común que se aplica a la insania, desde este punto de vista es errónea. El loco no es el hombre que ha perdido la razón. Loco es el hombre que ha perdido todo, menos la razón.
Las explicaciones que un loco da sobre algo son completas y con frecuencia, en un sentido estrictamente racional, hasta son satisfactorias.
O para hablar con más precisión, la explicación del insano si bien no es concluyente, es por lo menos irrefutable.
[...]
Sin embargo, ese hombre está equivocado. Pero si intentamos exponer su error en términos exactos, veremos que no es tan fácil como pudimos suponer. Tal vez lo más aproximado que podríamos hacer, es decir esto: que su mente actúa en un círculo perfecto pero estrecho. Un círculo pequeño es tan infinito como uno grande; pero a pesar de ser tan infinito, no es tan amplio. Del mismo modo, la explicación del insano es tan completa como la del sano, pero no tan vasta. Una bala es redonda como el mundo, pero no es el mundo.
Hay algo así como una amplia universalidad; y algo así como una estrecha y restringida eternidad (1998, 12).

A estas consideraciones añadamos las de Foucault, que también parten de oponer las figuras del poeta y el loco, pero ahora desde una perspectiva que observa al uso que estos hacen del lenguaje:

En los márgenes de un saber que separa los seres, los signos y las similitudes, y como para limitar su poder, el loco asegura la función del homosemantismo: junta todos los signos y los llena de una semejanza que no para de proliferar. El poeta asegura la función inversa; tiene el papel alegórico; bajo el lenguaje de los signos y bajo el juego de sus distinciones bien recortadas, trata de oír el “otro lenguaje”, sin palabras ni discursos, de la semejanza. El poeta hace llegar la similitud hasta los signos que hablan de ella, el loco carga todos los signos con una semejanza que acaba por borrarlos (1968, 56).

Prácticamente a lo largo de todo su relato, Castel parece tender hacia esta definición de locura: todo lo razona de manera obsesiva, enumera distintas hipótesis y argumenta con toda lógica para arribar a sus conclusiones. En efecto, no puede decirse que sea la razón lo que le falta. Lo que con el correr de la narración veremos que irá escaseando en él es capacidad para relativizar sus razonamientos y conclusiones.[8]

Finalmente, Castel encuentra a María en la calle. Casi desde el primer momento su forma de dirigirse a ella es impetuosa y, en los distintos encuentros y comunicaciones que sucesivamente van teniendo, Castel enseña de manera cada vez más marcada una impaciencia por conseguir de María definiciones o respuestas que nunca obtiene o que, de obtenerlas, no lo dejan conforme.

Transcribimos a continuación, a modo de ejemplo, dos fragmentos de distintos diálogos entre Castel y María:

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué no habla?
—Yo también —musitó.
—¿Yo también qué? —pregunté con ansiedad.
—Que yo también no he hecho más que pensar.
—¿Pero pensar en qué? —seguí preguntando, insaciable.
—En todo.
—¿Cómo en todo? ¿En qué?
—En lo extraño que es todo esto... lo de su cuadro... el encuentro de ayer... lo de hoy... qué sé yo...
La imprecisión siempre me ha irritado.
—Sí, pero yo le he dicho que no he dejado de pensar en usted —respondí—. Usted no me dice que haya pensado en mí.
Pasó un instante. Luego respondió:
—Le digo que he pensado en todo.
—No ha dado detalles.
—Es que todo es tan extraño, ha sido tan extraño... estoy tan perturbada... Claro que pensé en usted...
Mi corazón golpeó. Necesitaba detalles: me emocionan los detalles, no las generalidades.
—¿Pero cómo, cómo?... —pregunté con creciente ansie¬dad (46).

—¿Por qué te fuiste a la estancia? —pregunté por fin, con violencia—. ¿Por qué me dejaste solo? ¿Por qué dejaste esa carta en tu casa? ¿Por qué no me dijiste que eras casada?
Ella no respondía. Le estrujé el brazo. Gimió.
—Me haces mal, Juan Pablo —dijo suavemente.
—¿Por qué no me decís nada? ¿Por qué no respondes?
No decía nada.
—¿Por qué? ¿Por qué?
Por fin respondió:
—¿Por qué todo ha de tener respuesta? No hablemos de mí: hablemos de vos, de tus trabajos, de tus preocupaciones. Pensé constantemente en tu pintura, en lo que me dijiste en la plaza San Martín. Quiero saber qué haces ahora, qué pensás, si has pintado o no.
Le volví a estrujar el brazo con rabia.
—No —le respondí—. No es de mí que deseo hablar: de¬seo hablar de nosotros dos, necesito saber si me querés. Nada más que eso: saber si me querés.
No respondió. Desesperado por el silencio y por la oscu¬ridad que no me permitía adivinar sus pensamientos a través de sus ojos, encendí un fósforo. Ella dio vuelta rápidamente la cara, escondiéndola. Le tomé la cara con mi otra mano y la obligué a mirarme: estaba llorando silenciosamente.
—Ah... entonces no me querés —dije con amargura.
Mientras el fósforo se apagaba vi, sin embargo, cómo me miraba con ternura. Luego, ya en plena oscuridad, sentí que su mano acariciaba mi cabeza. Me dijo suavemente:
—Claro que te quiero... ¿por qué hay que decir ciertas cosas?
—Sí —le respondí—, ¿pero cómo me querés? Hay muchas maneras de querer. Se puede querer a un perro, a un chico. Yo quiero decir amor, verdadero amor, ¿entendés? (62)

Pareciera que, en definitiva, no importa lo que María pueda decir, para Castel siempre será insuficiente. Y es que busca que ella se le manifieste con la fuerza absoluta de un ideal que solamente puede residir en su propia mente. Solo las ideas mudas pueden ser puras; en cuanto se corporizan en palabras pasan a formar realidades que, como tales, son diferentemente interpretables.

Pero Castel parece incapaz de reconocer la naturaleza relativa del lenguaje, no le otorga a los signos que lo conforman el papel alegórico que tienen; en consecuencia, busca que las palabras de María, así como sus acciones (para cuya interpretación media también el lenguaje), colmen su ansia de absoluto.

Por eso, tras cada encuentro o diálogo que mantiene con ella, se sentirá frustrado y esta frustración lo llevará a ir haciendo consideraciones sobre María cada vez más crueles que lo inducirán a su vez a ser más insidioso con ella. Entrará así en una suerte de círculo vicioso, en el que irá encontrando progresivamente más argumentos contra María. Cada nueva palabra o actitud de ella pasará a ser alimento para los recelos que va anidando en su contra.

El mismo Castel nos refiere el momento en que aparece la primera sospecha que tiene sobre María. Esta se produce por el simple hecho de que al llamarla por teléfono, como habían quedado el día anterior, no la encuentra en su casa y la empleada le dice que se fue al campo:

Me había hecho tanto a la idea de verla ese mismo día y esperaba cosas tan importantes de ese encuentro que este anuncio me dejó anonadado. Se me ocurrieron una serie de preguntas: ¿Por qué había resuelto ir al campo? Evidentemente, esta resolución había sido tomada después de nuestra conversación telefónica, porque, si no, me habría dicho algo acerca del viaje y, sobre todo, no habría aceptado mi sugestión de hablar por teléfono a la mañana siguiente. Ahora bien, si esa resolución era posterior a la conversación por teléfono ¿sería también consecuencia de esa conversación? Y si era consecuencia, ¿por qué?, ¿quería huir de mí una vez más?, ¿temía el inevitable encuentro del otro día?
Este inesperado viaje al campo despertó la primera duda. Como sucede siempre, empecé a encontrar sospechosos detalles anteriores a los que antes no había dado importancia. ¿Por qué esos cambios de voz en el teléfono el día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que "entraban y salían" y que le impedían hablar con naturalidad? Además, eso probaba que ella era capaz de simular. ¿Y por qué vaciló esa mujer cuando pregunté por la señorita Iribarne? Pero una frase sobre todo se me había grabado como con ácido: “Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme”. Pensé que alrededor de María existían muchas sombras (49).

Vemos que Castel empieza a pensar en María como una posible simuladora. Es esta sospecha, que irá alimentando en cada nueva situación hasta que adquirirá para él valor de certeza, la que lo mortifica y lo llevará finalmente a cometer el crimen. Es que si María es una simuladora, entonces aquel ideal que Castel creyó materializarse en ella sería un fraude. Pero en lugar de comprender que es él mismo el que incurre en un error al pretender saciar su anhelo de totalidad, responsabiliza a María de su frustración. Sus pensamientos y deducciones están obsesivamente focalizados en ella; esto lleva a que en la mente de Castel María se presente, o bien como la persona que colma su afán de totalidad, o bien como una completa timadora.

A medida que Castel va conociendo más detalles de María, de su situación y de sus relaciones, esta va adquiriendo en su conciencia una fisonomía más terrenal, menos celestial. El concepto María que anida en Castel abandona el plano de la idea pura para ir tomando forma a partir de la María real que se le va descubriendo. Se entera en primer lugar de que está casada (con un ciego: Allende) y la forma en la que se entera, o que ella hace que él se entere de ello, lo lleva a nuevas elucubraciones y conclusiones que refuerzan la hipótesis de que María es una farsante que actúa perversamente.

No obstante, todavía lo vemos dudar a Castel de la validez de sus conclusiones; así es que, tras desecharlas por un instante, dice: “Sentí que el amor anónimo que yo había alimentado durante años de soledad se había concentrado en María” (57). Pero, aunque Castel aún dé lugar a la duda, se evidencia ya en él una conducta patológica: sus consideraciones a propósito de María pasan de un extremo al otro, va y vuelve sin matices ni escalas de un amor puro a un odio desmedido.

Las alternancias que se suscitan en Castel entre sus sentimientos nocivos hacia María y los amorosos coinciden con los tránsitos que realiza desde las cavilaciones sobre los aspectos mundanos de su relación hacia la esencia espiritual que subyace en ella, esencia que se hace presente siempre a partir de la escena del cuadro. Tanto Castel como María perciben en aquella escena algo que los relaciona profundamente y es en los momentos en que se refieren a ella en el que sus diálogos hallan un equilibrio, como si allí, en la escena de la ventana, lograran aquel entendimiento puro y pleno. Así, en una carta le escribía María a Castel:

El mar está ahí, permanente y rabioso. Mi llanto de entonces, inútil; también inútiles mis esperas en la playa solitaria, mirando tenazmente al mar. ¿Has adivinado y pintado este recuerdo mío o has pintado el recuerdo de muchos seres como vos y yo? Pero ahora tu figura se interpone: estás entre el mar y yo (59).

Ante la rememoración de estas palabras, Castel se lamenta por haberla matado: “¡Ah, y sin embargo te maté! ¡Y he sido yo quien te ha matado, yo, que veía como a través de un muro de vidrio, sin poder tocarlo, tu rostro mudo y ansioso! ¡Yo, tan estúpido, tan ciego, tan egoísta, tan cruel!” (60).

Sin embargo, todo intento de expresar cabalmente lo que aquella escena significa para ellos muere en el intento; apenas logran descifrar un mensaje de soledad y desesperanza.[9] En efecto, es en esa escena, en su recuerdo, que Castel logra sentir con María esa comunión deseada; pero, en cuanto sus pensamientos se dirigen en otra dirección, vuelve a caer en un abismo de incertidumbre y desconfianza.

Castel se convertiría en amante de María, pero la unión física no hizo sino intensificar esa dicotomía de sentimientos que reinaban en él:

Lejos de tranquilizarme, el amor físico me perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de incomprensión, crueles experimentos con María. Las horas que pasamos en el taller son horas que nunca olvidaré. Mis sentimientos, durante todo ese período, oscilaron entre el amor más puro y el odio más desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de María; de pronto me acometía la duda de que todo era fingido (66).

Las inseguridades que ya manifestara Castel en los primeros encuentros con María toman la expresión de los celos y aquella ansia de absoluto de raíz espiritual se desplaza hacia una fiebre de posesión física. La somete a crueles interrogatorios relacionados con todas las sospechas que él mismo se fue creando; sus cuestionamientos derivan hacia la relación de María con Allende y termina por acusarla de engañarlo a aquel: “Engañando a un ciego” (77).

Se arrepiente una vez más Castel de su accionar:

¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad (78).

Pero intuye que el daño está ya irremediablemente hecho y es entonces que se refiere a la sensación de soledad que suele embargarlo:

Volví a casa con la sensación de una absoluta soledad.
Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios, feos, incapaces, ávidos, groseros, mezquinos; mi soledad no me asusta, es casi olímpica.
Pero en aquel momento, como en otros semejantes, me encontraba solo como consecuencia de mis peores atributos, de mis bajas acciones. En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean (80).

Este fragmento marca el hundimiento que será definitivo para Castel. Su sensación de soledad será para él síntoma inequívoco del fracaso en su intento de comunión con María. Esa soledad que en otras ocasiones lo hacía sentirse superior al resto, ahora lo abisma hasta llegar incluso a pensar en el suicidio. En adelante, su accionar será marcado por la amargura y el furor. Prevalecerá en él la idea que había venido alimentando: que María es una simuladora.


[7] El cuadro tenía por título “Maternidad”; consistía en una mujer que mira jugar a un niño y en una pequeña escena, que se veía a través de una venta, de otra mujer en una playa solitaria contemplando el mar. Castel dice al referirse a ella: “La escena sugería, en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta”(Sábato: 1985, 16). Sin embargo, distintos análisis de corte freudiano que se realizaron sobre esta novela se ocuparon en destacar el complejo de Edipo que prevalecería en el carácter de Castel, fundamentalmente a raíz de esta escena y de que en algún pasaje el protagonista se refiriera a su madre con admiración (“fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano”), en tanto que no menciona en ningún momento a su padre. A partir de allí, estos estudios pretendieron explicar la totalidad de la novela en función de esta noción del psicoanálisis. Consideramos nosotros que focalizar el análisis en tal concepto resulta harto limitativo. Por lo demás, si bien esta escena del cuadro tendrá para nosotros su importancia simbólica, entendemos que la imagen central y más orientativa hacia una explicación global es la del túnel que, además, da lugar al título de la novela y se destaca en el epígrafe.
[8] Si bien es cierto que Castel es un artista, concretamente un pintor, no es la silueta del artista la que se nos descubre en la novela. Acaso un Castel poético, alegórico, se deje entrever cuando se lo referencia a aquella escena del cuadro que pintó y que lo vinculó con María, pero en todo su soliloquio quien se nos enseña como figura dominante es el loco razonador.
[9]Observamos que la actitud de Castel en relación a su pintura se diferencia de la que manifiesta con el lenguaje en general: si bien reflexiona sobre ella y le busca sus significados, parece que no deja de reconocerla como una alegoría, como una expresión de algo que está más allá de toda posible enunciación.

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